A veces, la vida se ensaña con una precisión quirúrgica. Como cuando pierdes el trabajo un martes, te deja tu novio un miércoles y el jueves te das cuenta que ni el pantalón de “emergencia” te sube porque tu tiroides decidió jugar al sabotaje hormonal.
El despertador sonó antes de que pudiera caer en un sueño profundo. Dormí a pedazos, con el pecho pesado, la mente agotada y una sensación incómoda de anticipación clavada entre los hombros. Pero aun así me levanté.
La casa estaba en silencio, y por un momento deseé que alguien me deseara suerte. Pero no. Solo yo, mi reflejo, y el nuevo día esperándome con los brazos cruzados.
Me duché. Me peiné. Elegí con cuidado una blusa que me encantaba, pero que siempre dudaba en usar porque marcaba demasiado. La dejé a un lado. Después la tomé de nuevo.
Ahí estaba yo.
Los pensamientos negativos me hicieron recordar otra cosa. Algo que había tratado de enterrar durante meses:
—Miguel, esto no es mi labial —le dije una noche, sosteniendo su camisa manchada entre mis manos temblorosas. Él apenas levantó la vista del teléfono.
—Estás paranoica, María —respondió con una sonrisa que me hizo sentir ridícula. Y como siempre, dudé de mí antes que de él. Guardé silencio, creyendo que era mejor ignorarlo. Pero aquella sonrisa, aquella indiferencia... ahora sabía que eran señales. Señales que elegí no ver.
—Hoy no. Hoy es sobre mí, no sobre él —me prometí con firmeza.
Recordé a Lore, riéndose, burlándose de Miguel como una leona que cuida a su manada. “Tú no naciste para encajar, naciste para sobresalir”, me había dicho.
Y aunque en ese momento no lo creí del todo, hoy… decidí actuar como si fuera cierto.
El Uber llegó puntual. Me deslicé en el asiento trasero sintiendo el frío cuero contra mis piernas. En cuanto el auto arrancó, mantuve la mirada fija en mi teléfono, revisando obsesivamente mi currículum y las notas que había preparado. No me atrevía a mirar por la ventana. El simple pensamiento de volver a ver a Miguel, quizás en la cafetería de la esquina o cruzando alguna calle, tal vez aún con ella, hacía que mi estómago se contrajera dolorosamente.
—¿Segura de ir a MEGACORP? Dicen que el CEO es un tipo frío… hasta con su hija —comentó de pronto el conductor, un hombre mayor con bigote canoso.
—¿Hija? —pregunté, intrigada a pesar mío.
—Sí. Una niña pequeña. La veo pasar seguido. Siempre sucia, como abandonada. Rara la historia. Dicen que la madre… bueno, que ya no está.
Sus palabras se quedaron colgadas en el aire. Algo dentro de mí se inquietó, pero decidí no darle más vueltas.
Llegué con tiempo de sobra. Treinta minutos antes, para ser exacta. Revisé el celular mil veces, como si el reloj pudiera traicionarme o el universo estuviera buscando otra excusa para echarlo todo a perder.
Y entonces lo vi.
El edificio.
Imponente, brillante, como una torre que guarda secretos y oportunidades a partes iguales. "MEGACORP", decía el letrero. De solo mirarlo me latía el corazón con fuerza.
Pagué el viaje y salí con piernas temblorosas pero paso decidido. Aún faltaban cuarenta minutos para la entrevista. Siempre había preferido llegar con tiempo de sobra para calmar mis nervios y observar el ambiente, algo que Lore llamaba "mi ritual de reconocimiento del terreno".
Mi teléfono vibró con un mensaje suyo: "¡Destrózalos! Recuerda: tú eres la entrevista que ellos necesitan pasar". Sonreí por primera vez en lo que parecían siglos.
Respiré hondo. Arreglé mi blusa. Me pasé los dedos por el cabello y, cuando me encaminaba hacia la entrada, escuché voces. Gritos, más bien.
—¡Oye, niña! ¡Mira lo que hiciste! ¿Estás loca?
Una pequeña, de no más de cinco años, estaba en la entrada. Tenía el vestido lleno de tierra y hojas, y estaba claramente asustada. Tres mujeres —jóvenes, perfectamente peinadas, con ropa entallada y tacos de aguja— la rodeaban con caras de desagrado, como si la niña hubiera arruinado sus vidas.
Me detuve.
No sabía quién era, ni qué hacía ahí, pero esa niña… se parecía demasiado a como yo me había sentido toda mi vida: fuera de lugar, juzgada por el simple hecho de existir.
Y no podía quedarme quieta.
Me acerqué sin pensarlo. Las tres mujeres, que parecían sacadas de una pasarela más que de una entrevista, tenían la expresión crispada, como si estuvieran a punto de llamar a seguridad solo por tener a una niña con tierra cerca de sus tacos de diseñador.
—¿Qué pasa aquí? —pregunté, deteniéndome junto a ellas.
Una de ellas me miró de arriba abajo con una ceja arqueada.
—Esta mocosa casi me tira al suelo. Está toda sucia, ¿viste cómo dejó mi cartera? —se quejó, agitando un bolso que probablemente costaba más que mi arriendo mensual.
—Es una niña —respondí con calma, conteniendo la rabia—. ¿De verdad están gritando así por un poco de tierra?
Otra rió por lo bajo y me miró con burla.
—¿Es tu hija? Digo… tiene tu estilo.
Sentí el golpe en el estómago, pero no les di el gusto de verme quebrar.
—No, no es mi hija. Pero si lo fuera, al menos sabría que no está creciendo rodeada de adultas que actúan peor que ella.
La tercera frunció los labios y resopló, dándose vuelta.
—Ay, qué pérdida de tiempo.
Se alejaron bufando. Entonces, la niña corrió hacia mí y me abrazó con fuerza, manchando mi blusa. Me agaché, limpiándola con toallitas húmedas. Y ahí lo vi: un moretón oscuro en su brazo.
—¿Te caíste? —le pregunté suavemente. Ella solo me miró, asustada.
—¿Estás bien? —insistí, sintiendo que algo no estaba bien.
La pequeña retrocedió, dio media vuelta y corrió hacia el edificio, desapareciendo detrás de las puertas automáticas. Me quedé inmóvil, inquieta.
Suspiré, revisé mi celular: faltaban quince minutos para la entrevista.
Lo que no sabía era que, desde el segundo piso del edificio, alguien me había estado observando todo este tiempo. El CEO de MEGACORP, con una expresión indescifrable, apartó lentamente la cortina de la ventana.
Entré al edificio con paso firme, o al menos lo intenté. Por dentro, mi estómago era un revoltijo de nervios, pero mi cara… mi cara decía: "yo puedo con esto".El problema es que MEGACORP parecía más un aeropuerto que una oficina. Era enorme. Frío. Elegante. Con recepcionistas perfectas que apenas te miraban si no tenías tacos o un apellido compuesto.—Hola, tengo una entrevista para el puesto de secretaria ejecutiva —le dije a la mujer del mesón, con mi mejor voz profesional.Ella tecleó algo sin levantar la vista.—Piso 27. Oficina 13-B.—¿Y cómo llego al ascensor?—Al fondo, a la derecha —respondió, ya atenta a otra persona.Caminé como si supiera exactamente a dónde iba. Pero el ascensor al fondo a la derecha… daba a un pasillo. El pasillo a otro hall. El hall a otro ascensor que pedía una tarjeta que no tenía. Diez minutos después, estaba oficialmente perdida en uno de los edificios más importantes de la ciudad. Y empezando a sudar.Cuando finalmente di con el bendito ascensor co
Decidí no tomar transporte. Quería caminar. Necesitaba sentir el suelo bajo mis pies. Quemar el nudo en la garganta, el cansancio, la vergüenza. Cada paso era un intento de sacudirme la tristeza.El cielo ya estaba gris cuando doblé en mi calle. Estaba agotada, con los pies adoloridos y las ideas hechas polvo.Y entonces lo vi.Primero, con una ingenuidad desesperada, pensé que me había equivocado de lugar. Que había girado en la calle incorrecta, que el cansancio me había desorientado hasta llevarme a un edificio similar pero no el mío. Tenía que ser eso.Pero no. Las cajas. Mis maletas. Mis cosas… ahí, tiradas fuera del edificio.Como basura abandonada.—No, no, no... —las palabras escapaban de mis labios como una plegaria inútil, como si pudiera revertir la realidad con mi negación.Mi corazón se detuvo un segundo. Me acerqué con pasos torpes, incrédula, buscando una explicación lógica. Alguna broma. Un malentendido.Algo. Por favor, algo.Ahí estaba mi bolso de maquillaje, el que
Desde la oficina de dirección, el edificio parecía otro universo. Alto, perfecto, ordenado. Todo exactamente donde debía estar. Y yo, como siempre, en el centro de ese orden. Imperturbable. Infalible. En absoluto control.Al menos eso creí hasta que la vi a ella.Desde la ventana observé a una mujer arrodillada, calmando a una niña que nadie más quiso tocar. Una niña cubierta de tierra, temblando, pequeña, vulnerable.Mi niña. Mi hija. La pequeña que secretamente representaba la única fisura en mi armadura impenetrable.Alrededor de ellas, otras mujeres permanecían erguidas, impecables y frías, muñecas caras demasiado preocupadas por manchar sus vestidos. Altivas, distantes, más pendientes de la suciedad en sus zapatos que del llanto de una niña.Pero ella… ella era diferente.No dudó, no vaciló, no buscó aprobación ni validación en miradas ajenas. Simplemente la sostuvo, la abrazó. Le habló con una suavidad que, aun desde la distancia, me resultó desconocida. Algo en mi pecho se agit
Nunca imaginé que terminaría en el asiento de un auto lujoso, junto a un CEO que parecía sacado de una novela, escuchando la propuesta más absurda —y aterradora— de mi vida.Un contrato de matrimonio.No pude evitar reír, aunque fue más un suspiro nervioso que otra cosa. Lo miré de reojo. Él no sonreía. Hablaba en serio.—¿Estás… estás bromeando? —pregunté, esperando que lo estuviera. Que todo fuera una especie de prueba extraña, un test de personalidad de esos que solo los ricos entienden.Pero no. Su mirada era firme. Inquietantemente serena. Como si lo que acababa de decir fuera tan normal como ofrecerme un café.Mi corazón latía con fuerza. Sentía las palmas húmedas.—No puedo aceptar eso —dije, al fin. Mi voz temblaba un poco, pero estaba segura. Lo estaba.—¿Por qué? —preguntó, sin molestarse. Más confundido que otra cosa.Respiré hondo.—Porque no vine aquí para casarme con nadie. Quiero que me contraten por lo que sé hacer, no por… no sé, algún capricho tuyo o por esta conexió
Me llamo Esteban y soy el primo de Alejandro, del CEO que me trata como un empleado más, a pesar de ser familia.Apenas salí de la oficina de esa mujer, mi rostro se crispó de rabia.¿¿Ella?? ¿En serio? ¿La misma que acabo de confundir con personal de limpieza?La famosa María Araya. La misma que, según todos los susurros en las sombras de MEGACORP, iba a convertirse en la esposa de Alejandro.Me pasé una mano por el cabello, frustrado. Había metido la pata, sí, pero lo que realmente me molestaba era otra cosa. Todo debía haberse encaminado hacia otra dirección. Lucía, la bella Lucía, esa rubia despampanante y sexy, debía haberlo conquistado, envolverlo en su telaraña de seducción calculada y cerrar el trato. Así lo habíamos planeado.Chasqueé la lengua, caminando por el pasillo mientras masticaba mis pensamientos como chicle viejo. Y entonces, la vi.Lucía. Sabía que andaba de novia con otro tipo, un tal Miguel, pero eso, para nosotros, nunca fue un impedimento.Estaba de espaldas, o
Miraba la taza de café enfriarse entre mis manos. El silencio del departamento, apenas roto por el tic-tac obstinado del reloj de pared, parecía anunciar lo inevitable. No fue sorpresa cuando Miguel habló, pero dolió igual.—No puedo seguir así, María. Una relación es de dos, y dos significa mitad y mitad. Llevo meses cargando con todos los gastos mientras tú... mientras tú sigues enviando currículums sin resultados.No dije nada. No enseguida. Su tono era frío, meticulosamente ensayado. Casi lo podía imaginar practicándolo frente al espejo, con esa misma postura, ese mismo suspiro indiferente.Lo miré, buscando en sus ojos alguna fisura. Una mínima señal de duda. Pero no. Solo había frialdad. Solo cálculo.—¿Y el amor? —pregunté, aferrándome con torpeza a los últimos hilos de esperanza.Suspiró como quien se quita de encima una carga vieja y molesta.—Esto ya no es amor. Hace tiempo que no lo es. Y tú lo sabes.Sí. Lo sabía. Lo había sabido desde hacía meses. Las miradas furtivas a s
—No voy a ir, Lore. Cancela tú la entrevista, por favor. Inventa que me morí. Que me convertí en monja. Que me tragué un alfajor entero y me perdí en una dimensión paralela. Lo que quieras.Estaba hecha un ovillo en el sofá de Lore, con un moño mal hecho en la cabeza, envuelta en una manta que olía a helado de chocolate y derrota. Mis ojos estaban hinchados, y mi autoestima, en cuidados intensivos. Loreto, en cambio, brillaba como recién salida de una clase de pilates con Beyoncé.Ella me miró en silencio por unos segundos, cruzando los brazos sobre su polerón deportivo ajustado, como si estuviera evaluando qué tanto drama toleraría ese día.—¿Y por qué no vas? —preguntó al fin, sentándose a mi lado con una taza de té y una mirada que mezclaba ternura y amenaza pasiva-agresiva.—Porque… —suspiré, sintiéndome estúpida incluso antes de decirlo— porque estoy cansada de que me digan que no. De entrar a una sala y ver cómo sus ojos se clavan en mi cuerpo antes que en mi currículum. De comp