Maddox odiaba viajar en barco, pero la única forma de llegar a la isla de Sutton era de esa manera.
Por los fuertes vientos que se producían en la zona las avionetas o helicópteros sufrían problemas en el vuelo, ya habían surgido algunas tragedias que obligaron a las autoridades a impedir ese tipo de traslado en esa zona.
Una vez que sus pies tocaron tierra se alejó con rapidez de la embarcación, irritado porque en uno o dos días tendría que subir de nuevo para volver.
El mal humor lo dominó. Se había puesto unos lentes oscuros para ocultar su mirada severa, pero su postura era tan intimidante que los humanos que pasaban por su lado lo esquivaban y bajaban la cabeza para no provocarlo.
—No sabía que los Prescott le temían tanto al agua —se burló Aaron Miller, el representante de la manada de Freddy Browner.
Aaron era un tipo alto y de piel tostada, con los cabellos largos hasta los hombros, el cuerpo ejercitado y habitualmente callado. Por eso Maddox lo observó con una ceja arqueada al escucharlo hablar.
—¿Te dieron cuerda al bajar del barco? —lo pinchó, recibiendo de parte del otro una mirada detestable.
Ambos se odiaban, no podían evitarlo. Eran dos lobos con espíritu alfa atados a manadas donde nunca podrían desarrollar sus potencialidades. Sus frustraciones se mezclaban con sus naturalezas rivales.
Aaron no era familia de los Browner. Veinte años atrás, cuando hubo la última «gran masacre de lobos », toda su manada falleció. Su padre había sido el alfa.
Siendo un niño había visto como fanáticos religiosos entraron a su casa armados hasta los dientes y decapitaron a toda su gente. Aquel trauma lo volvió introvertido y despiadado.
Freddy Browner lo rescató y lo acogió como a un hijo. Lo convirtió en su brazo ejecutor, aunque no le concedió cargos en la manada. Esos estaban destinados para sus hijos gemelos, quienes meses atrás habían cumplido la mayoría de edad.
Como Maddox, Aaron Miller quería marcharse de esa manada y formar la suya. El problema para ambos era que la mayoría de las hembras habían sido asesinadas en la gran masacre.
Las pocas que quedaban estaban destinadas para los alfas y betas actuales según lo acordado por el Consejo de lobos. De esa forma aseguraban la fortaleza y sobrevivencia de las manadas que quedaron en pie.
Ellos no tenían opciones para reproducirse, debían esperar que las niñas que ahora crecían llegaran a la edad adulta para negociarlas.
Con las humanas no podían tener descendencia, solo las usaban para el placer, y las hembras fértiles traían al mundo más machos que a otras lobas. Por eso había tanta escases.
Pretenderlas sin haber logrado una negociación significaría una guerra declarada con la manada y ya muchas se habían eliminado entre sí por una hembra fértil. Por eso el Consejo de lobos había tenido que imponer esa ley.
—A las once de la mañana nos encontraremos con el informante en el restaurante Sutton —avisó con seriedad Aaron y señaló hacia el establecimiento al que hacía referencia, ubicado a la derecha del embarcadero—. Y a las tres de la tarde nos veremos con unos nativos en el lobby del hotel Sutton —completó y señaló hacia su izquierda.
La isla solo tenía un embarcadero, un gran restaurante y un hotel. Todo se llamaba Sutton y todo quedaba a pocos metros de distancia. En ese lugar no debían de vivir más de mil o dos mil personas.
Para Maddox, el patio de la mansión de los Prescott era más grande que esa isla. Tanta cercanía lo hacía sentirse claustrofóbico.
Esperó a que los oficiales nativos registraran a Aaron antes de pasar él, luego tomó su equipaje y salió del lugar en dirección al único hotel que había en la zona.
Caminaba con lentitud para no volver a coincidir con Aaron en la recepción. No soportaba estar tan cerca de ese lobo.
Para dar más tiempo, se dirigió hacia la caminería del embarcadero por el que transitaban vendedores ambulantes, pescadores y turistas.
Sutton era una isla con hermosas playas, muy visitada por gente de dinero que tenía sus propios yates o embarcaciones y amaban realizar pesca deportiva, practicar kayac o solo descansar del ajetreo de las ciudades.
Antiguamente había sido un astillero del ejército, donde se construían enormes barcos, lo que dejó algunas edificaciones históricas que ahora eran usadas como museos que contenían importantes colecciones antiguas que contaban la historia de la isla y arte local.
Y al fondo, se encontraba la montaña Wabaraki, llamada así por la tribu indígena que había habitado la zona hacía cientos de años, que según los folletos turísticos, contaba con una magnífica cascada y era refugio de aves migratorias.
Maddox se detuvo en medio de la caminería y dejó su maletín de viaje en el suelo. Se quitó los lentes oscuros para observar con atención a la montaña.
El sol de la mañana le concedía a la vegetación un brillo particular resaltando sus colores. Creaba un aura a su alrededor como si fuese un halo mágico que aumentaba su belleza.
Como lobo, ese era el tipo de escenario que anhelaba: uno natural y libre. Pensó que quizás, luego de culminar aquella misión, se perdería unas horas en esa montaña para así relajarse antes de subirse de nuevo a un apestoso barco.
Respiró hondo para llenarse con los aromas de aquel lugar, que mezclaba lo marino con los típicos del bosque, hasta que captó uno que llamó su atención.
Era un olor rancio y desagradable, que pretendía opacar a una fragancia dulce y floral que parecía llamarlo.
—¿Qué carajos? —masculló molesto, al no entender el conflicto de aromas.
Avanzó hacia el borde de la caminería en dirección al bosque. Procuraba aguzar el olfato para separar las fragancias y así reconocerlas.
—No… —exclamó con el temor y la rabia anclada en la garganta al reconocer el aroma nauseabundo: era el de la carne putrefacta de un vampiro.
Y la fragancia dulce y melosa, que trataba de sobrevivir sobre aquella podredumbre, era indiscutiblemente el de una hembra. Una loba joven y fértil.
—Maldición —masculló horrorizado y enseguida corrió como alma que lleva el diablo hacia la fuente de aquel aroma transformándose en lobo cuando ya no estuvo a la vita de los humanos.
Esperaba no llegar demasiado tarde.
Alana había logrado abrir la cueva, cerrada al público hacía tantas décadas atrás con unas grandes y gruesas puertas de hierro.Ni los propios habitantes de la zona recordaban cuando habían sido construidas esas puertas, que resultaban tan pesadas que además instalaron un mecanismo automático que ayudaba a moverlas.Pero las bisagras y los engranajes estaban tan oxidados por culpa del tiempo y del clima que hacían un ruido horrible.Ella agradeció estar lejos del pueblo. Aquel sonido alertaría a los humanos que vigilaban el lugar para el clan Barrett. La delatarían, metiéndola en problemas.Una vez pudo tener el acceso despejado fue azotada por un olor desagradable.—Qué asco —exclamó, y se cubrió la nariz con un brazo antes de caminar al interior.Aquella cueva había sido usada en el pasado como entrada a una mina de carbón construida por los colonos asentados en la isla siglos atrás, quienes instalaron el astillero.La abandonaron al toparse con cientos de cadáveres que se hallaban
Alana corrió intentando recordar el camino exacto que había tomado al entrar, así no caía en algún sumidero y quedaba atrapada.Detrás de ella se producía una carnicería terrible. El enorme lobo degollaba a los vampiros con facilidad.En ocasiones giraba para ver la pelea, alumbrándola con mano temblorosa.El lobo era grande y fuerte, con un solo golpe de alguna de sus patas hacía pedazos a dos o tres vampiros a la vez, quienes tenían más apariencia de esqueletos vivientes que de seres infernales.El problema era que cada vez aparecían más. El interior de la cueva sonaba como si al final hubiese ejércitos de esos demonios.Alana no dejó de correr. Tenía que salir de allí. En medio de su carrera a ciegas tropezó con una piedra y cayó al suelo. Al mirar atrás vio a varios vampiros arrastrarse hacia ella con ayuda de sus manos, porque ya no tenían piernas.Se impactó por la imagen y como pudo se puso de pie, pero perdió una de las mochilas. No quiso regresar a buscarla, el miedo comenzó
Alana hervía por la rabia. Se había arriesgado a entrar en aquella cueva atestada de vampiros para conseguir la cantidad de huesos que los africanos le habían solicitado.Y los tuvo en las manos, pero la repentina aparición de aquel lobo de pelaje gris y ojos dorados no solo la había puesto en peligro al agitar a los seres infernales, sino que la hizo perder una de las mochilas.Caminó hacia su camioneta resoplando por la furia. Solo tenía la mitad del pedido, los africanos no negociarían por menos de lo solicitado y a ella le urgía la medicina.No podía entrar de nuevo a la cueva porque había dejado adentro un alboroto sin precedentes y no sabía cuánto tiempo tendría que esperar para que se adormecieran los vampiros. Estaba perdida.Lanzó la mochila en el interior de su vieja Ford de cabina simple y se giró con postura irritada hacia el lobo.Había escuchado sus pasos detrás de ella, sabía que la había seguido. Era hora de retarlo como se lo merecía.Sin embargo, quedó paralizada al
Eric salió del despacho de su padre para dirigirse a la azotea de la mansión, donde tenían una habitación de seguridad repleta de equipos informáticos que controlaban, con ayuda de cámaras de vigilancia y sensores de movimiento y calor, cada rincón de la propiedad.Como lobos que ya habían vivido varios ataques no escatimaban en seguridad.Aunque desde hacía veinte años no sufrían de un problema grave, ahora tenían a un lobo desaparecido y aún no habían descubierto si aquel hecho había sido por voluntad del implicado, quien de pronto decidió alejarse de la manada para convertirse en un lobo solitario, o porque alguien se lo había llevado.También estaban sufriendo ataques a sus empresas en la ciudad. Ya les habían quemado una fábrica de muebles y no esperarían a que destruyeran otra para proteger a la familia.—Eric, tengo que hablar contigo —pidió Casey, su hermana, antes de que él llegara a las escaleras.—Ahora no puedo, debo intentar comunicarme con Maddox.—Solo dame cinco minuto
Para salir del bosque, Alana tomó un camino de tierra lleno de baches y de restos de vegetación. El vehículo en el que viajaban se agitaba con violencia haciendo sonar cada una de sus partes.Maddox estaba seguro que aquel auto no llegaría muy lejos. El motor se quejaba, del techo caía óxido con cada movimiento y cada vez que ella hacía algún cambio de marcha emitía un ruido atronador.Tuvieron que atravesar un río pasando encima de su caudal pedregoso. La camioneta se sacudió tanto que él creyó que se desarmaría encima del agua.—Toma, ponte esto —dijo ella y le lanzó un trapo manchado con grasa.Supuso que se estaba sintiendo intimidada con su cuerpo desnudo, pero eso no le importó. Quería que lo viera así, que se excitara y su deseo por él despertara. Estaba dispuesto a seducirla.—¿Quién eres? —preguntó Maddox.Ella lo observó por el rabillo del ojo un instante antes de fijarse en la vía.—Me llamo Alana. Alana O’Hara. ¿Y tú?—Maddox Prescott. De la manada Prescott de Portland. ¿H
—¿Para qué quieres esos malditos huesos? —preguntó Maddox y subió también a la camioneta.Alana intentaba encender de nuevo el vehículo, pero el motor rugía como un animal lastimado.—No es tu problema.Maddox tomó una vez más la mochila y la sacó por la ventanilla del auto, como si fuese a lanzarla de nuevo.—¡Devuélvemela! —exigió la mujer.—Explícame lo que harás con ellos. ¿Por qué te arriesgaste a entrar en esa cueva para sacar estas cosas? —pidió el hombre con tal severidad que Alana no pudo seguir rebatiendo sus palabras.Se estremeció por el poder autoritario que él emitió.—Si me acompañas a casa, lo verás por ti mismo —respondió la mujer con los ojos empapados en lágrimas.Esa reacción movió unos centímetros el centro de gravedad de Maddox. El dolor que ella reflejó en sus pupilas se clavó en su pecho como si hubiese sido una lanza afilada que traspasaba su corazón.Hizo entrar de nuevo la mochila en el auto y la colocó sobre su regazo tapando su pene ahora erecto.Aquella l
Una vez más cruzaron el río, pero esta vez, a través de un puente porque en la zona de las plantaciones era más caudaloso. Pronto llegaron a una casa de madera clara asentada cerca de sembradíos de maíz.Maddox se fijó que la vivienda estaba rodeada por algunas pocas instalaciones para el resguardo de animales. Era posible que esa familia se encargaba de la cría de cerdos, cabras o algún otro animal de granja, pero solo escuchaba el sonido de gallinas. El resto estaba vacío.Bajó del vehículo en el preciso instante en que la puerta de la casa se abría y salía un chico de unos diez años con síndrome de down.—¡Alana! ¡Alana!Corrió hasta la mujer y se abrazó a la cintura de ella.—Papá no respira.—¡¿Cómo que no respira?! —preguntó alarmada y se apresuró por entrar en la vivienda.El niño se quedó afuera. Cuando vio a Maddox desnudo y tapando sus partes íntimas con la mochila de su hermana, estiró por completo las facciones de su rostro.—¿Quién eres?Él lo saludó algo apenado.—Soy Ma
Alana le facilitó a Maddox un teléfono móvil. Así él logró comunicarse con su padre a través de mensajes de texto para dar señales de vida.Solo le notificó que había llegado bien y pronto comenzaría con su investigación. No le contó nada de la situación que allí ocurría porque no tenía suficientes datos ni de la cueva de vampiros.Si lo hacía debía hablarle de Alana y aún no estaba preparado para esa conversación.Luego de cumplir con su misión esperó a que ella terminara de preparar el postre que le había ofrecido a su hermano y después lo acercara al embarcadero en su camioneta.Necesitaba ropa y zapatos de su estilo y asistir a la reunión que tenía pautada en el restaurante Sutton para esa mañana con el informante.Mientras la loba se encontraba en la cocina con el chico, él se quedó en la sala mirando las fotografías familiares.Vio varias versiones de la mujer desde que era una bebé, eso revelaba que ella había pasado toda su vida con esa gente. Estaba ansioso por saber cómo hab