Alana O’Hara se sentó en una silla junto a la cama de su padre, de esa forma vigilaba su respiración. Tenía miedo de que dejara de hacerlo.
Desde hacía varios años el hombre sufría de una seria enfermedad pulmonar, pero hacía pocos días empeoró de manera considerable y sin motivo aparente.
Su familia no tenía los recursos para darle el tratamiento que requería. Estaban en la quiebra y la isla Sutton, su hogar, no poseía hospitales especializados para que él recibiera la atención necesaria.
Para eso tendrían que viajar a Augusta, la capital de Maine, o a cualquier otra ciudad cercana, pero ahora no podían concederse ese lujo.
El dinero que conseguían solo alcanzaba para la comida diaria y si dejaban la granja, aunque fuese por unas horas, se las destruirían dejándolos en la calle.
Hacía un tiempo les ofrecieron dinero por su granja, pero tan solo eran pocas monedas que no representaban ni la mitad del valor real de esas tierras.
Se negaron a vender, pero ahora delincuentes despiadados pasaban por los campos destruyendo sembradíos solo para molestar a los residentes.
Ellos suponían que eran aliados de la empresa que había querido comprar sus terrenos, quienes buscaban obligarlos a abandonar la isla. Los que se dejaban intimidar y se marchaban, demolían sus casas para evitar que regresaran.
Muchos ya se habían ido al continente hastiados por aquella situación. Su familia se quedaba porque no tenía otro lugar a dónde ir. No tenían nada fuera de esa isla.
—Maldición, ¿dónde está Ryan? —se quejó Alana y miró por la ventana en dirección al camino que llevaba al pueblo.
Luego revisó su teléfono móvil. Esperaba con ansiedad una respuesta.
La puerta se abrió y su hermano menor, Keenan, de doce años, apareció.
—¿Puedo comerme el arroz que quedó?
—Sí —respondió ella, y revisó como por onceava vez los mensajes en su móvil por si se le había pasado alguno.
—¿Y puedo ver televisión hasta que llegue Ryan?
—Sí.
El chico miró con melancolía a su padre, que parecía estar sumido en un profundo sueño.
—Si Ryan no viene, ¿puedo quedarme despierto toda la noche?
Alana respiró hondo y se puso de pie para evaluar el exterior a través de la ventana.
—Él vendrá temprano. Me lo prometió —dijo eso último con la mandíbula tensa.
Ryan estaba empeñado en participar en un grupo de seguridad que organizaban los pocos vecinos que permanecían en la isla, para luchar contra los delincuentes que los azotaban.
Por eso estaba casi siempre afuera, en reuniones y entrenamientos. La dejaba sola con la carga de cuidar de su padre enfermo y de su hermano menor con síndrome de down.
Al escuchar un quejido de su padre, Alana regresó enseguida su atención al hombre.
—¿Estás bien, papá?
Él no respondió. Ver su cuerpo débil, pálido y huesudo sobre la cama le rompía el corazón y la llenaba de odio.
Estaba segura de que su deplorable estado de salud no se debía solo a su enfermedad, sino a algo provocado. Había empeorado en tan solo días.
Al escuchar que un mensaje de texto llegaba a su móvil se sobresaltó y volvió a apartarse hacia la ventana para revisarlo. «Estamos afuera».
El texto la desconcertó. Se trataba de Kurt, el sujeto que le facilitaba la medicina que le daba a su padre, pero ese «estamos» la hacía pensar que no se encontraba solo. Eso le preocupó.
Kurt era un lobo, como ella, pero uno solitario, sin manada. Era un negociador. Vivía de la compra/venta de cosas.
—Quédate con papá. Saldré un momento —indicó a Keenan.
—¿Adónde vas?
—Aquí cerca. No me alejaré de la granja.
Y no lo hizo. Al salir, halló a Kurt semiescondido detrás de los gallineros.
Era un hombre de unos cincuenta años, delgado y de mirada asustada. Hablaba poco y caminaba muy rápido, como si huyera de algo, aunque con una pronunciada cojera. Siempre tenía una mochila llena de objetos sobre su espalda.
—¿Trajiste lo que te pedí? —consultó ansiosa.
Kurt retrocedió hacia la parte trasera del gallinero obligándola a seguirlo, así Alana pudo ver a las dos personas que se encontraban con él.
Se trataba de un hombre y una mujer de piel oscura, con accesorios de madera perforando sus orejas y nariz.
Largos collares de semillas, dientes de animales y conchas marinas colgaban de sus cuellos y vestían ropas de colores brillantes.
—¿Qué pasa?
—Quieren hablar contigo —informó Kurt.
—¿De qué? —preguntó Alana con recelo.
Al no tener medios para llevar a su padre a un hospital negociaba con Kurt una medicina «milagrosa» que él compraba a esos africanos, quienes se habían asentado en la isla años atrás.
Se trataba de un jarabe capaz de regenerar cualquier maltrecho organismo, aunque su efecto solo duraba doce horas.
El problema era que por las complicaciones de salud que el hombre había presentado los últimos días debía consumir una dosis doble. Por eso había acabado el medicamento antes de tiempo.
—Dicen que te darán una medicina más fuerte que sanará por completo a tu padre, pero debes buscar algo para ellos —comunicó Kurt.
—¿Qué necesitan? —quiso saber, interesada.
—Huesos de vampiros —respondió el hombre africano.
La petición la impactó. Conseguir ese botín no era tarea fácil, debía asumir un riesgo muy grande.
—¿Cuándo? —preguntó, dispuesta a intentarlo.
—No puede pasar de mañana —respondió el hombre con una voz gruesa que a ella le heló la sangre.
—¿Qué me darán a cambio? —inquirió envalentonada.
La mujer que lo acompañaba sacó del interior de su vestido un saquito pequeño atado con un cordel.
—Esto no solo lo librará de su mal, sino del veneno que corre por su sangre —habló el africano.
Alana compartió una mirada angustiada con Kurt, aunque él bajó la cabeza demostrando que en esa ocasión no intervendría.
En la isla sospechaban que los hombres que saboteaban los cultivos y destruían las casas contaminaban el agua de los pozos para enfermar a los habitantes que se negaban a marcharse.
Los africanos parecían confirmar esas teorías, ellos debían saber que lo que había empeorado a su padre era un veneno implantado, pero esas personas nunca daban explicaciones. Solo negociaban.
—Lo haré. Mañana a primera hora buscaré esos huesos.
Los africanos se mostraron satisfechos.
—Entonces, vendremos en la noche por ellos —respondió el hombre.
Kurt le dedicó a Alana una mirada llena de advertencias. Ambos sabían del gran peligro que corrían los lobos al entrar en una cueva infectada de vampiros.
Si no estabas entrenado para la pelea, la muerte era segura, y esa loba no estaba preparada para esas situaciones.
Maddox odiaba viajar en barco, pero la única forma de llegar a la isla de Sutton era de esa manera.Por los fuertes vientos que se producían en la zona las avionetas o helicópteros sufrían problemas en el vuelo, ya habían surgido algunas tragedias que obligaron a las autoridades a impedir ese tipo de traslado en esa zona.Una vez que sus pies tocaron tierra se alejó con rapidez de la embarcación, irritado porque en uno o dos días tendría que subir de nuevo para volver.El mal humor lo dominó. Se había puesto unos lentes oscuros para ocultar su mirada severa, pero su postura era tan intimidante que los humanos que pasaban por su lado lo esquivaban y bajaban la cabeza para no provocarlo.—No sabía que los Prescott le temían tanto al agua —se burló Aaron Miller, el representante de la manada de Freddy Browner.Aaron era un tipo alto y de piel tostada, con los cabellos largos hasta los hombros, el cuerpo ejercitado y habitualmente callado. Por eso Maddox lo observó con una ceja arqueada a
Alana había logrado abrir la cueva, cerrada al público hacía tantas décadas atrás con unas grandes y gruesas puertas de hierro.Ni los propios habitantes de la zona recordaban cuando habían sido construidas esas puertas, que resultaban tan pesadas que además instalaron un mecanismo automático que ayudaba a moverlas.Pero las bisagras y los engranajes estaban tan oxidados por culpa del tiempo y del clima que hacían un ruido horrible.Ella agradeció estar lejos del pueblo. Aquel sonido alertaría a los humanos que vigilaban el lugar para el clan Barrett. La delatarían, metiéndola en problemas.Una vez pudo tener el acceso despejado fue azotada por un olor desagradable.—Qué asco —exclamó, y se cubrió la nariz con un brazo antes de caminar al interior.Aquella cueva había sido usada en el pasado como entrada a una mina de carbón construida por los colonos asentados en la isla siglos atrás, quienes instalaron el astillero.La abandonaron al toparse con cientos de cadáveres que se hallaban
Alana corrió intentando recordar el camino exacto que había tomado al entrar, así no caía en algún sumidero y quedaba atrapada.Detrás de ella se producía una carnicería terrible. El enorme lobo degollaba a los vampiros con facilidad.En ocasiones giraba para ver la pelea, alumbrándola con mano temblorosa.El lobo era grande y fuerte, con un solo golpe de alguna de sus patas hacía pedazos a dos o tres vampiros a la vez, quienes tenían más apariencia de esqueletos vivientes que de seres infernales.El problema era que cada vez aparecían más. El interior de la cueva sonaba como si al final hubiese ejércitos de esos demonios.Alana no dejó de correr. Tenía que salir de allí. En medio de su carrera a ciegas tropezó con una piedra y cayó al suelo. Al mirar atrás vio a varios vampiros arrastrarse hacia ella con ayuda de sus manos, porque ya no tenían piernas.Se impactó por la imagen y como pudo se puso de pie, pero perdió una de las mochilas. No quiso regresar a buscarla, el miedo comenzó
Alana hervía por la rabia. Se había arriesgado a entrar en aquella cueva atestada de vampiros para conseguir la cantidad de huesos que los africanos le habían solicitado.Y los tuvo en las manos, pero la repentina aparición de aquel lobo de pelaje gris y ojos dorados no solo la había puesto en peligro al agitar a los seres infernales, sino que la hizo perder una de las mochilas.Caminó hacia su camioneta resoplando por la furia. Solo tenía la mitad del pedido, los africanos no negociarían por menos de lo solicitado y a ella le urgía la medicina.No podía entrar de nuevo a la cueva porque había dejado adentro un alboroto sin precedentes y no sabía cuánto tiempo tendría que esperar para que se adormecieran los vampiros. Estaba perdida.Lanzó la mochila en el interior de su vieja Ford de cabina simple y se giró con postura irritada hacia el lobo.Había escuchado sus pasos detrás de ella, sabía que la había seguido. Era hora de retarlo como se lo merecía.Sin embargo, quedó paralizada al
Eric salió del despacho de su padre para dirigirse a la azotea de la mansión, donde tenían una habitación de seguridad repleta de equipos informáticos que controlaban, con ayuda de cámaras de vigilancia y sensores de movimiento y calor, cada rincón de la propiedad.Como lobos que ya habían vivido varios ataques no escatimaban en seguridad.Aunque desde hacía veinte años no sufrían de un problema grave, ahora tenían a un lobo desaparecido y aún no habían descubierto si aquel hecho había sido por voluntad del implicado, quien de pronto decidió alejarse de la manada para convertirse en un lobo solitario, o porque alguien se lo había llevado.También estaban sufriendo ataques a sus empresas en la ciudad. Ya les habían quemado una fábrica de muebles y no esperarían a que destruyeran otra para proteger a la familia.—Eric, tengo que hablar contigo —pidió Casey, su hermana, antes de que él llegara a las escaleras.—Ahora no puedo, debo intentar comunicarme con Maddox.—Solo dame cinco minuto
Para salir del bosque, Alana tomó un camino de tierra lleno de baches y de restos de vegetación. El vehículo en el que viajaban se agitaba con violencia haciendo sonar cada una de sus partes.Maddox estaba seguro que aquel auto no llegaría muy lejos. El motor se quejaba, del techo caía óxido con cada movimiento y cada vez que ella hacía algún cambio de marcha emitía un ruido atronador.Tuvieron que atravesar un río pasando encima de su caudal pedregoso. La camioneta se sacudió tanto que él creyó que se desarmaría encima del agua.—Toma, ponte esto —dijo ella y le lanzó un trapo manchado con grasa.Supuso que se estaba sintiendo intimidada con su cuerpo desnudo, pero eso no le importó. Quería que lo viera así, que se excitara y su deseo por él despertara. Estaba dispuesto a seducirla.—¿Quién eres? —preguntó Maddox.Ella lo observó por el rabillo del ojo un instante antes de fijarse en la vía.—Me llamo Alana. Alana O’Hara. ¿Y tú?—Maddox Prescott. De la manada Prescott de Portland. ¿H
—¿Para qué quieres esos malditos huesos? —preguntó Maddox y subió también a la camioneta.Alana intentaba encender de nuevo el vehículo, pero el motor rugía como un animal lastimado.—No es tu problema.Maddox tomó una vez más la mochila y la sacó por la ventanilla del auto, como si fuese a lanzarla de nuevo.—¡Devuélvemela! —exigió la mujer.—Explícame lo que harás con ellos. ¿Por qué te arriesgaste a entrar en esa cueva para sacar estas cosas? —pidió el hombre con tal severidad que Alana no pudo seguir rebatiendo sus palabras.Se estremeció por el poder autoritario que él emitió.—Si me acompañas a casa, lo verás por ti mismo —respondió la mujer con los ojos empapados en lágrimas.Esa reacción movió unos centímetros el centro de gravedad de Maddox. El dolor que ella reflejó en sus pupilas se clavó en su pecho como si hubiese sido una lanza afilada que traspasaba su corazón.Hizo entrar de nuevo la mochila en el auto y la colocó sobre su regazo tapando su pene ahora erecto.Aquella l
Una vez más cruzaron el río, pero esta vez, a través de un puente porque en la zona de las plantaciones era más caudaloso. Pronto llegaron a una casa de madera clara asentada cerca de sembradíos de maíz.Maddox se fijó que la vivienda estaba rodeada por algunas pocas instalaciones para el resguardo de animales. Era posible que esa familia se encargaba de la cría de cerdos, cabras o algún otro animal de granja, pero solo escuchaba el sonido de gallinas. El resto estaba vacío.Bajó del vehículo en el preciso instante en que la puerta de la casa se abría y salía un chico de unos diez años con síndrome de down.—¡Alana! ¡Alana!Corrió hasta la mujer y se abrazó a la cintura de ella.—Papá no respira.—¡¿Cómo que no respira?! —preguntó alarmada y se apresuró por entrar en la vivienda.El niño se quedó afuera. Cuando vio a Maddox desnudo y tapando sus partes íntimas con la mochila de su hermana, estiró por completo las facciones de su rostro.—¿Quién eres?Él lo saludó algo apenado.—Soy Ma