Gabriel UzcáteguiMe quedé mirando a Sandra, asombrado por su persistencia y su lógica simple, pero contundente. Por un momento, me permití imaginar cómo sería si Emma estuviera aquí con nosotros, compartiendo este helado, riendo con Sandra, formando la familia que mi hija tanto anhelaba. El pensamiento me provocó una mezcla de anhelo y temor.—Sabes qué, tienes razón —dije finalmente, sorprendiéndome incluso a mí mismo—. Tal vez debería intentar hablar con ella y buscarla.Los ojos de Sandra se iluminaron como si le hubiera prometido la luna.—¿De verdad? ¿La vas a llamar? ¿Cuándo? ¿Puede ser ahora mismo?Reí suavemente ante su entusiasmo. —Tranquila, pequeña. Estas cosas llevan tiempo. Primero tengo que pensar bien qué voy a decirle.—Es fácil, papá —dijo Sandra con toda la sabiduría infantil—. Solo dile que la amas y que yo quiero conocerla.Suspiré, deseando que las cosas fueran tan sencillas como las veía mi hija, no podía evitar sorprenderme porque esa pequeña tuviera una mente
Gabriel Uzcátegui.Han pasado los meses, los días se suceden como acuarelas bajo la lluvia, y no hay noticia de Emma, es como si la tierra se la hubiera tragado entera, o tal vez sólo esté huyendo de mí.En cuanto a Sandra, no lleva mejor la guardería. Repasa el abecedario, los números y hasta las sumas y restas, tan deprisa que parece que están pasados de moda, y convierte los pasillos del colegio en su pista de carreras personal, después de hacer la tarea en menos de una hora.Las maestras no la soportan, porque como si su comportamiento no fuera suficiente para estresarlas, se le suma el hecho de que no les deja de señalar sus errores cuando se equivocan, avergonzándolas frente a todos. Me han citado para una charla el próximo lunes, estoy impaciente porque llegue ese momento y poner en sus sitios a varias de las docentes.Y como si mis angustias fueran pocas, la última supervisión de la trabajadora social para la adopción de Emma me fue fatal porque estoy, en paro, una forma educ
Gabriel Uzcátegui.Y allí vamos, en el auto hacia la ciudad natal de Emma, Sandra parloteando sobre el colegio mientras yo ensayo las preguntas que le haré cuando lleguemos. No sólo estoy persiguiendo fantasmas; necesito creerlo.Cuando llegamos a la ciudad, busco un hotel decente, dejo el auto en el estacionamiento y decido caminar, quizás así tenga suerte de encontrármela por el camino.—Emma solía pasear por esta calle —, murmuro más para mí misma que para Sandra mientras recorremos las calles que me resultan familiares y me traen tantos recuerdos de ella.El pueblo no ha cambiado mucho, lo que me reconforta pensar que quizá, sólo quizá, Emma también siga por aquí.—¿Le gustaba estar aquí? —La mano de Sandra se desliza entre las mías, apoyándome en ellas.—Sí, —respondo, sonriéndole — y a veces yo la acompañaba.—¿Y era feliz aquí? —sigue preguntando y es que mi hija es bastante curiosa.—Si claro que lo era —respondo y ella frunce el ceño.—Entonces no debiste sacarla de aquí si
Emma Marín.Me encuentro en medio de la habitación que será de mi bebé, pero aquí parece que ha explotado una boutique de bebés. Peluches y bodies de colores pastel crean una alfombra suave y desordenada sobre el suelo de madera. Estoy abrumada, pero extrañamente decidida, como una concursante de uno de esos reality shows en los que tienen que comer bichos o caminar sobre el fuego a organizar todo, la ropa del suelo colocada en una alfombra es la que debo lavar, y las de la cuna es la limpia que debo doblar y guardar en las gavetas.Esta tarea me parece interminable, cuando creo que voy a terminar siempre surge algo nuevo.Con un suspiro que es en parte exasperación y en parte grito de guerra, me sumerjo en la ropa diminuta. Doblo cada prenda con cuidadosa precisión, como si ese acto pudiera limar las arrugas de mi vida. Los pequeños pijamas con pies, los vaqueros en miniatura... casi puedo sentir los contoneos del pequeño ser humano que los habitará. Y mientras remuevo los bordes de
Gabriel Uzcátegui.El reloj de la pared hace tictac como una bomba de relojería, y aquí estoy en compañía de mi hija, paseándome por el estéril despacho de la asistente social. Parezco un animal enjaulado con traje.Mis zapatos hacen tap-tap-tap contra el piso, haciendo eco de mi corazón acelerado, mientras el resto de mí está a punto de saltar fuera de mi piel—¿Señor Uzcátegui? —Su voz atraviesa la niebla de mis pensamientos y me giro para mirar a la señora Álvarez cuando entra en la habitación.Me ofrece una sonrisa profesional, pero hay un cansancio en sus ojos que me indica que ha tomado demasiadas tazas de café tibio y no ha dormido lo suficiente.—Sra. Álvarez —, empiezo, forzando la firmeza de mi voz, —. Necesito una autorización para que Sandra y yo viajemos a Italia. Sólo por un par de semanas.Lo expongo todo con la delicadeza de la desesperación, chocando con la determinación, intentando parecer un hombre que no está al límite de sus fuerzas.Ella se sienta y ordena los pa
Gabriel Uzcátegui.Ella niega con la cabeza, subimos al auto y Sandra insiste.—Papá —dice en voz baja, acercándose a mí. Esos ojos, maldita sea, rebosan confianza y algo parecido al valor. —No me vas a dejar. Lo haces por nosotros. Por nuestra familia, vas a traer a Emma para que estemos juntos. Valdrá la pena, ¿Verdad?“¿Verdad?”, me hago eco de la palabra con sabor a derrota y resolución a la vez. La idea de que un niño tenga que recordarme por qué estamos luchando es una bofetada aleccionadora.—Emma, seguramente deseará que vayas por ella —. Sandra continúa, con voz firme. —Y estaré bien. Esperándote.—A ti no te gusta ese lugar —debato.—Lo sé —, admite con un encogimiento de hombros que parece demasiado mundano para esos hombros estrechos. —Pero, me las arreglaré. Y cuando vuelvas, con Emma, seremos una verdadera familia. Todos nosotros.Su fe es un faro, brillante y cegador, y yo soy el barco perdido, desesperado por encontrar la orilla. La promesa que me hice a mí mismo, de n
Emma Marín.El aeropuerto está lleno de rostros apresurados y maletas que ruedan sobre el suelo pulido como si estuvieran en una coreografía perfectamente ensayada. Estoy sentada junto a mi madre, quien sostiene su café con ambas manos, mirando al vacío con una expresión que no puedo descifrar del todo. El tímido murmullo de las conversaciones cercanas se mezcla con el anuncio distante de vuelos y el sonido de tacones resonando contra el suelo. Es como si el mundo no supiera que yo estoy aquí, congelada en esta sala de espera, mientras mi corazón late con la fuerza de un tambor de guerra, demasiado ansiosa.—Estás muy callada —dice mi madre, rompiendo el silencio que había caído entre nosotras como una manta pesada.Levanto la vista hacia ella, intentando ofrecer una sonrisa, pero mi rostro se siente como una máscara que no encaja del todo.—Sólo estoy cansada —miento.Ella me observa por un momento, como si pudiera ver a través de la fachada que he construido, aunque finalmente asie
Emma Marín.Las paredes de la habitación de Gabriel parecían mirar, como si fueran testigos mudos de lo que acababa de encontrar. Mis manos seguían temblando, sosteniendo los papeles de adopción. Había algo absurdo y aterrador en ver mi propia firma al final de los documentos. Mi mente se tambaleaba entre la incredulidad y el desconcierto.—Esto no puede ser cierto —, susurró, más para convencerme a mí misma que para encontrar una respuesta.Mi firma estaba ahí, perfecta, con el trazo inconfundible de alguien que cree saber lo que está firmando. Pero yo no recordaba haber firmado esos papeles, ni siquiera tenía idea de que Gabriel había adoptado a una niña.Retrocedí unos pasos y me senté en el borde de la cama. Mi corazón latía con fuerza, y el aire en mis pulmones parecía haberse transformado en plomo. Las palabras en los documentos eran claras: Sandra, de dos años y medio, proceso de adopción por parte de Gabriel Uzcátegui y... Emma Marín. Iniciado justo hace siete meses con una s