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Capítulo 2. Asumir el riesgo.

Alana O’Hara se sentó en una silla junto a la cama de su padre, de esa forma vigilaba su respiración. Tenía miedo de que dejara de hacerlo.

Desde hacía varios años el hombre sufría de una seria enfermedad pulmonar, pero hacía pocos días empeoró de manera considerable y sin motivo aparente.

Su familia no tenía los recursos para darle el tratamiento que requería. Estaban en la quiebra y la isla Sutton, su hogar, no poseía hospitales especializados para que él recibiera la atención necesaria.

Para eso tendrían que viajar a Augusta, la capital de Maine, o a cualquier otra ciudad cercana, pero ahora no podían concederse ese lujo.

El dinero que conseguían solo alcanzaba para la comida diaria y si dejaban la granja, aunque fuese por unas horas, se las destruirían dejándolos en la calle.

Hacía un tiempo les ofrecieron dinero por su granja, pero tan solo eran pocas monedas que no representaban ni la mitad del valor real de esas tierras.

Se negaron a vender, pero ahora delincuentes despiadados pasaban por los campos destruyendo sembradíos solo para molestar a los residentes.

Ellos suponían que eran aliados de la empresa que había querido comprar sus terrenos, quienes buscaban obligarlos a abandonar la isla. Los que se dejaban intimidar y se marchaban, demolían sus casas para evitar que regresaran.

Muchos ya se habían ido al continente hastiados por aquella situación. Su familia se quedaba porque no tenía otro lugar a dónde ir. No tenían nada fuera de esa isla.

—Maldición, ¿dónde está Ryan? —se quejó Alana y miró por la ventana en dirección al camino que llevaba al pueblo.

Luego revisó su teléfono móvil. Esperaba con ansiedad una respuesta.

La puerta se abrió y su hermano menor, Keenan, de doce años, apareció.

—¿Puedo comerme el arroz que quedó?

—Sí —respondió ella, y revisó como por onceava vez los mensajes en su móvil por si se le había pasado alguno.

—¿Y puedo ver televisión hasta que llegue Ryan?

—Sí.

El chico miró con melancolía a su padre, que parecía estar sumido en un profundo sueño.

—Si Ryan no viene, ¿puedo quedarme despierto toda la noche?

Alana respiró hondo y se puso de pie para evaluar el exterior a través de la ventana.

—Él vendrá temprano. Me lo prometió —dijo eso último con la mandíbula tensa.

Ryan estaba empeñado en participar en un grupo de seguridad que organizaban los pocos vecinos que permanecían en la isla, para luchar contra los delincuentes que los azotaban.

Por eso estaba casi siempre afuera, en reuniones y entrenamientos. La dejaba sola con la carga de cuidar de su padre enfermo y de su hermano menor con síndrome de down.

Al escuchar un quejido de su padre, Alana regresó enseguida su atención al hombre.

—¿Estás bien, papá?

Él no respondió. Ver su cuerpo débil, pálido y huesudo sobre la cama le rompía el corazón y la llenaba de odio.

Estaba segura de que su deplorable estado de salud no se debía solo a su enfermedad, sino a algo provocado. Había empeorado en tan solo días.

Al escuchar que un mensaje de texto llegaba a su móvil se sobresaltó y volvió a apartarse hacia la ventana para revisarlo. «Estamos afuera».

El texto la desconcertó. Se trataba de Kurt, el sujeto que le facilitaba la medicina que le daba a su padre, pero ese «estamos» la hacía pensar que no se encontraba solo. Eso le preocupó.

Kurt era un lobo, como ella, pero uno solitario, sin manada. Era un negociador. Vivía de la compra/venta de cosas.

—Quédate con papá. Saldré un momento —indicó a Keenan.

—¿Adónde vas?

—Aquí cerca. No me alejaré de la granja.

Y no lo hizo. Al salir, halló a Kurt semiescondido detrás de los gallineros.

Era un hombre de unos cincuenta años, delgado y de mirada asustada. Hablaba poco y caminaba muy rápido, como si huyera de algo, aunque con una pronunciada cojera. Siempre tenía una mochila llena de objetos sobre su espalda.

—¿Trajiste lo que te pedí? —consultó ansiosa.

Kurt retrocedió hacia la parte trasera del gallinero obligándola a seguirlo, así Alana pudo ver a las dos personas que se encontraban con él.

Se trataba de un hombre y una mujer de piel oscura, con accesorios de madera perforando sus orejas y nariz.

Largos collares de semillas, dientes de animales y conchas marinas colgaban de sus cuellos y vestían ropas de colores brillantes.

—¿Qué pasa?

—Quieren hablar contigo —informó Kurt.

—¿De qué? —preguntó Alana con recelo.

Al no tener medios para llevar a su padre a un hospital negociaba con Kurt una medicina «milagrosa» que él compraba a esos africanos, quienes se habían asentado en la isla años atrás.

Se trataba de un jarabe capaz de regenerar cualquier maltrecho organismo, aunque su efecto solo duraba doce horas.

El problema era que por las complicaciones de salud que el hombre había presentado los últimos días debía consumir una dosis doble. Por eso había acabado el medicamento antes de tiempo.

—Dicen que te darán una medicina más fuerte que sanará por completo a tu padre, pero debes buscar algo para ellos —comunicó Kurt.

—¿Qué necesitan? —quiso saber, interesada.

—Huesos de vampiros —respondió el hombre africano.

La petición la impactó. Conseguir ese botín no era tarea fácil, debía asumir un riesgo muy grande.

—¿Cuándo? —preguntó, dispuesta a intentarlo.

—No puede pasar de mañana —respondió el hombre con una voz gruesa que a ella le heló la sangre.

—¿Qué me darán a cambio? —inquirió envalentonada.

La mujer que lo acompañaba sacó del interior de su vestido un saquito pequeño atado con un cordel.

—Esto no solo lo librará de su mal, sino del veneno que corre por su sangre —habló el africano.

Alana compartió una mirada angustiada con Kurt, aunque él bajó la cabeza demostrando que en esa ocasión no intervendría.

En la isla sospechaban que los hombres que saboteaban los cultivos y destruían las casas contaminaban el agua de los pozos para enfermar a los habitantes que se negaban a marcharse.

Los africanos parecían confirmar esas teorías, ellos debían saber que lo que había empeorado a su padre era un veneno implantado, pero esas personas nunca daban explicaciones. Solo negociaban.

—Lo haré. Mañana a primera hora buscaré esos huesos.

Los africanos se mostraron satisfechos.

—Entonces, vendremos en la noche por ellos —respondió el hombre.

Kurt le dedicó a Alana una mirada llena de advertencias. Ambos sabían del gran peligro que corrían los lobos al entrar en una cueva infectada de vampiros.

Si no estabas entrenado para la pelea, la muerte era segura, y esa loba no estaba preparada para esas situaciones.

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