La noche comenzaba a descender con sigilo. Una noche sin luna que se hacía más fría y desolada. Le habría gustado un poco más de luz o que hubiera luna llena, así podría ver mejor hacia dónde se dirigían. Un pequeño pueblo de calles estrechas y de una sola vía los recibió, pronto estuvo frente a la iglesia que quedaba en la plaza lugar, un centro comercial a unos metros de distancia y la jefatura civil quedaban alrededor. Al menos sería difícil perderse en ese pueblo. Al pasar del centro de la ciudad, la última parada era al salir del pueblo, una gasolinera de veinticuatro horas.
—Si quieres algo de comer podemos comprar para llevar en el restaurante. Coloco gasolina y nos vamos —dijo mientras desataba por completo el nudo de la corbata y la tiraba en el asiento trasero junto con su chaqueta.
Suspiró mientras retorcía las manos en el vestid
Decir que Katherine pudo conciliar con el sueño era un absurdo. En primer lugar: porque no era su cama; segundo: tampoco era su casa, todo resultaba no solo nuevo y desconocido, sino absurdo; tercero: no confiaba en un desconocido y cuarto: seguía buscándole cabeza a lo que no tenía ni cuerpo, quizás esperando no haber errado en su decisión. Pudo seguir enumerando muchos de los factores por los que estuvo despierta casi toda la noche, pero se resistió a seguir en ese plano. Ya lo hecho hecho estaba y no servía de nada el arrepentimiento.«¡Demonios!». Ni siquiera sabía si quería permanecer allí, tan cerca de ese lobo con piel de cordero, sin duda era peligroso, sobre todo cuando estaba demasiado cerca de ella, se sentía extraña en el buen sentido y eso no le gustaba mucho.La última discusión que sostuvo con su padre, le termin&oa
El ser una desconocida ante todos, le incomodó. La convertía en el centro de atención, aun cuando resultase excitante para algunos, en ella los efectos eran contrarios, por lo que llegar a las caballerizas le proporcionó una huida práctica y conveniente para dejar de sentirse observada y a la vez, siendo tan complacida por rostros sonrientes y asentimientos de aceptación como la señora de la casa. ¡Ash!, esa palabra era tan perturbadora como la otra y se encontró dando vuelta al anillo en su dedo de manera inconsciente y soltando un respiro de resignación.—¡Buenos días! —La voz de un hombre la exaltó.—Buenos días —respondió girándose para quedar de frente con quien la saludaba.Era alto y delgado, con unos hermosos ojos cafés, perfilado y de piel olivácea que adjudicó al sol, vestía pantal&oa
El almuerzo pronto estuvo listo, así que era el momento de muestras de afecto frente a los empleados de la casa al menos. Por el momento, se pudo distraer con la pequeña bola de pelos que encontró esa mañana en su puerta. Necesitaba ponerle un nombre, eso era necesario en verdad. Primero debía preguntarle a Daniel si no tenía uno.—Marina puedo ayudarla si desea —dijo a la mujer que, aunque mayor se desenvolvía muy bien en la cocina y de la cual había degustado su buena sazón al momento del monumental desayuno.—No. Por Dios señora, tranquila mi sobrina se encargará de eso.—Solo dígame Katherine. Marina, es que ya sabe que no me acostumbro —solicitó.—Lo siento —se disculpó la mujer.—No se preocupe… —hizo una pausa antes de agregar—: No sabía que trabajaba una sobrina suya aqu&
Pasaron varios días desde que Katherine y Daniel se casaron, en más de una ocasión ansió llamar a su casa y saber de su padre o hablar con Anna, mas, su orgullo siempre prevaleció, no iba a declinar acerca de alejarse de su padre. La última conversación que hubo entre ella y Guillermo Deveraux le permitió dejar en claro que una vez casada ya no tendría nada que ver con él, en ese momento le pareció ver en el rostro de su padre atisbos de dolor y pena, tal vez era posible eso que creyó ver en él, pero como era asiduo, se volteó quitándole la mirada, centrándose en el jardín que quedaba tras la ventana de su estudio. ¿Cómo podía su padre seguir siendo tan frío con ella? ¿Aún no entendía como su estúpido corazón seguía queriéndolo y suplicando por un poco de su cariño? No se supone que un hijo deba rogar por amor de parte de su progenitor. Respiró profundo y soltó con suavidad el aliento, conteniendo su dolor y su rabia. En eso siempre consistió su relación, una constante tira y encoge,
Daniel miró el cigarrillo y le dio otra calada, sentía que faltaba a la promesa. No obstante, necesitaba calmar la ansiedad. Necesitaba callar las voces en su cabeza y tras recordar aquella escena, volvió a sentirse culpable, porque el deseo no había desaparecido. —Prometiste que no fumarías más. —Aquella voz demandante y acusadora a la vez, lo hizo sobresaltarse. Por un momento pensó que estaba en su cabeza. «Así de grave se encontraba, a veces la alucinaba». —No, no te has vuelto loco aún —le dijo con su tono sarcástico—. Tampoco estás que te caes de lo borracho. Entonces subió la cabeza y se encontró con la irreverente de su esposa, siempre dispuesta a una discusión. Sonrío y levantó una de sus cejas mientras le daba otra calada a su cigarro, para tirarlo al suelo y apagarlo con la punta de su bota. —Te hacía dormida —argumentó mirándola a medias, gracias a la poca luz que había. —Disfrutaba de la noche hasta que apestó como mapurite, no podía ser nadie más si no tú, querido —
Katherine lo miró analizando las opciones que tenía y debatiéndose entre su propia necesidad de tenerlo cerca, de estar con él; algo que se sobrevaloró una vez que miró sus ojos azules esperando por una respuesta con un extraño clamor de esperanza y anhelo. Aunque estuvo rehuyendo de ese sentimiento de querer adentrarse en el mundo perdido de aquel hombre que se debatía entre él mismo y las emociones en su interior, lo cierto era que le estaba resultando cada día más fácil la convivencia, ya sus discusiones no eran en el tono de discusiones, más se asemejaban a bromas pesadas entre dos personas que usaban el sarcasmo, intentando acoplarse en esa convivencia forzada. —No puedes comenzar diciendo sí a sus peticiones —masculló para sí misma. —¿Dijiste algo? —inquirió Daniel. Ella permaneció en silencio mirando la noche como si le solicitara permiso—. Bien, si Mahoma no va a la montaña, la montaña irá a Mahoma —anunció él. —No… —gritó nerviosa—. Ni se te ocurra, subir. Ya bajo. —Tienes
Katherine continúo admirando el obsequio como si en su vida, nadie la hubiera agasajado, quizá se debía a que hace un tiempo que los regalos dejaron de emocionarla como esa guitarra. —Te la has ganado —le anunció con una genuina sonrisa. —¡Perdón! —dijo él confuso y sorprendido. —¿Qué más, tonto? La canción —añadió torciendo la mirada—. Te advierto, solo una y la que yo quiera. Daniel asintió sonriendo, entonces la joven se acomodó y se dispuso a afinar la guitarra antes de comenzar a tocar una de su preferencia. Mientras que duró la canción, él solo llegó a contemplar a la Katherine que parecía emerger de lo más profundo. Una más apasionada, más natural, sencilla y sin máscaras. Una chica que sin duda era digna de admirar. Esta mujer podía no solo meterse en su cabeza al límite de hacer cosas de las que antes no era capaz, sino que podía arrastrarlo con ella y hacer que olvidara todo el caos de vida que tenía. Era simple, ya no existía la pugna entre él y sus sentimientos. Sentirs
ebía alejarla…, debía alejarla. Todo el día lo pensó y mientras más lo hacía, más seguro estaba de que era lo correcto. Y después de escucharla cantar esa canción, supo que ella era todo lo que alguien quisiera tener y que, su deseo más grande era vivir un amor que él no podía darle. ¿Podía él hacer feliz a alguien en verdad? ¿Podría ser capaz de amar a otra mujer sin que esta huyera u optara por alguien más? ¿Podría hacerlo sin perder una vez más su corazón en el intento? «No, por supuesto que no lo haría. Al menos no sin perder algo más que su corazón». Hace tiempo que se había alejado de esa utópica idea mal concebida, llamada amor. Ese sentimiento evidenciaba lo vulnerables, dependientes y egoístas que podían ser las personas. Solo era una excusa que utilizaba el hombre para recrearse y fabricar una especie de realidad paralela al mundo que le tocaba vivir. Resultaba la manera más infame de arrastrar a otro a la inmundicia de autocompasión en la que podía volverse el simple hech