Emma Marín.Me encuentro en medio de la habitación que será de mi bebé, pero aquí parece que ha explotado una boutique de bebés. Peluches y bodies de colores pastel crean una alfombra suave y desordenada sobre el suelo de madera. Estoy abrumada, pero extrañamente decidida, como una concursante de uno de esos reality shows en los que tienen que comer bichos o caminar sobre el fuego a organizar todo, la ropa del suelo colocada en una alfombra es la que debo lavar, y las de la cuna es la limpia que debo doblar y guardar en las gavetas.Esta tarea me parece interminable, cuando creo que voy a terminar siempre surge algo nuevo.Con un suspiro que es en parte exasperación y en parte grito de guerra, me sumerjo en la ropa diminuta. Doblo cada prenda con cuidadosa precisión, como si ese acto pudiera limar las arrugas de mi vida. Los pequeños pijamas con pies, los vaqueros en miniatura... casi puedo sentir los contoneos del pequeño ser humano que los habitará. Y mientras remuevo los bordes de
Gabriel Uzcátegui.El reloj de la pared hace tictac como una bomba de relojería, y aquí estoy en compañía de mi hija, paseándome por el estéril despacho de la asistente social. Parezco un animal enjaulado con traje.Mis zapatos hacen tap-tap-tap contra el piso, haciendo eco de mi corazón acelerado, mientras el resto de mí está a punto de saltar fuera de mi piel—¿Señor Uzcátegui? —Su voz atraviesa la niebla de mis pensamientos y me giro para mirar a la señora Álvarez cuando entra en la habitación.Me ofrece una sonrisa profesional, pero hay un cansancio en sus ojos que me indica que ha tomado demasiadas tazas de café tibio y no ha dormido lo suficiente.—Sra. Álvarez —, empiezo, forzando la firmeza de mi voz, —. Necesito una autorización para que Sandra y yo viajemos a Italia. Sólo por un par de semanas.Lo expongo todo con la delicadeza de la desesperación, chocando con la determinación, intentando parecer un hombre que no está al límite de sus fuerzas.Ella se sienta y ordena los pa
Gabriel Uzcátegui.Ella niega con la cabeza, subimos al auto y Sandra insiste.—Papá —dice en voz baja, acercándose a mí. Esos ojos, maldita sea, rebosan confianza y algo parecido al valor. —No me vas a dejar. Lo haces por nosotros. Por nuestra familia, vas a traer a Emma para que estemos juntos. Valdrá la pena, ¿Verdad?“¿Verdad?”, me hago eco de la palabra con sabor a derrota y resolución a la vez. La idea de que un niño tenga que recordarme por qué estamos luchando es una bofetada aleccionadora.—Emma, seguramente deseará que vayas por ella —. Sandra continúa, con voz firme. —Y estaré bien. Esperándote.—A ti no te gusta ese lugar —debato.—Lo sé —, admite con un encogimiento de hombros que parece demasiado mundano para esos hombros estrechos. —Pero, me las arreglaré. Y cuando vuelvas, con Emma, seremos una verdadera familia. Todos nosotros.Su fe es un faro, brillante y cegador, y yo soy el barco perdido, desesperado por encontrar la orilla. La promesa que me hice a mí mismo, de n
Emma Marín.El aeropuerto está lleno de rostros apresurados y maletas que ruedan sobre el suelo pulido como si estuvieran en una coreografía perfectamente ensayada. Estoy sentada junto a mi madre, quien sostiene su café con ambas manos, mirando al vacío con una expresión que no puedo descifrar del todo. El tímido murmullo de las conversaciones cercanas se mezcla con el anuncio distante de vuelos y el sonido de tacones resonando contra el suelo. Es como si el mundo no supiera que yo estoy aquí, congelada en esta sala de espera, mientras mi corazón late con la fuerza de un tambor de guerra, demasiado ansiosa.—Estás muy callada —dice mi madre, rompiendo el silencio que había caído entre nosotras como una manta pesada.Levanto la vista hacia ella, intentando ofrecer una sonrisa, pero mi rostro se siente como una máscara que no encaja del todo.—Sólo estoy cansada —miento.Ella me observa por un momento, como si pudiera ver a través de la fachada que he construido, aunque finalmente asie
Emma Marín.Las paredes de la habitación de Gabriel parecían mirar, como si fueran testigos mudos de lo que acababa de encontrar. Mis manos seguían temblando, sosteniendo los papeles de adopción. Había algo absurdo y aterrador en ver mi propia firma al final de los documentos. Mi mente se tambaleaba entre la incredulidad y el desconcierto.—Esto no puede ser cierto —, susurró, más para convencerme a mí misma que para encontrar una respuesta.Mi firma estaba ahí, perfecta, con el trazo inconfundible de alguien que cree saber lo que está firmando. Pero yo no recordaba haber firmado esos papeles, ni siquiera tenía idea de que Gabriel había adoptado a una niña.Retrocedí unos pasos y me senté en el borde de la cama. Mi corazón latía con fuerza, y el aire en mis pulmones parecía haberse transformado en plomo. Las palabras en los documentos eran claras: Sandra, de dos años y medio, proceso de adopción por parte de Gabriel Uzcátegui y... Emma Marín. Iniciado justo hace siete meses con una s
Emma Marín.El silencio de la recepción del orfanato era un contraste abrumador con el torbellino de emociones que sentía en mi interior. Algo debió haber pasado para que Gabriel tomara esa decisión.—No sé por qué está diciendo eso, pero Gabriel no sería capaz de regresar a la niña… algo está pasando aquí, por favor, permítame ver a Sandra —exigí, aunque al final escuché mii voz quebrarse.La recepcionista me miró con una mezcla de compasión y duda.—Señora Uzcátegui, normalmente no permitimos visitas, especialmente en casos como este. Pero dado que usted figura como solicitante de la adopción, puede entrar a conversar con la directora.Sin pérdida de tiempo me guió hacia un pasillo, mientras pasábamos en medio de niños que corrían de un lado a otro y jugaban, los miré fijamente, esperando ver que alguno fuera Sandra, porque su carita se quedó grabada en mi mente y si la veía la reconocería, pero ninguna era de ella.La asistente tocó la puerta de la oficina de la directora, y entró
Emma Marín.Permanecí en las sombras del vestíbulo, observando cómo las figuras de la pareja que había visto se movían con desenvoltura. Reina se fue, sin embargo, me obligué a quedarme allí.Había algo en la pareja que no me cuadraba, aunque no podía identificar qué era, la intuición me gritaba que no eran quienes decían ser.Esperé con paciencia, escondida, intentando no llamar la atención. Los minutos parecían horas, y los ecos de risas infantiles y pasos se mezclaban con los latidos de mi corazón, que golpeaban con fuerza en mi pecho. Finalmente, unos treinta minutos después, las puertas se volvieron a abrir y salieron.Primero lo hizo la mujer, alta y delgada, con Sandra de la mano. La pequeña lloraba desconsoladamente, con el rostro empapado en lágrimas y los hombros temblorosos. El hombre la seguía, su expresión severa y distante. Algo dentro de mí se rompió al ver a la niña así, tan vulnerable y desamparada.Mi instinto fue correr hacia ella, abrazarla y asegurarle que todo es
Emma Marín.Semanas despuésHabían pasado varias semanas y me sentía frustrada, porque no aparecía Gabriel y el caso de Sandra, estaba pasmado y eso me inquietaba.¿Dónde se habrá metido ese hombre?, estaba pensando, justo cuando mi teléfono repicó, al atenderlo la voz de la asistente el bufete de abogado que llevaba mi caso me informó.“Señora Uzcátegui, buen día, la llamaba para pedirle que pase por el bufete de abogados, mi jefe le tiene noticias sobre el caso”.La emoción que sentí explotó en mi pecho, estaba ansiosa por la noticia que me darían y en tiempo récord me arreglé, tomé un taxi y ahora estoy aquí, sentada en el mullido sillón de cuero y a libros viejo.No puedo evitar maravillarme de cómo este despacho grita «cobro por minutos». Enfrente de mí, el abogado no para de hablar del caso, sus palabras son una maraña de jerga legal que, imagino, debería tranquilizarme, pero en verdad lo que hacen es ponerme más nerviosa, si me hablara en chino creo que le entendería más.—Sra.