Capítulo 4

Keira

—Usted ha resultado ser lo opuesto a lo que esperaba. No puede concentrarse, me contradice, me reta… No creo que deba seguir trabajando como acompañante.

—¿Lo reto? —cuestiono alzando una ceja. 

Él mira alrededor, cerciorándose de que nadie nos esté observando, y  se pasa ambas manos por los costados de la cabeza como un gesto de exasperación. 

—Solo suba conmigo, le prometo que no la tocaré —pronuncia en voz baja, procurando que nadie más escuche. 

—Está bien —acepto liberando un suspiro. 

Decker presiona el botón del llamado, las puertas se abren, paso primero y él me sigue. Su perfume inunda la cabina y me hipnotiza. Huele muy bien, Sebastian Decker me gusta más de lo que estoy dispuesta a admitir. 

—¿De verdad no intentó nada? —pregunta mi mejor amiga Jessica, abriendo sus ojos marrones de par en par cuando le cuento sobre la noche que pasé con el multimillonario alemán con cara de póker. 

—De verdad. Entramos a la enorme suite y me dijo con voz arrogante y gruesa: «a las doce, Dimitri vendrá por usted» —lo imito burlona—. Y luego comenzó a alejarse hacia una de las habitaciones.

—¿Y se fue?

—No. Dio la vuelta y agregó: «quítese el vestido y las joyas, en la habitación encontrará un cambio de ropa. También necesito que se despeine un poco, como si la hubiera follado».

Recuerdo la tensión que sentí entre mis muslos cuando pronunció «follado duro» y la película que se produjo en mi cabeza: los dos en una cama, sus manos calientes y fuertes recorriendo mi piel, su boca devorándome... Pero el comenzó a alejarse y me dejó ahí, con aquel ardiente deseo creciendo en mi interior. ¿Cómo podía sentirme de esa forma? El hombre no volvió a tocarme ni una vez más, aquel acercamiento en la fiesta no se trató de un intento de seducción, solo era parte de su actuación.

—¡Oh, mi Dios! ¿Eso dijo? —grita Jess abriendo más los ojos. 

—¿Y sabes qué es lo peor?, que quería que lo hiciera. ¿En qué me convierte eso? —pregunto con un tinte de vergüenza formándose en mis mejillas.

—Eso te convierte en una mujer que no ha tenido sexo en tres años. No intentes llamarlo de otra forma, Keira, porque sabes que no es así.

—No lo entiendo, Jess. ¿Por qué él? Es frío, reservado, controlador, odioso, descortés... No es mi tipo.

—No creo en eso de los tipos, Keira. Si existe atracción, no importa si tiene el pelo fucsia. Fíjate en mí, jamás tuve un novio de color y mira ahora, me voy a casar con uno —menciona con una sonrisa.

—Bueno, no importa. Entre Decker y yo no va a pasar nada, eso es claro. Además, en mi vida no hay espacio para nadie más que no sea Ángel. Él lo es todo para mí.

—Kiera… —pronuncia en tono de reproche.

—Ya lo hemos hablado, Jess, sabes que tengo razón. Ningún hombre lo aceptaría y no estoy preparada para que alguien más lo rechace.

—Conozco uno que sí… —comienza.

—¡Basta con eso! Mejor levanta tu trasero del sofá y ve a hacer tus ejercicios matutinos —ordeno con fastidio. Estoy cansada de tener la misma conversación una y otra vez con ella.

—No digo que tengas una relación. Hay algo que se llama sexo casual ¿sabes? Ni siquiera tienes que hablarle de tu vida. Vas a un bar, conoces a un tipo, dejas que te ofrezca una copa, y luego…

—¡Ah, sí! No había pensado en eso. —Mi tono es de ironía pura—. ¿Recuerdas al último tipo que conocí en un bar, me ofreció una copa y luego…?

—Bueno, entonces en un gimnasio, o en un café, o quizás por internet…

Me voy alejando conforme la lista se hace más grande y dejo de escuchar su voz cuando entro a la habitación y cierro la puerta. Camino hasta la cuna donde está mi hijo y lo observo con una sonrisa. Está despierto, sus ojos miel se mueven con inquietud sin poder enfocarse en algún punto, pero cuando acaricio la piel pálida de su mejilla, se detienen unos segundos y se encuentran con los míos. Son hermosos y cálidos, me llenan de una extraña sensación de paz, pero a la vez de melancolía. Los médicos dicen que su visión no es buena, que quizás solo note un borrón oscuro cuando me mira, pero me gusta pensar que no es así, que distingue mi rostro, que me ve.

Lo levanto del colchón y lo acurruco en mis brazos.

—Buenos días, mi amor. ¿Dormiste bien? —Le pregunto mientras beso el cabello rubio cenizo de su cabecita.

Ángel padece una enfermedad genética llamada Microcefalia con Atrofia Cerebral, complicada con Craneosinostosis. En palabras que puedan entender, su cerebro es pequeño, no va a crecer y no hay nada que pueda hacerse para lograrlo. Lo supe cuando cumplí las dieciséis semanas de embarazo, en una de las consultas de control. El médico me explicó que lo mejor era detener el embarazo, pero no pude hacerlo, no quería. Me decía a mí misma que todo era mentira, que él estaba sano y que el doctor se había equivocado.

El progenitor de Ángel no me entendía, no me apoyaba, quería que lo abortara, decía que no valía la pena traer al mundo a un niño enfermo. Me dijo que si no detenía el embarazo, tendría que irme de su casa porque no se haría cargo de los gastos de «ese niño», como si no fuera tan suyo como mío. Entonces hice mis maletas y me fui de su apartamento. Él no me buscó, yo tampoco lo llamé, y eso fue todo. Pasé de vivir en un lujoso ático en Manhattan, con un hombre que pensé que me amaba, a un pequeño apartamento en Brooklyn con mi amiga Jessica. El plan era estar con ella un par de meses, hasta que encontrara mi propio lugar, pero cuando Ángel nació, mis ahorros se convirtieron en polvo y las facturas del hospital comenzaron a acumularse. No me importó, solo quería tener a mi bebé y brindarle mi amor.

Según los médicos, él no viviría más allá del primer año, pero ya tiene tres y sigue aquí. Y mientras esté conmigo, lo llenaré de besos, de canciones, de amor... Él es mi hijo, lo amo sin importar nada más, y es la razón por la que acudí a Damas de Oro. Mi sueldo de mesonera no me alcanzaba para pagar las facturas del hospital ni para cubrir el costo de sus consultas, las terapias y sus medicamentos. Mientras todo eso siga siendo una realidad, seguiré trabajando de acompañante. Soy la única persona que él tiene y me necesita.

Esta mañana, recibí una llamada de mi jefa, me informó que Decker quiere contratarme para que lo acompañe a una cena esta noche y me preguntó si estaba disponible. Me hice la tonta y le pedí un momento para revisar mi agenda, pero claro que podía. Y aunque no debería volver a trabajar para él, por lo de aquellas locas sensaciones que despertó en mí, acepté. No puedo darme el tupé de estar rechazando trabajo, las facturas que guardo dentro del cajón de mi mesita de noche lo confirman.

Media hora después de hablar con Astrid, la línea móvil que destiné para Damas de Oro anunció la llamada de la secretaria del alemán gruñón. Contesté de buena gana; ella me indicó con amabilidad que el señor Decker pasaría por mí a las siete en punto por el Crowe Plaza Time Square y que debía usar la ropa que había elegido para mí, como si eso fuera una novedad.

Me despido de Ángel con un beso y lo dejo con Lucy,  una de sus enfermeras, quien cambiará turno en media hora con Pamela, la enfermera del turno de noche. Ambas son excelentes y aman a mi chiquito. Sé que con ellas estará bien cuidado. 

Más tarde, después de obtener mi llave en recepción, subo al ascensor hasta la habitación que el señor Decker reservó para mí. Llego dos horas antes para que me dé tiempo de cambiarme y maquillarme. Generalmente, alquilo los vestidos que voy a usar, pero el señor controlador no parece confiar mucho en mi buen gusto.

Al llegar al pasillo, veo a Dimitri custodiando la puerta. Enseguida me pregunto qué hace aquí tan temprano y me avergüenzo un poco por lo desarreglada que me encuentro, sin una pizca de maquillaje en el rostro y con mi cabello recogido en un moño descuidado. Mi ropa tampoco es la más adecuada, estoy usando jeans gastados, botas y una cazadora de cuero sobre una blusa sencilla de algodón.

—Buenas tardes, Dimitri.

—Buenas tardes, señorita Morrison —responde con un asentimiento.

Cuando intento alcanzar la cerradura para deslizar la llave, él se adelanta, introduce su propia copia y abre la puerta para mí. Me sorprendió un poco, la verdad, pero no tanto como entrar al recibidor de la suite y ver al señor Decker sentado en un sillón, hablando por teléfono.

¿Qué hace aquí?

Me paralizo completamente. No sé si caminar hacia él o dar la vuelta y correr. Es la primera vez que un cliente me perturba de esta forma. Quiero pensar que se trata de mi aspecto inadecuado y mi falta de maquillaje lo que me hace sentir nerviosa.  

Capítulos gratis disponibles en la App >

Capítulos relacionados

Último capítulo