CAPÍTULO 2 – Una Entrega Inesperada

Mathias Lund frunció el ceño mientras recorría con la mirada los informes financieros que se encontraban encima de su escritorio. La oficina en su mansión era un santuario de eficiencia, libre de cualquier tipo de distracción. El monitor brillaba frente a él, y las gráficas en la pantalla demostraban que Lund Farma continuaba aplastando a la competencia.

Sin embargo, había algo que lo hacía sentir incómodo: las inconsistencias en la sección de gastos. Alguno de los departamentos estaba gastando más de lo que había autorizado, y eso lo irritaba por completo. Nada en su empresa se movía sin que él lo permitiera.

Pensando en que tendría que analizar la situación y ponerle remedio, se masajeó el puente de la nariz y cerró los ojos por unos segundos, permitiéndose un momento de descanso.

Sin embargo, la calma duró muy poco. La puerta de su despacho se abrió, y tras ella apareció Jo Bensen, el jefe de seguridad de la mansión, con el ceño profundamente fruncido.

—Señor Lund, hay algo que necesita su atención —anunció el hombre con su acostumbrada seriedad.

Mathias soltó un profundo suspiro y alzó la mirada, visiblemente molesto por la interrupción.

—¿Qué sucede, Jo? ¿Qué es tan urgente para que entres sin llamar? —preguntó con frialdad.

—Lo siento, pero en la entrada hay un mensajero con una entrega urgente. Dice que necesita su firma de manera personal —se apresuró a responder.

Mathias alzó una ceja y ladeó la cabeza, desconcertado. Él jamás recibía ningún tipo de paquete en la mansión. Todo lo relacionado con los negocios era enviado de manera directa a la sede central de la empresa, mientras que los asuntos personales eran atendidos por sus asistentes.

—¿Una entrega? —repitió más para sí mismo que para Jo.

—Así es, señor. Realmente, parece urgente —asintió.

Mathias chasqueó la lengua, irritado. Odiaba todo lo que no estuviera fríamente planeado. Sin embargo, había aprendido a manejar las sorpresas, por lo que intentaba tomar lo desconocido como un simple problema a resolver.

—Ahora me encargo —dijo, poniéndose de pie y colocándose la chaqueta de su traje a medida.

Con paso firme y decidido, salió del despacho, cruzando rápidamente los pasillos de mármol de la mansión. El eco de sus pasos resonaba como el tictac de un reloj, de manera precisa e implacable. Cada detalle de aquella vivienda dejaba en claro que nada en la vida de Mathias estaba fuera de lugar; nada estaba librado al azar.

Al menos, hasta ese día.

El portón de la mansión se abrió con suavidad, revelando al mensajero, quien lo esperaba con una carpeta en sus manos.

Mathias lo examinó de arriba abajo, con una mezcla de curiosidad y recelo.

—Es una entrega exprés, señor Lund —informó el hombre, mientras extendía la carpeta hacia Mathias—. Necesito que firme aquí.

Mathias entrecerró los ojos. Aquello era algo totalmente fuera de lo común. Sin embargo, no se permitió mostrar su desconfianza y se apresuró a firmar en el espacio indicado, antes de devolver la carpeta.

—Lleven eso al garaje —ordenó Mathias, al ver las cinco cajas que se encontraban detrás del mensajero, asumiendo que esa era toda la entrega.

Estaba a punto de girarse y regresar a la mansión, cuando el mensajero lo detuvo con un gesto breve.

—Lo siento, señor, pero eso no es todo.

Mathias alzó las cejas y lo miró fijamente, sintiendo que la paciencia se le agotaba.

—¿Qué más hay? —inquirió, con brusquedad.

En ese momento, otro hombre apareció frente al portón, llevando consigo algo que hizo que el aire se congelara en los pulmones de Mathias. ¡Eran tres pequeños niños!

Dos varones y una niña, de no más de cinco años, caminaban de la mano de aquel desconocido, con sus ojitos azules brillando de curiosidad mientras analizaban todo a su alrededor.

Mathias frunció el ceño hasta que su entrecejo casi formó una V, con el rostro endurecido por una máscara de incomodidad.

—¿Qué significa esto? —preguntó con frialdad y un tono controlado, aunque severo.

—Ellos son parte de la entrega —respondió el mensajero, sin inmutarse.

Tras estas palabras, se hizo el silencio.

Por un momento, el mundo pareció congelarse, y Mathias sintió que una fría electricidad le recorría la columna vertebral.

«¿Parte de la entrega?» Eso no tenía ningún tipo de sentido.

Los tres niños lo miraron con fascinación infantil, ajenos a la tensión que los rodeaba. La niña, con los rizos dorados que se mecían al viento, fue la primera en acercarse.

—¿Tú eres nuestro papi? —preguntó con entusiasmo, corriendo hacia él, sin soltar su pequeño osito de peluche.

La pequeña Emma se abrazó con fuerza a las piernas de Mathias, quien se quedó completamente paralizado, incapaz de reaccionar. La niña jaló del ruedo de su chaqueta, alzando la vista hacia él con una sonrisa que iluminó su delicada y hermosa carita.

—¿Qué diablos…? —preguntó Mathias en un susurro.

Los dos varones, Lars y Jens, la siguieron de cerca, lanzando risitas mientras comenzaban a explorar el jardín de la mansión con completa despreocupación, antes de que su hermana se les uniera.

Mathias abrió la boca para detenerlos, pero las palabras se atoraron en su garganta, y los niños rápidamente cruzaron el umbral de su organizado hogar.

—¡No entren ahí! —ordenó, por fin, pero su voz sonó débil incluso para sí mismo.

Los pequeños continuaron con su camino y comenzaron a correr, mientras sus risas resonaban por el camino empedrado que conducía a la puerta principal de la mansión, como un huracán que amenazaba con destruir el orden de su vida.

Mathias inspiró profundamente, intentando recuperar parte de su habitual compostura, a pesar de que su mente estaba sumida en el caos.

—Allí tiene todo lo que necesita saber —dijo el mensajero, señalando el sobre, antes de darse media vuelta y marcharse, junto a su compañero.

Mathias frunció aún más el ceño y bajó la mirada hacia el sobre que tenía entre sus manos. Intentando comprender algo de todo aquello, con dedos tensos, lo abrió, sacó los papeles del interior, y los desplegó.

Sin embargo, lo que vio lo dejó de piedra.

¡Era un análisis de ADN!

Los resultados eran claros e irrefutables, y cada palabra y cada cifra de ese informe lo golpeó con fuerza.

—Son… mis hijos —murmuró, sin poder comprenderlo del todo.

Por un momento, Mathias sintió que el tiempo se paralizaba, mientras su mente intentaba procesar que esos tres pequeños desconocidos, que ahora corrían por la mansión, llevaban su sangre.

«¿Cómo es posible?», se preguntó, mientras negaba con la cabeza, incrédulo.

Intentó procesar lo que estaba sucediendo, pero la realidad se impuso: esos tres niños no solo eran sus hijos, su legado, sino que ahora también eran su responsabilidad.

—Jo —dijo con frialdad—, asegúrate de que los niños no salgan de la mansión, y procura alejar de ellos todos los objetos frágiles.

Jo, quien había permanecido unos pasos por detrás de su jefe, se apresuró a asentir y se alejó, listo para cumplir con la orden.

Mathias volvió a mirar los papeles, y vio que el informe iba acompañado de una pequeña nota. La caligrafía era simple, clara, y cada palabra parecía cargada de un peso asfixiante.

«Mathias, siento que tengas que enterarte de esta manera, pero estos son Emma, Lars y Jens… tus hijos. No puedo seguir cuidando de ellos. Así que ahora es tu turno. Espero que puedas hacerlo bien. —Sofie Vang».

Aquel nombre hizo que el corazón de Mathias diera un vuelco.

«Sofie…», pensó, mientras la memoria de una noche borrosa y lejana lo atravesaba como un relámpago: el olor a whisky, la luz tenue de su oficina en Lund Farma, las manos de su asistente Sofie Vang…

Cinco años atrás. La noche que había creído olvidar y cuyo resultado ahora corría por la villa, gritando y riendo sin parar.

Mathias inspiró profundamente, intentando recuperar el control, mientras miraba en dirección a la vivienda.

—¿Qué demonios se supone que haga con ellos? —murmuró, en el mismo momento, en el que Emma aparecía en el umbral de la puerta, mirándolo con su radiante sonrisa.

—¿Podemos quedarnos aquí para siempre?

Mathias sintió que algo dentro de él se quebraba, abriendo una grieta que no había anticipado, pero no respondió. Porque sí, Mathias Lund, el hombre que siempre tenía una respuesta para todo, no sabía qué decirle a una pequeña niña de cinco años.

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