Capítulo 3
No tenía otra opción más que regresar al hospital lo más rápido posible para saber cómo seguía todo. En mi prisa, tropecé en el camino y me raspé una de las piernas, pero no pude detenerme. Al llegar, Javier Morales me vio y enseguida preguntó:

—Marisela, ¿Y Sebastián?

Con la voz entrecortada le respondí:

—No quiso venir conmigo al hospital. ¿Cuál es su estado?

Javier con tristeza apartó la mirada, incapaz de sostener mis ojos.

—Marisela... no está nada bien.

El color desapareció de mi rostro mientras corría a toda prisa hacia la sala de emergencias. Al entrar y ver a mi suegra tan débil, mi corazón se rompió en mil pedazos.

—Lo siento... No logré que Sebastián viniera. Perdóname.

No tuve el valor suficiente de decirle que su propio hijo había preferido quedarse con Valeria y su gato, en lugar de venir a salvarla.

Con una voz entrecortada, mi suegra me respondió:

—Tranquila, no tienes que ocultármelo, Marisela. Conozco bien a mi hijo, y se lo que debe estar haciendo. Estoy segura de que está con esa miserable mujer otra vez.

Sus ojos brillaron de tristeza mientras continuaba:

—Por esa mujer, es capaz de olvidarse hasta de mí. En realidad, es un mal hijo. U ingrato.

Tomó aire con dificultad y me miró con ternura.

—Desde la primera vez que te vi, supe que eras una buena chica y no pude entender porque lo escogiste a él, sin embargo, me alegra haberte conocido y compartido tantos momentos felices. Sé que has aguantado muchas cosas en silencio, sin quejarte, mientras él pasaba los días con esa mujer. La culpa no es tuya, es el que no sabe valorar tu amor.

Mis lágrimas caían sin cesar.

—Mamá, no digas eso.

Ella tosió con dificultad, y yo, —asustada, le pedí:

—No hables más, por favor. Necesitas descansar. Te pondrás bien, mamá.

Sus ojos, llenos de lágrimas, me miraron con una ternura inmensa.

—Si no lo digo ahora, quizás no tenga otra oportunidad.

Me quedé en silencio, con el alma hecha pedazos.

—Marisela, cuando yo ya no esté... quiero que cuides de ti misma, eres una chica muy buena. No permitas que nadie más te haga daño... y por favor, divórciate de Sebastián. Quiero verte feliz, él en realidad no te merece.

Dicho esto, mi suegra cerró los ojos...y no se volvieron a abrir.

El pitido del medidor de signos vitales se disparó al instante, y las enfermeras se alertaron

—¡NO, DESPIERTA! —grité mientras me derrumbaba dolorosamente sobre ella, llorando de dolor.

Me sacaron de la habitación entre lágrimas para intentar regresarla.

Javier permanecía inmóvil de pie, mirando hacia el suelo sin atreverse a decir nada.

Cuando amaneció, miré estupefacta el cuerpo inerte de mi suegra que estaba siendo retirado del hospital hacia la morgue y, con las manos temblorosas, intenté llamar a Sebastián. Su teléfono seguía apagado.

Abrí WhatsApp, dispuesta a escribirle. Sin importar lo que hubiera pasado, Sebastián debía saberlo y estar presente en el funeral de su madre.

Sin embargo, antes de enviarle un mensaje, vi preciso una nueva publicación de Valeria en su perfil. Había subido varias fotos.

En una de ellas, sostenía a Milo en su regazo. A su lado, se veía con claridad el brazo de Sebastián. No me costó reconocerlo.

El pie de foto decía:

"Milo es afortunado de tener un papá que lo quiere tanto. ¡Nos vamos al concierto!"

Debajo, Sebastián había comentado:

"Verlos tan felices también me hace muy feliz."

Apreté el celular con impotencia, sintiendo cómo el dolor me consumía.

Mi suegra había muerto, y él estaba tan tranquilo disfrutando de un concierto con Valeria y su dichoso gato.

No le envié el mensaje, sabiendo que no sería bien recibido. Me encargué sola de todo el funeral, asegurándome de que cada detalle se manejara con absoluto respeto y dignidad.

Después de terminar con todo, regresé exhausta a casa, llevando conmigo la urna con las cenizas de mi suegra que habían sido el resultado de la cremación como ella lo había deseado. Al entrar, vi su taza favorita sobre la mesa en ella tomaba café a media tarde y hablábamos por un largo rato de nuestras cosas. No pude evitarlo: las lágrimas comenzaron a caer sin control.

Había trabajado de manera incansable toda su vida, criando sola a Sebastián después de la muerte de su esposo. Había hecho lo imposible para darle un buen futuro, y ese esfuerzo le había costado su salud.

Al día siguiente, Sebastián finalmente regresó a casa. —Al entrar, preguntó:

—¿Dónde está mi mamá?

Me senté con tristeza en el sofá frente a la mesa donde reposaba la urna y lo miré con frialdad.

—Aquí está, Sebastián.

Él me miró con desprecio, lleno de impaciencia.

—¿Sigues con esa estupidez, Marisela?

Frunció el ceño y, con desprecio, agregó:

—No porque mi madre te quisiera, eso significa que podías manipularla para que te siguiera el juego. ¿Dónde está? Dile en este mismimismo momento que necesito verla.

Arrojó una bolsa de regalo sobre mí.

—Valeria fue mucho más considerada que tú. Incluso le compró ropa a mi mamá. Y tú, como siempre, solo armando escenas.

Una pequeña risa se me escapó por lo irónico de la situación.

—¿De verdad? ¿Ahora quién se la va a poner? Mamá ya no está aquí, Sebastián. ¿Cómo es posible que una mujer tan buena como ella haya criado a alguien tan inmundo como lo eres tú?

Levanté la bolsa y la lancé furiosa con toda mi fuerza.

—¡Eres un idiota, Sebastián! ¿Desde cuándo dejas que Valeria piense por ti? ¡tu mamá está muerta!

Sebastián se quedó paralizado por un instante. Luego, con furia, me arrebató la urna de las manos.

—¡Estás loca, Marisela! Esto es un engaño ridículo. Eres una vil mentirosa, ¡deja de decir que mi madre está muerta!

Levantó con violencia la urna por encima de su cabeza y, antes de que pudiera detenerlo, la lanzó con fuerza al suelo.

El sonido de la cerámica rompiéndose resonó en la habitación, junto con el silencio sepulcral que dejó su acción.

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