3- No puedes seguir así

Valeria

La mañana se cierne sobre mí con una frialdad implacable. Apenas un débil resplandor atraviesa las cortinas, y Rosa ya está en mi puerta. 

Me entrega una hoja de papel con una mirada de compasión que apenas puedo soportar.

—Tienes que comenzar a atender al señor”, dice, su voz baja, como si compartiera un secreto incómodo.

Siento una punzada de ansiedad mientras leo la lista de tareas. 

Es interminable, un desfile de quehaceres que parece burlarse de mi resistencia. 

Desde preparar un desayuno digno de un banquete hasta asegurarme de que cada rincón de esta enorme casa esté impecable. 

Mis ojos recorren la hoja, deteniéndose en cada tarea absurda: limpiar los ventanales que se elevan como gigantes de cristal, planchar la interminable colección de camisas de Alessandro, pulir la plata, ordenar la biblioteca, organizar los papeles en su oficina... La lista continúa sin piedad.

El día anterior no había cenado y, con el estómago vacío desde hace más tiempo del que puedo recordar, siento el hambre como una presencia constante y dolorosa en mi abdomen. Intento ignorarla mientras me pongo en marcha, consciente de que no sé si tengo permitido siquiera tocar la comida de esta casa.

Empiezo en la cocina, donde los ingredientes para el desayuno me rodean como una promesa de alivio. 

Los huevos, el tocino, las frutas frescas… todo está al alcance de mi mano, pero me contengo, mordiéndome el labio ante la idea de robar un bocado. 

La cocina se llena del aroma de la comida que no puedo probar, y siento una desesperación silenciosa hundiéndose más en mi pecho.

Mis movimientos son automáticos mientras preparo el desayuno, cada paso un esfuerzo por ignorar el vacío en mi estómago. 

En mi mente, trato de convencerme de que, tal vez, después de que él haya comido, podría permitirme una porción de lo que sobre.

Corro de la cocina al comedor, luego a la lavandería y de regreso. 

Mi cuerpo se mueve por la mansión como un autómata, una máquina impulsada por la necesidad de cumplir con todas las tareas antes de que Alessandro despierte.

Finalmente, el desayuno está dispuesto con una precisión casi reverencial sobre la mesa. Salgo apresurada a cumplir con las demás tareas, planchando con cuidado el traje de Alessandro, asegurándome de que las líneas sean perfectas, que no haya una sola arruga que pudiera enfadarlo. 

El vapor de la plancha se alza como una nube caliente, envolviéndome mientras mi mente lucha por mantenerse enfocada.

Para cuando Alessandro aparece en la puerta del comedor, ya he cumplido la mayoría de las tareas. 

Mi cuerpo está al borde del colapso, y el deseo de sentarme y cerrar los ojos, aunque solo sea por un momento, es casi abrumador.

—El desayuno está listo—, digo, mi voz débil, apenas más que un susurro.

Alessandro me mira con un desdén que casi parece tangible. Sus ojos recorren la mesa con indiferencia antes de posarse en mí. 

—No tengo tiempo para comer, —declara, su voz cortante mientras toma su maletín y se dirige a la puerta sin más.

Las palabras me golpean como una bofetada, y un desánimo profundo se asienta en mi pecho. Lo veo salir, dejando la mansión en un silencio opresivo. 

Me dejo caer en una de las sillas del comedor, el hambre ahora secundario a la sensación de derrota.

La lista de tareas aún en mi mano se arruga bajo la presión de mis dedos. 

Con un esfuerzo consciente, me levanto de nuevo, decidida a no dejar que la desesperación me venza. 

Camino por la casa cumpliendo el resto de las tareas con la determinación de alguien que no tiene otra opción.

El tiempo avanza implacablemente, y el hambre sigue su mordida incesante. 

Mi energía flaquea, pero no me detengo. 

Pulir la plata y limpiar los ventanales me lleva a los límites de mi resistencia. 

Los ventanales se alzan como gigantes sobre mí, y el reflejo de de mi rostro cansado en el cristal me recuerda lo sola que estoy en esta tarea monumental.

Llega la hora del almuerzo, y apenas he avanzado en la interminable lista. 

Rosa aparece a mi lado con una expresión de preocupación que se refleja en sus ojos.

—Valeria, ya basta. Ven, es hora de almorzar—, dice, con una firmeza suave en su voz.

—Pero aún no he terminado—, respondo, mi voz cargada de agotamiento. 

Me siento atrapada entre el deber y la necesidad, sin saber cuál pesa más.

Rosa me observa con compasión y un dejo de autoridad. 

—No diré nada. Debes comer algo. Vamos, no puedes seguir así.

Su amabilidad inesperada deshace la resistencia que he construido alrededor de mí misma. Asiento lentamente, mis hombros cayendo en una rendición silenciosa, y la sigo hasta la cocina.

Allí, la comida espera como un oasis en el desierto. 

Me siento, y Rosa me sirve un plato generoso de pasta con salsa. 

Apenas el tenedor toca mis labios, el hambre se apodera de mí con una ferocidad que me sorprende. 

Devoro la comida, consciente de la mirada de Rosa que me observa con una mezcla de sorpresa y curiosidad.

Cuando termino, la satisfacción momentánea del alimento me invade. Es un consuelo efímero, pero necesario. Rosa sonríe levemente y dice: 

—Puedes ir a cambiarte. Ya ha sido suficiente por hoy.

Asiento, agradecida, y me retiro a mi cuarto para cambiarme. Ese mismo que está mucho mejor que dónde mi tapia me hacía dormir.

Sin embargo, la paz y la tranquilidad no me duran demasiado, pues nada más sentarme en la cama, dos toques se escuchan en la puerta.

—Adelante—digo al tiempo que me pongo de pie.

Cuando la puerta se abre me topo de frente a una de las doncellas de la casa, la chica me da una mirada desdeñosa antes de cruzarse de brazos.

—Ha faltado que limpies el estudio del señor. No es tiempo de holgazanear.

Sus palabras hacen que de inmediato frunza el ceño, pues estoy segura de haber cumplido con todo lo que decía la lista y el estudio no estaba entre las tareas.

—En la lista no decía nada sobre organizar su estudio— le contesto y la chica pone los ojos en blanco antes de encogerse de hombros.

Me queda claro que nadie en esta mansión me ve como la futura esposa de Alessandro Rossi. Para todos no soy mas que una molestia y tal como me pasa con mi tía, no sé que pude haber hecho para que este hombre me odie.

Tal vez simplemente se trata de mí… No soy suficiente para ser querida. Y ese mismo pensamiento es el que me hace decir:

—Tal vez no leí bien, ya mismo voy a limpiarlo.

Sin dejar tiempo a la duda me encamino a la planta superior, solo que yo si tomo las escaleras en lugar del ascensor que Alessandro usa por su condición.

La puerta de la habitación está entreabierta, cuando llego y tomando un respiro entro en silencio, mis ojos explorando el desorden que reina en el interior. 

Papeles esparcidos por todas partes, ropa tirada en el suelo… Un caos que me sorprende, considerando lo impecable que es todo lo demás en la casa.

Decido, en un impulso, que le daré una sorpresa, dejaré todo impecable, tal vez con eso me gane algo de su favor. 

Comienzo a organizar el espacio, recogiendo los papeles con cuidado, doblando la ropa con precisión. 

Dos horas después, la habitación brilla con un nuevo orden. Me siento extrañamente satisfecha con mi trabajo, aunque sé que debería salir antes de que alguien me descubra.

Pero justo cuando me dirijo hacia la puerta, esta se abre de golpe, revelando a Alessandro en su silla de ruedas. 

Su rostro se transforma instantáneamente en una mueca de odio.

—¡¿Qué demonios haces en mi habitación?!—, grita, su voz resonando con furia.

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