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Capítulo 4. Peligro en la cueva.

Alana había logrado abrir la cueva, cerrada al público hacía tantas décadas atrás con unas grandes y gruesas puertas de hierro.

Ni los propios habitantes de la zona recordaban cuando habían sido construidas esas puertas, que resultaban tan pesadas que además instalaron un mecanismo automático que ayudaba a moverlas.

Pero las bisagras y los engranajes estaban tan oxidados por culpa del tiempo y del clima que hacían un ruido horrible.

Ella agradeció estar lejos del pueblo. Aquel sonido alertaría a los humanos que vigilaban el lugar para el clan Barrett. La delatarían, metiéndola en problemas.

Una vez pudo tener el acceso despejado fue azotada por un olor desagradable.

—Qué asco —exclamó, y se cubrió la nariz con un brazo antes de caminar al interior.

Aquella cueva había sido usada en el pasado como entrada a una mina de carbón construida por los colonos asentados en la isla siglos atrás, quienes instalaron el astillero.

La abandonaron al toparse con cientos de cadáveres que se hallaban en avanzado estado de putrefacción. Pensaron que se trataba de un cementerio antiguo, sin imaginar que eran vampiros.

Alana no sabía en qué momento de la historia los humanos la sellaron y se olvidaron de ella, sin investigar lo que había dentro. La abrían curiosos o cazadores de fortuna, como ella, a espaldas de las autoridades de la isla.

Los vampiros en la antigüedad habían poblado las zonas más agrestes del planeta. Se alimentaban de animales, pero al descubrir al humano y obtener de él su sangre y su carne, sintieron una fuerza mayor. Por eso decidieron invadir sus poblados y esclavizarlos como alimento.

Se transformaron en una plaga que solo podía ser controlada por los lobos.

Para protegerse del ataque de sus depredadores, los vampiros construían fortalezas o se escondían en cuevas profundas, aunque, al acabarse su alimento, salían siendo cazados sin contemplaciones o morían por inanición.

Quizás, eso último había sido lo que les había sucedido a los vampiros allí encerrados. Sutton fue un lugar solitario hasta que un pequeño grupo de indígenas tomó la isla como su hogar. De seguro llegaron siglos después de los vampiros.

Cuando aparecieron los colonos y echaron a los indígenas, ellos ya estaban inmóviles en la cueva. Aunque no del todo muertos.

Algunos movían ciertas partes del cuerpo y, con una estimulación adecuada, como la cercanía de alimento, eran capaces de ponerse de pie aunque avanzaban lento. Tal vez por ese motivo sellaron la cueva.

Alana sabía que el aromar de un lobo macho y adulto era una gran motivación. Kurt se lo había explicado en una ocasión. Por eso él no se animaba a meter siquiera sus narices en aquel lugar.

Las hembras tenían un olor menos intenso, más aún, si no habían sido convertidas, como ella. Alana con apenas veinte años jamás había alcanzado la transformación, que era común al cumplir la mayoría de edad.

Como ella no había sido criada por lobos, sino por humanos, nunca supo qué hacer ni cómo hacerlo. Ese era el motivo por el que no era una loba en todo el sentido de la palabra. O eso creía.

Confiaba en que su aroma no resultaba atrayente para los vampiros, así que se aventuró a entrar en la cueva. Ya lo había hecho un par de veces con su hermano Ryan.

Los huesos de los vampiros era un objeto valioso en el mercado negro, aunque resultaba extraño que lo solicitaran.

Cuando eso pasaba, ella y su hermano no dudaban en buscar un trozo. El dinero que les daban por ellos los ayudaba a cubrir los gastos de una semana.

Lo malo, era que casi nadie sabía de la existencia de ese cementerio de vampiros. Solo algunos nativos de la isla y brujos venidos de otras tierras. Los restos solicitados solían usarlos para asuntos de magia y hechicería.

Alana creía que ese era el motivo por el que los africanos estaban interesados en esas cosas.

Esa tribu se había asentado en Sutton desde hacía varias décadas, huyeron de su país por culpa de guerras internas que los había llevado casi al exterminio y ahora sobrevivían de la fabricación y venta de medicinas naturales, pero también, del contrabando y de la santería.

Agradeció que en ese momento necesitaran de ese recurso, porque a ella le urgía la medicina milagrosa que ellos producían y no tenía mucho dinero. No quería perder a su padre. Ya había perdido demasiado en la vida.

Se internó con sigilo en la cueva iluminando el camino con una linterna. Debía caminar con cuidado porque el lugar acumulaba agua en los tiempos de lluvia y formaba profundos sumideros que debilitaban el suelo.

Apenas divisara los primeros huesos, los tomaría y saldría de allí. Tenía un extraño presentimiento.

Luego de avanzar varios metros escuchó un gruñido extraño. Jamás había oído algo diferente al sonido del viento o de los murciélagos cuando entraba en ese lugar.

Se detuvo para evaluar la zona con la luz de la linterna. No divisó nada fuera de lo normal, solo un grupo de huesos de vampiros.

Corrió hacia ellos y llenó con rapidez las dos mochilas que había llevado consigo.

Cuando estaba por terminar, volvió a oír el gruñido, aunque ese además, estaba acompañado por un misterioso arrastre.

—Mierda —susurró bajito, descubriendo que los gruñidos se multiplicaban, así como el arrastre. Algo se acercaba hacia ella.

Tomó su linterna y alumbró el lugar donde provenían esos sonidos. Quedó paralizada al ver a varios vampiros caminando en su dirección con dificultad, como si fuesen zombis recién salidos de sus tumbas.

La carne de sus rostros les colgaba de los huesos y en algunos, les goteaba sangre.

—No puede ser —exclamó aterrada. Eso jamás había sucedido.

Todo empeoró cuando retumbó en el exterior de la cueva un rugido atronador. Era el de un lobo adulto, cuyas pesadas pisadas hacían temblar el suelo.

Él corría hacia ella.

—¡No! —exclamó asustada.

Si no salía de allí cuanto antes quedaría atrapada. El piso podría ceder por las vibraciones.

Los vampiros se alteraron por la cercanía del depredador. Chillaron todos a la vez abriendo sus grandes y huesudas bocas de filosos dientes.

Alana tuvo que taparse los oídos para no enloquecer por el sonido y corrió hacia el exterior sin ver por donde caminaba y cargando con las dos mochilas.

Los vampiros de pronto recuperaron la movilidad y se apresuraron por abalanzarse sobre ella para devorarla, justo en el momento en que un enorme lobo entraba a la cueva.

Él saltó para pasar sobre la joven y caer encima de aquellos nefastos seres.

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