—Lo siento, señorita Vang. Lamentablemente, es cáncer. Terminal.
La doctora continuaba hablando, pero las palabras ya no llegaban a Sofie con claridad.
Cáncer…
Terminal…
La sentencia era implacable. No había margen para malinterpretaciones, y, mucho menos, para la esperanza.
Sofie bajó sus ojos, mirando a los pequeños que se encontraban sentados junto a ella, absortos en sus mundos infantiles. Sus hijos… Sus preciosos trillizos.
En ese momento, sintió el tirón de una pequeña manita. Era Emma, con sus ricitos rubios completamente desordenados, quien la miraba con su característica inocencia.
—¿Estás bien, mami? —preguntó la pequeña, ladeando su cabecita, mientras sus grandes ojitos azules brillaban de curiosidad al ver que su madre tenía la mirada ausente.
Las lágrimas de Sofie no tardaron en derramarse, rodando silenciosamente por sus mejillas, y la pequeña Emma frunció la nariz, desconcertada porque su madre llorara sin razón aparente, antes de mirar a sus hermanos. Ninguno de los tres pequeños podía comprender lo que sucedía. Para ellos estaban allí para acompañar a su madre a una simple revisión de rutina, ignorando que ahora ella cargaba sobre los hombros el peso del fin.
¿Cómo podría dejarlos? ¿Cómo podría abandonarlos a la nada, a la crueldad del mundo, sin ella?
El miedo y la angustia la desgarraron por dentro, con violencia. Era el tipo de miedo y de angustia que solo una madre podía comprender: no era el temor a morir, sino el pánico ante la idea de abandonar a sus hijos.
—¿Cuánto tiempo? ¿No se puede hacer nada? —preguntó Sofie en un susurro, mirando a la doctora a través de las lágrimas que inundaban sus ojos verdes, como si esperara que hubiera alguna esperanza oculta.
La doctora soltó un suspiro, mientras recogía los papeles con movimientos mecánicos, antes de responder:
—Señorita Vang, el cáncer está muy avanzado. Como le dije, está en etapa terminal. —Hizo una corta pero devastadora pausa—. Lamentablemente, no podemos hacer nada. Y, con pesar le digo que… no le queda mucho tiempo. Pocas semanas. Tal vez, con suerte, algunos meses. Lo siento… —añadió, mirándola por encima de sus gafas con un gesto de pena, como si jamás pudiera acostumbrarse a dar esa clase de noticias.
«Meses».
Cada sílaba fue como un puñetazo en el estómago de Sofie, quien tragó saliva y asintió, sintiendo cómo las emociones bullían en su interior, asfixiándola. No podía decir nada, en ese momento cualquier palabra le parecía inservible. Después de todo, no le quedaba más que la fría certeza de que la cuenta regresiva había comenzado.
Ajena al torbellino interno de su madre, la pequeña Emma continuaba tirando de su manga, mientras, junto a ella, Lars y Jens, con una expresión ligeramente más seria, miraban a Sofie, sin comprender la tristeza en su rostro.
—Mami, ¿qué pasa? ¿Por qué lloras? —preguntó Lars, con una vocecita suave pero inquieta.
Sofie se agachó, abrazando a los tres niños con una intensidad que le dolía en lo más profundo de su corazón, y el aroma familiar de sus cabecitas la golpeó con fuerza. Aquello era lo que iba a perder, aquello era lo que iba a abandonar a su suerte, sin buscarlo.
«¿Cómo podrán vivir sin mí?», se preguntó, sin encontrar ni una sola respuesta que no fuera devastadora.
Fue entonces, cuando, sin previo aviso, su mente la arrastró cinco años atrás, al inicio de todo. A la noche que había hecho posible que esos tres pequeños y preciosos ángeles llegaran a su vida.
***
Cinco años atrás…
Minutos pasados de las diez y cuarenta, Sofie terminó de archivar los últimos documentos, estirándose con cuidado para aliviar la tensión que se había acumulado en sus hombros.
Llevaba más de doce horas en la oficina, pero había querido quedarse para impresionar a Mathias Lund, su jefe, el CEO de Lund Farma. Un hombre brillante, frío, admirado en el mundo empresarial y codiciado por todas las mujeres del país. Para Sofie, él no era solo su superior: era una figura magnética, alguien que, sin buscarlo, había ocupado sus pensamientos y, sobre todo, su corazón.
«Qué estúpida», pensó, mientras sacudía la cabeza.
Nunca había intentado nada. Después de todo, sabía bien que Mathias era completamente inaccesible para ella. Él pertenecía a otro mundo, uno lleno de lujos, poder y distanciamiento emocional; siempre rodeado de mujeres finas, elegantes y miembros de las familias más poderosas de Dinamarca, algo a lo que ella nunca podría aspirar.
No obstante, aquella noche, todo fue muy diferente a lo acostumbrado.
La puerta acristalada que daba al despacho de presidencia, se encontraba entreabierta, y Sofie no pudo evitar sorprenderse al oír cómo alguien dejaba un vaso de cristal con fuerza sobre una superficie de madera.
Sorprendida, dado que a esa hora se suponía que ella era la única que se encontraba en la oficina, empujó la puerta con suavidad, y lo que vio la dejó paralizada por un momento.
Mathias Lund se encontraba allí, inclinado sobre su escritorio, con una botella de whisky medio vacía y la mirada completamente ausente. Su habitual y fría compostura se había evaporado, y el hombre perfecto, siempre controlado, se veía devastado.
—Señor Lund… —musitó ella, dudando de si debía acercarse o no.
Al escucharla, Mathias alzó la cabeza con lentitud, con sus azules ojos nublados por el alcohol y algo más profundo: un gran dolor.
—Se fue —dijo con voz grave, ronca, antes de soltar una risa carente de alegría—. El viejo nos dejó.
Sofie lo entendió de inmediato. El padre de Mathias, Arthur Lund, quien llevaba meses hospitalizado, había muerto.
—Yo… lo siento mucho, señor… —musitó Sofie, acercándose, insegura, sintiendo que quizás lo mejor era dejarlo a solas. Sin embargo, fue incapaz de darse la vuelta. Aquella noche, en aquel hombre había un aire de vulnerabilidad que la atraía más que nunca.
—¿Sabes lo que es perder a alguien, Sofie? —preguntó él, arrastrando cada palabra, mientras alzaba la botella para mirarla a contraluz—. ¿Perder a quien te hizo quién eres?
Pero Sofie no respondió. ¿Qué le podía decir?
Mathias se puso de pie, tambaleándose, y se acercó a ella, abrumándola. El hedor a whisky mezclado con el aroma de su costosa colonia la envolvió, y, antes de que Sofie pudiera procesar lo que estaba sucediendo, él la miró como si la viera por primera vez.
—Siempre tan perfecta. Siempre ahí, dispuesta, sin importar la hora —susurró con voz ronca.
Sofie sintió cómo su corazón se le aceleraba. Sus manos comenzaron a temblar, y tuvo que inspirar profundamente para no desmayarse. Era una línea que no debía cruzar. Pero esa noche, parecía que nada importaba.
Cuando Mathias la besó, fue como encender una chispa que llevaba mucho tiempo contenida, y el deseo se desbordó en ambos. Mathias la tomó por la cintura, con una desesperada urgencia, y Sofie, incapaz de resistirse, no tardó en corresponder con la misma intensidad.
—Señor… —susurró Sofie, contra sus labios, intentando razonar por un momento, pero la razón ya no era bienvenida allí.
Las manos de Mathias la recorrieron, acariciando su cuerpo con una palpable necesidad, antes de arrastrarla hacia su escritorio, apartando los papeles y objetos sin ningún cuidado.
Fue una relación frenética, impulsiva, cargada de emociones reprimidas. Sofie sintió cada beso como si fuera el último y cada roce como una confesión silenciosa. Mathias la sostenía con fuerza, como si quisiera aferrarse a ella para no ahogarse en su propio dolor.
Él jadeó, enterrando el rostro en su cuello, y Sofie cerró los ojos, deseando que el momento se congelara en el tiempo, aun cuando, en lo más profundo de su ser, sabía que esa noche lo cambiaría todo y ya no habría vuelta atrás.
Cuando finalmente se separaron, ambos jadeantes, permanecieron allí, unos segundos, con los cuerpos entrelazados y el sudor brillando en sus pieles, antes de que Mathias se apartara con lentitud, y se dejara caer en su silla, cubriéndose el rostro con una mano.
—Lo siento. Esto no debió suceder… —murmuró, más para sí mismo que para Sofie.
Sofie, con la respiración todavía entrecortada, se abrazó a sí misma, sintiendo cómo la realidad punzaba en su pecho. Él nunca la vería más que como su asistente, y, ahora, como una equivocación, un grave error.
Mathias no dijo más, ni siquiera la miró mientras ella recogía su ropa y se vestía en silencio.
Cuando salió de la oficina, lo último que oyó fue el suave tintineo de los hielos en el vaso de whisky, mientras la certeza de que tendría que marcharse de la empresa para siempre se apoderaba de ella, de lo contrario, su vida sería un dolor de cabeza. Y eso era lo último que quería.
Por esto, al día siguiente, había presentado su renuncia, sin saber que aquella noche en el despacho de Mathias había dado sus frutos y había quedado embarazada de tres pequeños.
***
De vuelta al presente, Sofie parpadeó, intentando alejar aquellos recuerdos. Sin embargo, las lágrimas seguían allí, haciendo que le ardieran los ojos.
Miró a sus hijos de nuevo, y el peso de lo que había sucedido hacía cinco años se clavó en su pecho una vez más. Aquella noche había sido el comienzo de todo, y, ahora, el final estaba demasiado cerca.
«Mami se irá», pensó, acariciando la cabeza de cada uno, con manos temblorosas, sin saber cómo se los diría.
—Vamos a casa, amores —dijo en un susurro, mientras en su cabeza, una verdad desgarradora resonaba con fuerza: tenía que hallar la forma de protegerlos de lo que estaba por venir.
Mathias Lund frunció el ceño mientras recorría con la mirada los informes financieros que se encontraban encima de su escritorio. La oficina en su mansión era un santuario de eficiencia, libre de cualquier tipo de distracción. El monitor brillaba frente a él, y las gráficas en la pantalla demostraban que Lund Farma continuaba aplastando a la competencia.Sin embargo, había algo que lo hacía sentir incómodo: las inconsistencias en la sección de gastos. Alguno de los departamentos estaba gastando más de lo que había autorizado, y eso lo irritaba por completo. Nada en su empresa se movía sin que él lo permitiera.Pensando en que tendría que analizar la situación y ponerle remedio, se masajeó el puente de la nariz y cerró los ojos por unos segundos, permitiéndose un momento de descanso.Sin embargo, la calma duró muy poco. La puerta de su despacho se abrió, y tras ella apareció Jo Bensen, el jefe de seguridad de la mansión, con el ceño profundamente fruncido.—Señor Lund, hay algo que nec
Mathias se quedó inmóvil frente al portón de la villa, con la carta arrugada en un puño, sintiendo que había perdido el control.Las risas infantiles llenaban la mansión, pero para Mathias solo reflejaban el peso de la realidad. Esos niños que corrían por su casa, no eran más que ¡sus propios hijos!No solo había pasado una noche con Sofie Vang, su exasistente, sino que, cinco años después, se encontraba con la noticia de que era padre de tres niños, que le habían entregado como un paquete, acompañados de una simple nota, que parecía una orden; algo que él estaba acostumbrado a dar, mas no a recibir.La rabia hervía en su pecho al pensar en que Sofie había guardado aquel secreto por tanto tiempo. Había sido un destello en su vida: una aventura fugaz, seguida de una repentina despedida, también sin explicaciones.Mathias cerró los ojos y la noche en que todo había comenzado volvió a él con claridad.Esa noche, tras la muerte de su padre había decidido sumergirse en el alcohol, momentos
Al día siguiente, Mathias despertó con la sensación de que todo había sido una extraña pesadilla. Pero no, aquello no había sido un sueño, y, por primera vez en años, levantarse de la cama, le resultó una agobiante idea. Sin embargo, no le quedaba más remedio que afrontar la realidad, por lo que, ahogando un suspiro, se puso de pie y salió al pasillo, en donde se asombró de que todo estuviera tan silencioso.Hasta que, de pronto, un fuerte estruendo lo hizo tensarse.—¡Cuidado, Lars! —oyó la vocecita de Emma desde la sala.Alarmado, Mathias bajó corriendo, y entonces lo vio:Lars se encontraba de pie sobre una silla, sosteniendo…—¡No! —gritó Mathias, alzando la mano, al ver que la brújula de su padre se precipitaba al suelo.Sin embargo, llegó demasiado tarde, y esta se estrelló contra el piso, haciéndose añicos.Mathias se quedó en shock, sintiendo cómo la rabia se apoderaba de él, antes de caminar hacia Lars con los dientes apretados.—¿Qué creen que están haciendo? —bramó, hacien
Al otro lado de la ciudad, Sofie miraba a través de la ventana del dormitorio, observando cómo la lluvia resbalaba por los cristales, tal y como lo hacían los días que le quedaban de vida. Sabía que no tenía más tiempo, y que la decisión debía tomarse cuanto antes. Erik no la entendería; nunca lo había hecho, pero ella necesitaba liberarse de esa relación, necesitaba estar tranquila, sola con sus pensamientos, antes de partir de este mundo.El día anterior, había enviado a Emma, Jens y Lars con Mathias, su padre, y esa despedida pesaba como una losa en su pecho, como si le hubieran arrancado una parte de su alma. Definitivamente, aquello le había hecho comprender el sentido de la frase «morir en vida». Sin embargo, sabía que había hecho lo correcto, y ahora tocaba hacer lo mismo con Erik.Agotada, se pasó las manos por el rostro. Desde que le habían dado la noticia de su cáncer terminal, hacía quince días, apenas había logrado dormir unas cuantas horas, ya que se había empeñado en dej
En la villa Lund…Mathias regresó a la sala y se detuvo al ver a los niños abrazados y sentados en el suelo.—¿En serio vas a encontrar a mamá? —preguntó Emma, con voz débil.Mathias sintió que algo en su interior se rompía ante la frustración de no tener una respuesta clara.—Lo intentaré —respondió al fin, aunque sabía que no era suficiente.Emma bajó la mirada y comenzó a juguetear con las orejas gastadas de su peluche. La observó, por un momento, consciente de que necesitaba ganarse su confianza.—Su madre también tenía un osito —repuso, intentando aliviar un poco la tensión.Emma levantó la cabeza y asintió con seriedad.—Sí, este es el suyo. Se llama Lasse. —Abrazó aún más al peluche—. A veces hablaba con él cuando estaba triste. Yo hago lo mismo, por eso me lo regaló.Lasse. Claro, ese era el nombre del peluche que Sofie guardaba en su oficina. Jamás olvidaría como ella se inclinaba sobre su escritorio, aferrada a aquel muñeco, cuando creía que nadie la veía.Lars, que había es
La carretera serpenteaba bajo el cielo encapotado. Las gotas golpeaban el parabrisas, mientras Mathias conducía en silencio, completamente tenso. Lukas, en el asiento del copiloto, jugueteaba con el móvil, aunque su atención estaba puesta en el rostro de su hermano.En el asiento trasero, los niños tenían sus caritas pegadas a la ventanilla, observando el paisaje, con una evidente emoción.—Lars, Jens, ¿recuerdan ese puente? —preguntó Emma, señalando con entusiasmo.Lars sonrió y asintió, mientras Jens se limitaba a mirar sin decir nada.—Siempre pasábamos por ahí cuando mamá nos llevaba al parque —añadió Emma, riendo suavemente.Mathias frunció el ceño, sintiendo como aquellas referencias a la vida que habían llevado con Sofie lo hacían sentir como un completo intruso.—¡Es por ahí, papá! —exclamó Lars, señalando una curva—. Ese es el camino…La tensión en el coche aumentó, y Lukas miró a su hermano, notando que la expresión de Mathias se había endurecido.—¿Estás seguro? —preguntó L
Tras la respuesta de Mathias, el silencio en el portero se volvió tan denso que casi podía sentirlo en el aire, antes de que un seco clic le indicara que se había cortado la comunicación.Mathias inspiró profundamente, cerró los ojos por un instante y trató de contener la frustración, aunque sus músculos se tensaron al máximo. Acto seguido, abrió los ojos y presionó el botón repetidas veces, sin obtener ni la más mínima respuesta, lo que no hizo más que aumentar el estrés que ya sentía.Estaba a punto de golpear el telefonillo con la palma de su mano, cuando la puerta principal del edificio se abrió con un golpe. Un hombre, más bajo que él, con el cabello rubio y ojos de un verde apagado, salió con el rostro desfigurado por la rabia.—¿Qué diablos haces aquí? —rugió Erik, caminando con pasos rápidos, los hombros tensos y los puños apretados.Mathias no se movió, sino que permaneció erguido como una pared de hielo, sin que su mirada de acero reflejara emoción alguna. Ni siquiera parpad
La tormenta no amainaba, mientras el coche avanzaba por las calles de Copenhague. Mathias apretaba el volante, intentando concentrarse en la conducción y en las indicaciones que los niños le daban desde el asiento trasero.—Aquí, papá, gira por esta calle y luego sube el puente —le decía Lars, con la mirada atenta, señalando el camino—. Así íbamos a casa de Katrine con mamá.No obstante, Emma, contrario a hacía unos minutos, se encontraba en silencio, con la mirada vidriosa fija en la ventana y su peluche apretado contra el pecho. Mientras Mathias seguía las indicaciones de Lars, miró a su hija por el retrovisor, intrigado por su silencio.Lukas, quien también iba extrañamente silencioso, miró a Mathias con complicidad, y, rompiendo su mutismo, en voz baja, comentó:—Parece que Emma se ha dado cuenta de lo que está pasando…Mathias apartó los ojos del espejo retrovisor por un momento, pensativo. Si era como decía Lukas, lidiar con eso sería mucho más complejo que cualquier negociación