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Daniel conducía despacio, con semblante satisfecho y relajado como nunca se había sentido. Se entretenía lanzando amorosas miradas a través del retrovisor a la joven y al pequeño que dormitaban en el asiento de detrás. Se habían levantado temprano para partir enseguida. El niño cansado del largo y pesado trayecto no dejaba de llorar, así que Débora aprovechó una parada y se sentó a su lado para jugar con él. Ninguno de los dos había resistido al vaivén cansino del coche y hacía rato que un tranquilo sueño los había vencido. Recordó otro trayecto medio año atrás con una asustada muchachita, esta vez sí sentada a su lado que lo único que deseaba era escapar de él. Por suerte no lo había hecho y ahora junto a ella se sentía el hombre más afortunado de la tierra. Un hombre completo por primera vez en la vida. Tenía todo y ahora también estaba vivo, se sentía amado y podía amar. El amor no dolía tanto como había temido, bueno si dolía, pero en un sentido diferente del que se imagina
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