La boda era el evento más importante en la vida de muchas mujeres y ella no era la excepción.
Vestida de radiante blanco en su traje de ensueño, hecho centímetro a centímetro para su deleite, avanzó por el pasillo sembrado de flores hacia donde su enamorado la esperaba con ojos soñadores, para amarla hasta que la muerte los separara.
Estaba él vestido impecablemente, como un príncipe. Habían conseguido incluso un caballo blanco, que pastaba a la sombra, más allá de donde estaban los invitados. Sobre él se irían al terminar la ceremonia para comenzar su nueva vida.
Todo era perfecto, ella se había esmerado en cada detalle, hasta las flores que pisaba combinaban en sus tonos con el ramo que cargaba y el vestido de su dama, que no era otra que su hermana menor, combinaba con el pañuelo de seda que llevaba en la solapa el padrino del novio.
En el altar, su hermana no estaba junto al padrino. Y el padrino tampoco estaba.
Con disimulo miró alrededor, ni rastros de la condenada. Ya se las pagaría más tarde. El enojo no malograría las festividades.
Llegó por fin junto al novio, que le sonrió con el corazón hinchado de amor.
—Te ves hermosa —le dijo antes de besarle la mano.
—Por favor, dime que tienes los anillos —masculló ella entre dientes.
Era una súplica desesperada para que la ausencia del padrino, que era en sí pequeña, no desencadenara una calamidad mayor.
—¿Qué? —preguntó el novio.
—¡Los anillos!
Él se palpó el bolsillo, el padrino se los había dado antes de desaparecer. La novia sonrió, aliviada y comenzó a hablar el sacerdote.
Leyeron sus votos donde se juraban amor eterno. Y vino la pregunta más importante a la que hasta ahora ella se había enfrentado.
—Florencia Montoya, ¿aceptas por esposo a Martín Escobedo, para amarlo y respetarlo, en la salud y la enfermedad, en la pobreza y en la riqueza y serle fiel hasta que la muerte los separe?
—AAAAAHHHHH... SÍIIII...
El gemido no provino de la novia, no señor. Todavía era muy temprano para eso. Vino de los parlantes, unas moles ubicadas a ambos lados del altar y de las que debía oírse su playlist de música celestial y no indecencias.
—¡OH, DIOS SÍ...! —volvió a gemir la voz.
El sacerdote, hombre casto y puro, se sonrojó, el novio sonrió, la novia se aferró el pecho, impactada, su madre se aferró la cabeza, otros se aferraron otras cosas, la abuela del novio se desmayó. Todo fue un caos.
—¡AAAAHHH... NO PARES... NO PARES! —se oyó una vez más.
—¡Esto no puede estar pasando! ¡Me voy a morir de la vergüenza! —decía la novia, cuyas lágrimas surcaban su rostro enrojecido.
¡¿Quién?! ¡¿Quién se atrevía a llenar de ignominia el día más importante de su vida?! ¡¿Quién, por Dios, quién?!
—¡OH... ALESSA... ME CORRO!...
—¡Mi hermana! —gritó la novia.
—¡Mi padrino! —reconoció el novio.
—¡Alessa, te voy a matar! —Aferrando el faldón de su vestido corrió en búsqueda de la villana que deshonraba su boda y a su familia.
La encontró revolcándose con el padrino detrás de la orquesta, junto al micrófono que estaba encendido.
Ninguna súplica aplacó su ira.
—¡Vete de aquí, no quiero verte! ¡Lo arruinaste todo, como siempre! "Invítala", dijo mamá. "Es tu hermanita", dijo el abuelo. "Mantendrá las bragas en su lugar por una m4ldita vez en su vida", me dije yo, pero me equivoqué. Todos nos equivocamos contigo.
—¡Florencia, perdóname!... No pude evitarlo. Iré a terapia, te lo juro...
—¡Vete! —volvió a decir la novia que, recuperando su dignidad, regresó al altar.
Alessa buscó su bolso y se lo colgó al hombro. Se sacudió el vestido.
—Tranquila, cariño —le dijo el padrino.
Ella lo apartó de un manotazo.
—Piérdete. Ni siquiera sé cómo te llamas... ¿Por qué me pasan estas cosas a mí? ¿Por qué Dios me ha abandonado? —se preguntaba mientras dejaba atrás el lugar de la boda.
—¡Por put4! —le gritó el padrino.
Ella no sabía la respuesta, pero de algo estaba segura. Había tocado fondo y necesitaba ayuda urgente.
Una habitación a media luz es el lugar donde inicia esta historia. No es un dormitorio, pero hay un sillón que algunos usan como cama. Hay un escritorio, con tallados al estilo victoriano. Es una imitación, pero brinda elegancia. Sobre él descansa un portátil. En su pantalla se aprecia un extenso documento cuyo contenido es confidencial. Detrás de él, en el centro del librero, un busto de Sigmund Freud mira con expresión severa por entre las bragas que cuelgan de su cabeza. Son azules. La habitación tiene dos puertas, una para salir y otra para entrar, así las personas que salen jamás se encontrarán con las que entran. En la de entrada alguien ya espera su turno. Hay un brasier junto a la pata del elegante escritorio y, más allá, en la mesita, un envoltorio de preservativo. La habitación no está vacía, hay una mujer enferma y un hombre que prometió curarla. Y la terapia continúa. El hombre que embiste a la mujer sobre el sillón suelta un largo suspiro. Su espalda, brillante de su
—Alessa, estás despedida. La fatídica noticia fue lo primero que recibió de su jefe por la mañana. Y ella que le había dado los buenos días. —¡¿Por qué?! El hombre rompió en carcajadas, aferrándose el vientre mientras ella tomaba asiento frente a su escritorio. Estaba hiperventilando. —¿Sabías que, cuando te asustas, tus pezones se endurecen? Cuando se asustaba, cuando se enojaba, cuando corría el viento, cuando le daba calor, cuando hablaban de ellos... —Eres un degenerado, Anton. Voy a renunciar. Las risas se intensificaron y resonaron por la acústica del lugar. Estaban en el subsuelo, piso menos uno, también conocido como la madriguera, el hogar de los topos de empresas IABOSCH, líderes en tecnología. Alessa era un topo y con mucho orgullo: menos gente, menos reglas y libertad creativa, aunque su jefe directo fuera un patán. Tampoco tenía moral para juzgarlo cuando bien sabía que a ella le gustaba provocar. Provocaba incluso cuando no se daba cuenta que estaba provocando y s
Piso de los topos. La mañana estaba nublada, había anunciada lluvia. Las ventanas falsas, que se habían inventado para prevenir la claustrofobia y el estrés, mostraban un día radiante. Siempre era de día en el piso de los todos. —Aquí está la nómina de la nueva distribución de los empleados —dijo Anton, con el papel en alto. —¿Esto es definitivo? —preguntó Lidia, la analista. —Probablemente hasta que el hijo pródigo se aburra y vuelva a hacer lo que hacía antes de venir a revolver el gallinero. Dicen que se aburre rápido de todo. Les diré a qué equipo fueron asignados: Abarca, con Francesco, Castro... Alessa cruzó los dedos, mientras repetía mentalmente el nombre de Francesco. Estaba en un rincón para evitar ser rozada entre la multitud. Se había puesto una blusa holgada y un brasier más grueso. Y llevaba dos pares de bragas de repuesto en su bolso, nunca salía sin ellas. —Bien, los que están con Francesco, vayan al sexto piso, tendrán su reunión ahí. —A mí no me nombraste —recla
El bar de siempre recibió a Alessa con su barra limpia y su fuerte tequila. Rara vez iba allí con amigas, ella tenía otros propósitos y ya casi no le quedaban amigas. —Nunca lo he hecho en un baño —dijo José. ¿O había dicho Joseph? —Para todo hay una primera vez, date prisa. —Alessa lo tenía arrinconado contra el inodoro. Le bajó los pantalones y empezó a jalárselo. —Huele a orina —se quejó él, arrugando la nariz. —¿A quién le importa? —Alessa se escupió la mano y siguió frotando, apretando—. Te quiero dentro de mí ahora. —Lo sé, nena. Yo también te deseo. Con la otra mano ella liberó uno de sus pechos y se lo ofreció. Él se lamió los labios. Acercó la boca, su aliento cálido causó hormigueos en su pezón endurecido. —¡Alguien está orinando al lado!—Se alejó antes de probarlo. Alessa se rindió, el tipo seguía flácido. Tal vez debía ir con la que orinaba. —¡Espera! Busquemos otro lugar, uno más cómodo. Te invito a mi casa —dijo él, aferrándole el brazo. —Olvídalo, podrías ser
Un nuevo puesto de trabajo implicaba también una nueva oficina y nuevos compañeros. Alessa metió las cosas de su cubículo en una caja y dejó el piso de los topos. —Hay tanta luz aquí. Las ventanas eran de verdad y no tenían cortinas. Sentía que se deshacía, como un vampiro. Tendría que llevar gafas de sol hasta tolerarlo. —Acostúmbrate. Ya no serás más un topo —dijo Fabián, su nuevo supervisor. Era más joven que Anton, pero se estaba quedando calvo. Ocultaba su pelada echándose un mechón hacia el costado. No importaba, probablemente lo que menos le miraran fuera la cabeza. Tenía un bultote bajo el pantalón al que Alessa le clavó los ojos al instante. No podía ser real. Ella había visto falos de todo tipo, colores, tamaños y formas, pero nunca uno tan grande. Era monstruoso. Descubrir si era real se volvió un deseo urgente, las manos le picaban por tocarlo. Le llegó un codazo. —Disimula un poco —Era Andrea, su rubia compañera—. Parece que fuera el primer hombre que ves. Se nota q
El busto de Freud, que ha recuperado por completo su dignidad, nos recibe en la habitación a media luz. "Nombre: Luka Bosch" "Edad: 28 años" "Diagnóstico: trastorno de personalidad obsesivo-compulsiva". "Observaciones: El paciente muestra una preocupación excesiva en lo referente al orden, las reglas y el control, hasta el punto de haber resultado peligroso para sí mismo y los demás en el pasado..." "Tratamiento actual: se retiran los antidepresivos dada la buena evolución del cuadro clínico. Se mantienen los ansiolíticos y la terapia cognitivo-conductual". —¿Cómo te has sentido, Luka? —Muy optimista. Realmente veo un avance en mi terapia. —¿Podrías darme un ejemplo de ese avance? —Hmm... No le diré lo horrorosa que es la combinación de camisa y corbata que ha elegido hoy, doctor. Usted se viste como le plazca. Las risas de Augusto contribuyen a distender el ambiente. Luka está sentado en el sofá. Sabe perfectamente que ya no hay restos de sudor en el tapiz de cuero. Tampoco
El abuelo de Alessa había sido como un padre para ella, tras la muerte del suyo cuando tenía cinco años. Su madre la llevaba a visitarlo y paseaban por los campos y viñedos que rodeaban la casona, al sur de la capital. Llegar hasta allá le tomó seis horas en bus. Fue directo a la iglesia, donde se llevaban a cabo todos los velorios. —¡Abuelo! —gritó al abrir de para en par las puertas de doble hoja. Adentro se estaba llevando a cabo un matrimonio. Corrió a la casona, hasta el final del pueblo, a los pies de la colina. —Tu abuelo fue sepultado hace una semana —le dijo su madre, con expresión severa. —¡¿Y por qué me dijeron hasta ahora?! —Porque nadie te quería aquí durante el funeral —escupió su hermana, Florencia. Era mayor que Alessa por dos años. Tenía una mirada fría y su busto parecía haber crecido desde la última vez que se vieron, hacía unos seis meses. —¡¿Por qué?! —¡¿Y todavía lo preguntas?! ¡¿Ya olvidaste lo que hiciste en mi matrimonio?! —Florencia... —llamó la m
La brisa matinal silbaba sobre los viñedos, trayendo un dulce aroma a uva cargado de recuerdos de la infancia. En el silencio del camposanto, Alessa suspiró frente a la tumba de su abuelo. Unas flores se marchitaban sobre la tierra oscura. Ya habían perdido su color. En una orilla junto a la lápida hizo un hueco en la tierra y sembró una planta que había comprado en el mercado. Ya no recordaba el nombre, tenía unas flores rojas de forma acampanada y hojas verde oscuro. Le dijeron que necesitaba poca agua y supuso que sobreviviría allí, para acompañar al abuelo. —Ojalá y hubiera podido ser alguien de quien te sintieras orgulloso. Se besó los dedos y tocó la lápida. Cuando iba dando la vuelta al terreno en que estaba el cementerio, la algarabía del festival empezó a sentirse: música en vivo, comidas caseras de todo tipo, los mejores vinos, juegos típicos. Nada que llamara su atención en un día tan gris. Hasta que vio a Luka. Lo creía dormido todavía en el hotel. Estaba comiendo una b