—Alessa, estás despedida.
La fatídica noticia fue lo primero que recibió de su jefe por la mañana. Y ella que le había dado los buenos días.
—¡¿Por qué?!
El hombre rompió en carcajadas, aferrándose el vientre mientras ella tomaba asiento frente a su escritorio. Estaba hiperventilando.
—¿Sabías que, cuando te asustas, tus pezones se endurecen?
Cuando se asustaba, cuando se enojaba, cuando corría el viento, cuando le daba calor, cuando hablaban de ellos...
—Eres un degenerado, Anton. Voy a renunciar.
Las risas se intensificaron y resonaron por la acústica del lugar. Estaban en el subsuelo, piso menos uno, también conocido como la madriguera, el hogar de los topos de empresas IABOSCH, líderes en tecnología. Alessa era un topo y con mucho orgullo: menos gente, menos reglas y libertad creativa, aunque su jefe directo fuera un patán.
Tampoco tenía moral para juzgarlo cuando bien sabía que a ella le gustaba provocar. Provocaba incluso cuando no se daba cuenta que estaba provocando y ser atractiva no ayudaba. Intentaba vestirse de manera más conservadora, no tan llamativa, pero tampoco le resultaba. Cuando un incendio se desataba, no había forma de controlarlo.
Fue a su oficina y se miró la blusa. Debía conseguir brasieres más gruesos o usar blusas más holgadas. Intentó no pensar en ello. Encendió la computadora. Las letras azules que aparecieron en la pantalla le recordaron a sus bragas. Había tocado fondo, eso creía. Le habían llegado de vuelta las bragas que había perdido quién sabía dónde y de parte de un completo extraño. Apenas y había podido dormir pensando en el misterioso asunto. Ella culpaba al abrigo y ese aroma irresistible. Era como combustible para ella, un montón de paja seca.
Paja... Ya quería llegar a casa para acariciar la prenda, y acariciarse con él.
Alguien aplaudió en su oído y se sobresaltó. Era Jean, su compañero.
—Te estaba hablando y estás en las nubes. ¿En qué piensas? —Los ojos del hombre se desviaron inevitablemente a la blusa y tragó saliva.
Sus pezones erguidos apuntaban con ímpetu hacia el cielo. Eran unos delatores, no respetaban la privacidad de su mente.
—En cambiarme el nombre y huir a otro país. Y hacerme cirugía plástica.
—¿Robaste un banco?
—Todavía no.
—Avísame cuando vayas a hacerlo, me gustaría ser tu cómplice.
Ahora fue Alessa quien tragó saliva. No pudo evitar malpensar y sus pezones lo sabían. Encendió el aire acondicionado.
—¿Supiste el chisme? Harán una nueva división. Al parecer, al hijo pródigo del gran jefe empezó a interesarle el negocio y quiere competir con su hermano. Reorganizarán a los empleados, es la gran cisma de IABOSCH, al menos de la división de investigación y desarrollo.
—Yo me quedo con Francesco —dijo Alessa.
—No decidiremos nosotros. Tal vez hagan un sorteo o lo hagan por especialidad. Los dos somos diseñadores. Nos separarán, Ale. —Le cogió la mano.
Alessa quiso llevar la de él hacia sus pezones endurecidos. Intentó ignorar el cosquilleo en el estómago. Tenía reglas y la primera era no involucrarse con nadie del trabajo. Y quería cuidarlo porque ya había tenido que cambiar cinco veces de trabajo en el año por romper las reglas.
—Seremos enemigos —agregó él.
Las risas de Alessa diluyeron la tensión sexual.
—Déjense de arrumacos ustedes dos y empiecen a trabajar —los regañó el jefe.
Ambos se apartaron y se dedicaron a sus tareas.
〜✿〜
El comedor de la empresa estaba en el cuarto piso. Alessa iba hasta allí dependiendo de lo que había de postre. Solía traer comida desde su casa. En la madriguera tenían refrigerador, microondas y así se las arreglaban.
El postre de hoy era mousse de chocolate. Augusto le había prohibido comer chocolate, por considerarlo un potencial estimulante.
Augusto se podía ir al diablo, Alessa entró y fue por su mousse. La fila era larga, el postre tenía sus admiradores. Debía ser bastante bueno, la espera la llenaba de expectativas, la ansiedad asomaba su lengua de serpiente.
Cuando por fin lo tuvo entre las manos, sólo con el aroma le vinieron escalofríos.
Y sus pezones lo sabían.
No aguantó a llegar a su oficina y empezó a comerlo mientras esperaba el ascensor. Subió, estaba vacío y pudo seguir disfrutando del íntimo momento entre su postre y ella. Lamía la cuchara como si quisiera seducirla. Y la cuchara le respondía entregándole chocolate.
La textura etérea y liviana del mousse la hizo pensar en que se comía una nube. Una esponjosa, blanca y sensual nube. El placer sutil era como el de un beso, suave, dulce y cautivador. Deseaba unos labios sobre los suyos, labios hechos de nubes en un cielo azul, tan azul como sus bragas, como los ojos del hombre que se las había devuelto. ¿Cuánto tiempo las habría tenido en el bolsillo? ¿En qué estaría pensado? ¿Habría sentido algo parecido a lo que ahora sentía ella? Cerró los ojos unos instantes para gozar de todas esas sensaciones.
El ascensor se detuvo. Alguien subió.
Y aquel perfume invadió sus calientes pensamientos.
Alessa abrió los ojos y se encontró con el hombre de los ojos azules. Y estaba vistiendo el mismo abrigo negro y largo que le había dado la noche anterior, el mismo con el que ella había estado retozando y que en este momento debía estar en su cama, esperándola.
El cerebro, sobrecalentado, se le apagó. Sin conexiones lógicas, sin explicaciones, sin cerebro, no pudo moverse. Apenas respiraba. Pasmada, como un conejo deslumbrado en la carretera, así estaba ella, mientras el aire dentro del ascensor hervía.
El hombre acortó la distancia y le pasó el índice derecho por sobre los labios enchocolatados. Luego lo llevó a su propia boca y lo chupó.
El ascensor volvió a detenerse y, cuando Alessa recuperó sus funciones vitales, el hombre ya se había ido, pero su perfume la seguía embriagando y los labios y todo el cuerpo le cosquilleaban, suplicando por alivio.
—¡Augusto, te necesito! —decía Alessa al teléfono, encerrada en el baño de los topos—. Estoy peor que nunca... Creo que tengo alucinaciones y son tan reales que... ¡Ayúdame, por favor!
Alucinaciones. A esa conclusión había llegado ella con el cerebro sobrecalentado, taquicardia, la presión por las nubes y las bragas empapadas.
—Cálmate, Alessa. ¿Son fantasías o alucinaciones? Las últimas no son síntomas de lo que tienes y ya has experimentado fantasías muy vívidas ¿Qué es lo que ves? ¿Cuándo lo ves?
—Veo al hombre más sexy del mundo... La primera vez estaba un poco ebria, lo admito. La segunda, estaba teniendo una fantasía. Lo deseaba, justo estaba pensando en él y apareció delante de mí. ¡Me voy a volver loca!
—¿Todavía te quedan esos antipsicóticos que te receté?
—Sí.
—Tómalos al llegar a casa y descansa, puede ser estrés. Si mañana sigues igual, te extenderé una licencia por algunos días. Y verás a otro especialista. ¿Entendido?
—¿Sabes lo mucho que me gusta cuando me das órdenes?
—Descansa, Alessa.
Ella guardó el teléfono y se tocó los labios, hinchados y deseosos de volver a sentir esos dedos imaginarios. Qué mente poderosa que tenía, qué imaginacion prodigiosa la suya, si hasta seguía oliendo su perfume.
Metió la mano en sus bragas, estaba demasiado alterada y necesitaba relajarse. Un buen masaje la ayudaría.
〜✿〜
La casa de Alessa estaba en los suburbios. Era la del jardín más feo y descuidado, con el pasto seco e invadido por malezas, también secas. Tal vez podría ser mejor si ella no perdiera tanto tiempo en satisfacer sus altas demandas sexuales.
No tenía alarma, ni perro, ni cámaras de seguridad. A veces dejaba la ventana abierta. Cualquiera podría meterse por una y robarle algo, pero era un barrio tranquilo.
Nada más llegar del trabajo buscó por todas partes y no logró encontrar el abrigo del hombre de los ojos azules. Había desaparecido o, más probablemente, nunca había existido. Otra evidencia más de que todo estaba en su cabeza trastornada.
Trastornada, pero talentosa. Qué bello hombre había creado, qué alucinación tan deliciosa, pensaba, mirando el frasco de los antipsicóticos. De sólo recordarla la sangre se le calentaba. Sus pezones lo sabían y sus bragas también. Y si apenas el toque de uno de sus dedos la tenía ahogándose en deseos, ¿cómo sería lo demás? Tal vez era muy pronto para deshacerse de ella.
En vez de los antipsicóticos tomó unas píldoras para dormir. Tardaban en hacerle efecto, la adormecían en etapas. Tres etapas. En la primera le daba mucha sed, fue a beber agua a la cocina. En la segunda, su cuerpo se sentía como de lana y le daba risa. En la tercera caía en coma.
Se estaba riendo de regreso a su habitación cuando vio al hombre del abrigo sentado a los pies de su cama. Vio sus ojos de cielo y sintió su perfume moja bragas.
—¿Eres una alucinación? —le preguntó.
Necesitaba escucharlo, debía ser una alucinación completa.
—Pruébame —dijo él, con su voz profunda y ronca.
Cortocircuito neuronal. Las manos de lana de Alessa le palparon el rostro. No fue capaz de procesar su textura, pero parecía de verdad. De pronto el hombre tuvo dos cabezas, cuatro ojos seductores y dos bocas que ansiaba saborear hasta el hartazgo. Fue demasiado para ella. Él la sostuvo cuando las piernas se le doblaron.
La acomodó en la cama.
Alessa quería seguir tocándolo, estaba recién empezando, todavía le faltaba llegar a sus dos miembros, pero las manos le pesaban. Ya no pudo moverlas.
—Bésame... fóllame antes de que me duerma...
—No creo que alcance, ya estás media muerta.
Alessa se durmió, con los ojos entreabiertos. Luka se los cerró y la arropó.
Antes de irse, alineó las pantuflas junto a la cama, reparó la gotera de la cocina y corrigió la inclinación de un cuadro de la sala.
Esto de tener un pasatiempo era realmente entretenido.
Piso de los topos. La mañana estaba nublada, había anunciada lluvia. Las ventanas falsas, que se habían inventado para prevenir la claustrofobia y el estrés, mostraban un día radiante. Siempre era de día en el piso de los todos. —Aquí está la nómina de la nueva distribución de los empleados —dijo Anton, con el papel en alto. —¿Esto es definitivo? —preguntó Lidia, la analista. —Probablemente hasta que el hijo pródigo se aburra y vuelva a hacer lo que hacía antes de venir a revolver el gallinero. Dicen que se aburre rápido de todo. Les diré a qué equipo fueron asignados: Abarca, con Francesco, Castro... Alessa cruzó los dedos, mientras repetía mentalmente el nombre de Francesco. Estaba en un rincón para evitar ser rozada entre la multitud. Se había puesto una blusa holgada y un brasier más grueso. Y llevaba dos pares de bragas de repuesto en su bolso, nunca salía sin ellas. —Bien, los que están con Francesco, vayan al sexto piso, tendrán su reunión ahí. —A mí no me nombraste —recla
El bar de siempre recibió a Alessa con su barra limpia y su fuerte tequila. Rara vez iba allí con amigas, ella tenía otros propósitos y ya casi no le quedaban amigas. —Nunca lo he hecho en un baño —dijo José. ¿O había dicho Joseph? —Para todo hay una primera vez, date prisa. —Alessa lo tenía arrinconado contra el inodoro. Le bajó los pantalones y empezó a jalárselo. —Huele a orina —se quejó él, arrugando la nariz. —¿A quién le importa? —Alessa se escupió la mano y siguió frotando, apretando—. Te quiero dentro de mí ahora. —Lo sé, nena. Yo también te deseo. Con la otra mano ella liberó uno de sus pechos y se lo ofreció. Él se lamió los labios. Acercó la boca, su aliento cálido causó hormigueos en su pezón endurecido. —¡Alguien está orinando al lado!—Se alejó antes de probarlo. Alessa se rindió, el tipo seguía flácido. Tal vez debía ir con la que orinaba. —¡Espera! Busquemos otro lugar, uno más cómodo. Te invito a mi casa —dijo él, aferrándole el brazo. —Olvídalo, podrías ser
Un nuevo puesto de trabajo implicaba también una nueva oficina y nuevos compañeros. Alessa metió las cosas de su cubículo en una caja y dejó el piso de los topos. —Hay tanta luz aquí. Las ventanas eran de verdad y no tenían cortinas. Sentía que se deshacía, como un vampiro. Tendría que llevar gafas de sol hasta tolerarlo. —Acostúmbrate. Ya no serás más un topo —dijo Fabián, su nuevo supervisor. Era más joven que Anton, pero se estaba quedando calvo. Ocultaba su pelada echándose un mechón hacia el costado. No importaba, probablemente lo que menos le miraran fuera la cabeza. Tenía un bultote bajo el pantalón al que Alessa le clavó los ojos al instante. No podía ser real. Ella había visto falos de todo tipo, colores, tamaños y formas, pero nunca uno tan grande. Era monstruoso. Descubrir si era real se volvió un deseo urgente, las manos le picaban por tocarlo. Le llegó un codazo. —Disimula un poco —Era Andrea, su rubia compañera—. Parece que fuera el primer hombre que ves. Se nota q
El busto de Freud, que ha recuperado por completo su dignidad, nos recibe en la habitación a media luz. "Nombre: Luka Bosch" "Edad: 28 años" "Diagnóstico: trastorno de personalidad obsesivo-compulsiva". "Observaciones: El paciente muestra una preocupación excesiva en lo referente al orden, las reglas y el control, hasta el punto de haber resultado peligroso para sí mismo y los demás en el pasado..." "Tratamiento actual: se retiran los antidepresivos dada la buena evolución del cuadro clínico. Se mantienen los ansiolíticos y la terapia cognitivo-conductual". —¿Cómo te has sentido, Luka? —Muy optimista. Realmente veo un avance en mi terapia. —¿Podrías darme un ejemplo de ese avance? —Hmm... No le diré lo horrorosa que es la combinación de camisa y corbata que ha elegido hoy, doctor. Usted se viste como le plazca. Las risas de Augusto contribuyen a distender el ambiente. Luka está sentado en el sofá. Sabe perfectamente que ya no hay restos de sudor en el tapiz de cuero. Tampoco
El abuelo de Alessa había sido como un padre para ella, tras la muerte del suyo cuando tenía cinco años. Su madre la llevaba a visitarlo y paseaban por los campos y viñedos que rodeaban la casona, al sur de la capital. Llegar hasta allá le tomó seis horas en bus. Fue directo a la iglesia, donde se llevaban a cabo todos los velorios. —¡Abuelo! —gritó al abrir de para en par las puertas de doble hoja. Adentro se estaba llevando a cabo un matrimonio. Corrió a la casona, hasta el final del pueblo, a los pies de la colina. —Tu abuelo fue sepultado hace una semana —le dijo su madre, con expresión severa. —¡¿Y por qué me dijeron hasta ahora?! —Porque nadie te quería aquí durante el funeral —escupió su hermana, Florencia. Era mayor que Alessa por dos años. Tenía una mirada fría y su busto parecía haber crecido desde la última vez que se vieron, hacía unos seis meses. —¡¿Por qué?! —¡¿Y todavía lo preguntas?! ¡¿Ya olvidaste lo que hiciste en mi matrimonio?! —Florencia... —llamó la m
La brisa matinal silbaba sobre los viñedos, trayendo un dulce aroma a uva cargado de recuerdos de la infancia. En el silencio del camposanto, Alessa suspiró frente a la tumba de su abuelo. Unas flores se marchitaban sobre la tierra oscura. Ya habían perdido su color. En una orilla junto a la lápida hizo un hueco en la tierra y sembró una planta que había comprado en el mercado. Ya no recordaba el nombre, tenía unas flores rojas de forma acampanada y hojas verde oscuro. Le dijeron que necesitaba poca agua y supuso que sobreviviría allí, para acompañar al abuelo. —Ojalá y hubiera podido ser alguien de quien te sintieras orgulloso. Se besó los dedos y tocó la lápida. Cuando iba dando la vuelta al terreno en que estaba el cementerio, la algarabía del festival empezó a sentirse: música en vivo, comidas caseras de todo tipo, los mejores vinos, juegos típicos. Nada que llamara su atención en un día tan gris. Hasta que vio a Luka. Lo creía dormido todavía en el hotel. Estaba comiendo una b
—¡Oh por el amor de Dios! —exclamó Luka. —Amén —dijo Alessa y volvió a devorarle el miembro que sabía a jugo de uva. La tenía encima desde que entraran a la habitación. Había tenido suerte evitando que lo desnudara en la calle. Estaba fuera de sí, ni siquiera lo había dejado bañarse y ahora lo succionaba como si quisiera absorberle hasta el alma. Esa mujer tenía una aspiradora en la garganta. Se dejó caer en la cama, verla era demasiado erótico y no quería correrse todavía. Estiró la mano para acariciarle la cabeza. —Alessa... respira... Se le iba a asfixiar con la mamada descomunal que estaba dándole. Su boca monstruosa lo liberó, la oyó aspirar una bocanada de aire. Luego sintió la lengua recorrer todo el largo y entretenerse en la punta. La chupó y frotó contra sus labios mientras su mano subía y bajaba. —¿Esto te gusta Luka? Déjame saber cuánto te gusta —dijo con la voz ronca y mirada de enajenada. Luka se cubrió la cara con el brazo. No quería verla cuando girara la cabeza
Luka revisaba unos documentos en su oficina. El fin de semana se lo había pasado pensando en su pasatiempo y los pasos a seguir de ahora en adelante. Y había decidido seguir con el juego, pero mejorando su estrategia. Se reclinó en la silla, acariciando el parche que le cubría las indecentes marcas del cuello. —Señor Bosch, la señorita Montoya necesita hablar con usted —avisó su secretaria. —Haz que pase. Alessa entró y se quedó apoyada en la puerta. —Revisé lo que me enviaste por correo y me gusta. Ya le di el visto bueno al programador. Encárgate de supervisarlo —. No la había mirado todavía. Su silencio y que siguiera parada allí lo hizo mirarla. Había recuperado su buena presencia de ser humano decente y racional. Y el color de la blusa que llevaba le combinaba con los zapatos. Se había puesto unos pantalones holgados que le daban un aire juvenil y fresco. Llevaba un maquillaje sutil y labios carmín. Nada de eso llamaba mucho la atención cuando su mirada era indescifrable. —