XLV Prisionera

La madre de Alessa sacó otro pañuelo de su bolso mientras intentaba retener lo que el médico decía. Había empezado a llorar cuando le comunicaron del despertar de su hija. ¡Un milagro! ¡Un milagro había ocurrido! Ahora, luego de los exámenes que le habían hecho, sentía que el milagro no estaba completo, que no había rezado lo suficiente. Su hija estaba consciente, pero no estaba allí, sólo su cuerpo. Ya no veía a su Alessa a través de esos ojos que ni siquiera parpadeaban. Qué ilusa había sido al creer que con despertar se acabaría la pesadilla y ella volvería a estar sana.

El estado de Alessa era tal que lo único que hacía por su cuenta era respirar. Ni moverse, ni comer, menos hablar.

—¡¿Me está diciendo que mi hija de veintiseis años es como un bebé?!

—No, señora —aclaró el médico—. Un bebé puede llorar para comunicarse y con el tiempo aprenderá a hacerlo de otra manera. No es el caso de su hija.

—¿Pero se recuperará? —preguntó Florencia, que tenía cogida una mano de su madre—. Co
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