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Un Paquete de Trillizos para el CEO
Un Paquete de Trillizos para el CEO
Por: A. A. Falcone
CAPÍTULO 1 – Un Pronóstico Devastador

—Lo siento, señorita Vang. Lamentablemente, es cáncer. Terminal.

La doctora continuaba hablando, pero las palabras ya no llegaban a Sofie con claridad.

Cáncer…

Terminal…

La sentencia era implacable. No había margen para malinterpretaciones, y, mucho menos, para la esperanza.

Sofie bajó sus ojos, mirando a los pequeños que se encontraban sentados junto a ella, absortos en sus mundos infantiles. Sus hijos… Sus preciosos trillizos.

En ese momento, sintió el tirón de una pequeña manita. Era Emma, con sus ricitos rubios completamente desordenados, quien la miraba con su característica inocencia.

—¿Estás bien, mami? —preguntó la pequeña, ladeando su cabecita, mientras sus grandes ojitos azules brillaban de curiosidad al ver que su madre tenía la mirada ausente.

Las lágrimas de Sofie no tardaron en derramarse, rodando silenciosamente por sus mejillas, y la pequeña Emma frunció la nariz, desconcertada porque su madre llorara sin razón aparente, antes de mirar a sus hermanos. Ninguno de los tres pequeños podía comprender lo que sucedía. Para ellos estaban allí para acompañar a su madre a una simple revisión de rutina, ignorando que ahora ella cargaba sobre los hombros el peso del fin.

¿Cómo podría dejarlos? ¿Cómo podría abandonarlos a la nada, a la crueldad del mundo, sin ella?

El miedo y la angustia la desgarraron por dentro, con violencia. Era el tipo de miedo y de angustia que solo una madre podía comprender: no era el temor a morir, sino el pánico ante la idea de abandonar a sus hijos.

—¿Cuánto tiempo? ¿No se puede hacer nada? —preguntó Sofie en un susurro, mirando a la doctora a través de las lágrimas que inundaban sus ojos verdes, como si esperara que hubiera alguna esperanza oculta.

La doctora soltó un suspiro, mientras recogía los papeles con movimientos mecánicos, antes de responder:

—Señorita Vang, el cáncer está muy avanzado. Como le dije, está en etapa terminal. —Hizo una corta pero devastadora pausa—. Lamentablemente, no podemos hacer nada. Y, con pesar le digo que… no le queda mucho tiempo. Pocas semanas. Tal vez, con suerte, algunos meses. Lo siento… —añadió, mirándola por encima de sus gafas con un gesto de pena, como si jamás pudiera acostumbrarse a dar esa clase de noticias.

«Meses».

Cada sílaba fue como un puñetazo en el estómago de Sofie, quien tragó saliva y asintió, sintiendo cómo las emociones bullían en su interior, asfixiándola. No podía decir nada, en ese momento cualquier palabra le parecía inservible. Después de todo, no le quedaba más que la fría certeza de que la cuenta regresiva había comenzado.

Ajena al torbellino interno de su madre, la pequeña Emma continuaba tirando de su manga, mientras, junto a ella, Lars y Jens, con una expresión ligeramente más seria, miraban a Sofie, sin comprender la tristeza en su rostro.

—Mami, ¿qué pasa? ¿Por qué lloras? —preguntó Lars, con una vocecita suave pero inquieta.

Sofie se agachó, abrazando a los tres niños con una intensidad que le dolía en lo más profundo de su corazón, y el aroma familiar de sus cabecitas la golpeó con fuerza. Aquello era lo que iba a perder, aquello era lo que iba a abandonar a su suerte, sin buscarlo.

«¿Cómo podrán vivir sin mí?», se preguntó, sin encontrar ni una sola respuesta que no fuera devastadora.

Fue entonces, cuando, sin previo aviso, su mente la arrastró cinco años atrás, al inicio de todo. A la noche que había hecho posible que esos tres pequeños y preciosos ángeles llegaran a su vida.

***

Cinco años atrás…

Minutos pasados de las diez y cuarenta, Sofie terminó de archivar los últimos documentos, estirándose con cuidado para aliviar la tensión que se había acumulado en sus hombros.

Llevaba más de doce horas en la oficina, pero había querido quedarse para impresionar a Mathias Lund, su jefe, el CEO de Lund Farma. Un hombre brillante, frío, admirado en el mundo empresarial y codiciado por todas las mujeres del país. Para Sofie, él no era solo su superior: era una figura magnética, alguien que, sin buscarlo, había ocupado sus pensamientos y, sobre todo, su corazón.

«Qué estúpida», pensó, mientras sacudía la cabeza.

Nunca había intentado nada. Después de todo, sabía bien que Mathias era completamente inaccesible para ella. Él pertenecía a otro mundo, uno lleno de lujos, poder y distanciamiento emocional; siempre rodeado de mujeres finas, elegantes y miembros de las familias más poderosas de Dinamarca, algo a lo que ella nunca podría aspirar.

No obstante, aquella noche, todo fue muy diferente a lo acostumbrado.

La puerta acristalada que daba al despacho de presidencia, se encontraba entreabierta, y Sofie no pudo evitar sorprenderse al oír cómo alguien dejaba un vaso de cristal con fuerza sobre una superficie de madera.

Sorprendida, dado que a esa hora se suponía que ella era la única que se encontraba en la oficina, empujó la puerta con suavidad, y lo que vio la dejó paralizada por un momento.

Mathias Lund se encontraba allí, inclinado sobre su escritorio, con una botella de whisky medio vacía y la mirada completamente ausente. Su habitual y fría compostura se había evaporado, y el hombre perfecto, siempre controlado, se veía devastado.

—Señor Lund… —musitó ella, dudando de si debía acercarse o no.

Al escucharla, Mathias alzó la cabeza con lentitud, con sus azules ojos nublados por el alcohol y algo más profundo: un gran dolor.

—Se fue —dijo con voz grave, ronca, antes de soltar una risa carente de alegría—. El viejo nos dejó.

Sofie lo entendió de inmediato. El padre de Mathias, Arthur Lund, quien llevaba meses hospitalizado, había muerto.

—Yo… lo siento mucho, señor… —musitó Sofie, acercándose, insegura, sintiendo que quizás lo mejor era dejarlo a solas. Sin embargo, fue incapaz de darse la vuelta. Aquella noche, en aquel hombre había un aire de vulnerabilidad que la atraía más que nunca.

—¿Sabes lo que es perder a alguien, Sofie? —preguntó él, arrastrando cada palabra, mientras alzaba la botella para mirarla a contraluz—. ¿Perder a quien te hizo quién eres?

Pero Sofie no respondió. ¿Qué le podía decir?

Mathias se puso de pie, tambaleándose, y se acercó a ella, abrumándola. El hedor a whisky mezclado con el aroma de su costosa colonia la envolvió, y, antes de que Sofie pudiera procesar lo que estaba sucediendo, él la miró como si la viera por primera vez.

—Siempre tan perfecta. Siempre ahí, dispuesta, sin importar la hora —susurró con voz ronca.

Sofie sintió cómo su corazón se le aceleraba. Sus manos comenzaron a temblar, y tuvo que inspirar profundamente para no desmayarse. Era una línea que no debía cruzar. Pero esa noche, parecía que nada importaba.

Cuando Mathias la besó, fue como encender una chispa que llevaba mucho tiempo contenida, y el deseo se desbordó en ambos. Mathias la tomó por la cintura, con una desesperada urgencia, y Sofie, incapaz de resistirse, no tardó en corresponder con la misma intensidad.

—Señor… —susurró Sofie, contra sus labios, intentando razonar por un momento, pero la razón ya no era bienvenida allí.

Las manos de Mathias la recorrieron, acariciando su cuerpo con una palpable necesidad, antes de arrastrarla hacia su escritorio, apartando los papeles y objetos sin ningún cuidado.

Fue una relación frenética, impulsiva, cargada de emociones reprimidas. Sofie sintió cada beso como si fuera el último y cada roce como una confesión silenciosa. Mathias la sostenía con fuerza, como si quisiera aferrarse a ella para no ahogarse en su propio dolor.

Él jadeó, enterrando el rostro en su cuello, y Sofie cerró los ojos, deseando que el momento se congelara en el tiempo, aun cuando, en lo más profundo de su ser, sabía que esa noche lo cambiaría todo y ya no habría vuelta atrás.

Cuando finalmente se separaron, ambos jadeantes, permanecieron allí, unos segundos, con los cuerpos entrelazados y el sudor brillando en sus pieles, antes de que Mathias se apartara con lentitud, y se dejara caer en su silla, cubriéndose el rostro con una mano.

—Lo siento. Esto no debió suceder… —murmuró, más para sí mismo que para Sofie.

Sofie, con la respiración todavía entrecortada, se abrazó a sí misma, sintiendo cómo la realidad punzaba en su pecho. Él nunca la vería más que como su asistente, y, ahora, como una equivocación, un grave error.

Mathias no dijo más, ni siquiera la miró mientras ella recogía su ropa y se vestía en silencio.

Cuando salió de la oficina, lo último que oyó fue el suave tintineo de los hielos en el vaso de whisky, mientras la certeza de que tendría que marcharse de la empresa para siempre se apoderaba de ella, de lo contrario, su vida sería un dolor de cabeza. Y eso era lo último que quería.

Por esto, al día siguiente, había presentado su renuncia, sin saber que aquella noche en el despacho de Mathias había dado sus frutos y había quedado embarazada de tres pequeños.

***

De vuelta al presente, Sofie parpadeó, intentando alejar aquellos recuerdos. Sin embargo, las lágrimas seguían allí, haciendo que le ardieran los ojos.

Miró a sus hijos de nuevo, y el peso de lo que había sucedido hacía cinco años se clavó en su pecho una vez más. Aquella noche había sido el comienzo de todo, y, ahora, el final estaba demasiado cerca.

«Mami se irá», pensó, acariciando la cabeza de cada uno, con manos temblorosas, sin saber cómo se los diría.

—Vamos a casa, amores —dijo en un susurro, mientras en su cabeza, una verdad desgarradora resonaba con fuerza: tenía que hallar la forma de protegerlos de lo que estaba por venir.

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