ANTONIO DE SANTI
Llegué a mi oficina como todos los días, evadiendo con una excusa a Valentina, mi última conquista, quien se empecinaba en que le pusiera un anillo en el dedo.
—Antonio, ¿te encuentras bien? —me recibió Vitto, mi mano derecha desde que el abuelo me puso al mando de la exportadora.
—Sí, solo tuve un pequeño malentendido con la señorita Rivelli —ambos nos montamos al elevador—. Por favor, ocúpate de que no me la vuelva a encontrar de esta manera. Tuve que prometerle que cenaríamos juntos para que me dejara cruzar la maldita puerta.
—Te ha estado llamando insistentemente y ya no sabemos que decirle, Antonio. Deberías hablar seriamente con ella.
—Sí… solo que temo me manipule con sus amenazas y termine cediendo para darle el gusto.
—Pues debes hacer algo porque dentro de poco se nos planta aquí a armar un escándalo y sabes que tu abuelo no te lo dejará pasar fácilmente. —Tenía razón—. Por cierto, Lucca te está esperando en tu despacho —sonreí. Seguramente el abuelo ya le hizo la oferta para que mi caprichosa hermana se saliera con la suya.
—Esto se pondrá divertido… —las puertas de elevador se abrieron y caminamos en dirección a mi oficina.
Cuando estaba punto de llegar a la enorme puerta que predecía mi despacho, mis ojos se toparon con una mujer que nunca había visto. Me detuve de inmediato frente al escritorio que ocupaba y enarqué una ceja, mirando a Vitto.
—Oh, lo había olvidado por completo —le hizo señas a la mujer para que se pusiera de pie—. Ella es la señorita Bianca Lombardo y se ha incorporado durante tu viaje. Será su nueva secretaria.
La miré de pies a cabeza confundido. Prácticamente la ciudad ardía por el sofocante clima de verano, pero la señorita iba vestida muy recatadamente desde el cuello hasta por debajo de las rodillas.
Llevaba una blusa blanca abotonada hasta el cuello y una falda gris por debajo de las rodillas. Su conjunto finalizaba con una chaqueta negra larga, seguramente dos talles más grandes de lo que debería usar.
Llevaba el pelo sujeto en rodete y unas gafas ocultaban unos preciosos ojos verdes.
No era fea, pero vestía horrible.
—Bue… buenos días, señor De Santi —dijo nerviosa.
—Buenos días, señorita Lombardo. Espero haga un buen trabajo.
—Haré todo mi esfuerzo, señor.
—Bien —finalicé la conversación y me dirigí a la oficina.
Cuando Vitto cerró la puerta, lo interrogué:
—¿De dónde la sacaste?
—Es una muy buena amiga de mi esposa; fueron compañeras en la universidad.
—Ya veo…
—Es muy responsable y está sobrecalificada para el puesto, pero aceptó ya que le ofrecí una bonificación adicional. Te aseguro que será de mucha utilidad.
—Tu nueva secretaria parece una monja —bromeó Lucca, poniéndose de pie y yendo a mi encuentro. Ambos nos dimos y abrazo fraternal y luego ocupamos nuestros respetivos sillones; yo el del jefe y él el del invitado—. ¿De dónde la sacaste Vitto? ¡Así no disfrutaremos ni de las vistas y será aburrido venir aquí!
—Precisamente ese era mi objetivo; que las secretarias no se marchen porque ustedes dos no pueden mantener sus ojos y manos lejos de las empleadas.
Ambos nos carcajeamos.
—No parece fea, solo muy mal vestida —acoté mientras le guiñaba un ojo a Lucca para hacer exasperar a Vitto—. Tal vez si la enviamos con un asesor de imagen, la vista mejore.
—Bianca está comprometida y es una persona recta. No caerá en el juego de ustedes —dijo con tanta convicción que me causó curiosidad.
—Pues yo paso, de todos modos —Lucca levantó ambas manos en señal de rendición—. Se la dejo a Antonio que con mi divorcio y mi futuro casamiento con una desconocida, son suficientes para mí.
Reí a carcajadas.
—Entonces, ¿llegaste a un acuerdo con el abuelo?
—No me dejó opción —replicó compungido.
—¡Bueno, cambia la cara hombre! Tal vez sea una grata sorpresa.
—¿Tú la conoces?
—No hay nada que el abuelo y yo no compartamos —le guiñé un ojo de nuevo.
—Dime quien es…
—No te lo diré jamás.
—¿Y si apostamos algo? —sonrió con malicia, mirando a Vitto.
—Siempre te gano, Lucca.
—Entonces apuesta conmigo.
—¡Está bien! —accedí—. ¿Qué quieres apostar?
—Primero propondré el premio y luego el reto. ¿Qué dices?
—¡Dilo, hombre!
—Si yo gano, me dirás quién es la susodicha mujer con quien deberé casarme a la fuerza —fruncí el ceño. Por ningún motivo podía echar a perder los planes de Lisa.
—Entonces si yo gano —me incliné y lo miré desafiante—, tú te casarás de buena gana y le serás fiel y leal a tu futura esposa. ¿Aceptas?
—Acepto —nos dimos un apretón de manos.
—Ahora dime, ¿Cuál es el reto?
—Pues… —caminó hasta la puerta y la entreabrió. Desde mi escritorio se podía ver perfectamente a la nueva secretaria—. Si logras seducirla y meterla a tu cama, dejaré de preguntarte sobre la propuesta de tu abuelo y haré lo que acabas de pedir. Nunca miraré a otra mujer ni le seré infiel. Pero si pierdes, me dirás quien es la mujer que intenta arruinarme la vida de nuevo y no prometo comportarme para nada cuando estemos casados —presioné los puños con furia. No podía perder.
—Te aseguro que no perderé —dije con seguridad y Lucca sonrió, acercándose a Vitto.
—Dime una cosa, Vitto: ¿crees que la señorita Lombardo caerá en los brazos del señor De Santi?
Vitto me vio con pena porque sabía sobre los planes de Lisa. Luego negó con la cabeza.
—Absolutamente no…
—¿En cuánto tiempo se casa la señorita Lombardo? —pregunté sin embargo.
—En seis meses, Antonio —respondió Vitto—. De todos modos, no lograrás nada con ella. es diferente a todas las mujeres que han pasado por tu cama.
—Pues ya lo veremos —sonreí con autosuficiencia y Lucca regresó a tomar asiento.
—Acepta que has perdido antes de empezar.
—Dame tres meses y te demostraré que estas equivocado.
—Me parece justo —asintió—. Aunque con su aspecto, te faltará mucha motivación —se burló y se me ocurrió una idea.
—Vitto, ¿recuerdas cuando estaba el abuelo y se debía utilizar uniforme? —asintió—. Deben de quedar algunos guardados.
—Sí, ¿Qué con ello?
—Quiero que busques uno del talle de la señorita Lombardo y le pidas que se lo ponga.
—¿Pero tú mismo has eliminado el uso de uniforme del estatuto interno?
—¡Ya lo sé! Solo será para comprobar algo. Después puede ponerse de nuevo la ropa monjil que lleva encima.
—¿Qué estás tramando, Antonio?
—Solo ve a hacer lo que te estoy pidiendo. Cuando se ponga el uniforme, tráela aquí. Invéntale que estamos pensando implementar el uso de uniformes y que deseo ver un modelo. Vamos, ve…
Vitto salió del despacho de mala gana a hacer mi encargo.
—¿Qué pretendes, Antonio de Santi? —dijo Lucca.
—Pretendo ganar esta apuesta y demostrarte lo satisfactorio que será cumplir con el reto.
El negó con la cabeza y minutos después, Vitto ingresó con la nueva secretaria vestida con un uniforme de su talla.
Entorné los ojos sorprendido mientras me mordía el labio inferior. Le hice señas a Lucca para que volteara y así lo hizo, viendo igual de anonadado que yo a la señorita Lombardo.
—Acércate, Bianca —le pedí y caminó tímida hasta quedar frente a mi escritorio—. El modelo es perfecto, ¿no lo crees, Lucca? —lo miré a los ojos con aires de haber vencido y él sonrió asintiendo.
—Tienes razón, Antonio.
Me puse de pie y rodeé mi escritorio hasta ponerme frente a ella, quien mantenía la vista al suelo.
—Levanta la cara, Bianca —le pedí con suavidad y lo hizo a duras penas. Sus mejillas estaban teñidas de un intenso carmesí—. Quítate las gafas, por favor.
—¿Qué? —por primera vez emitió palabra desde que ingresó a mi despacho—. ¿Eso que tiene que ver con la revisión del uniforme? —Oí a Lucca carcajearse y a Vitto carraspear.
—Has lo que te pide el señor De Santi, Bianca —le pidió Vitto con amabilidad—. Solo será unos segundos.
De mala gana se quitó las gafas dejando vislumbrar unas enormes gemas color esmeralda.
—¿Qué piensas, Lucca? —pregunté y el susodicho se puso de pie para observarla desde mi misma distancia.
—Pienso que has acertado en incluir dentro del plan de seguro médico, la adquisición de lentes de contacto.
—Te lo dije —repliqué—. Puedes volver a tus labores, Bianca —le ordené con suavidad y ella dio media vuelta, huyendo despavorida.
—Eres un maldito cretino —dijo Lucca divertido—. No entiendo por qué se viste tan mal y oculta esa envidiable figura.
Era verdad.
Bianca Lombardo resultó un diamante en bruto que solo faltaba pulir.
Tenía la piel bronceada, un cuerpazo con las medidas correctas y para rematar, un rostro exótico con labios gruesos y ojos color esmeralda.
—De todo modos, ella no caerá en los brazos de Antonio —acotó Vitto.
Sonreí internamente y me quedé pensativo, mirando por la pequeña abertura de la puerta, a la mariposa que se disfrazaba de oruga.
Me gustaba.
Más allá de la apuesta con Lucca y que de aquello dependía el futuro de mi hermana, la señorita Lombardo me gustaba.
ANTONIO3 meses después…—Vitto, ¿has hecho lo que te he pedido? —pregunté, mientras revisaba unos documentos.—Aun no, Antonio.—¿Y qué esperas?—Creo que es demasiado inapropiado… Bianca no lo soportará.—¿Entonces te parece bien que se case con ese hombre? Creí que la considerabas tu amiga.—Y lo hago —suspiró—. Pero me cuesta escoger entre ese hombre y tú.—¿Cómo dices? —dejé de lado los papeles y lo increpé.—¡Qué no sé si es mejor dejar que siga con sus planes con Leonardo o que te salgas con la tuya por una apuesta!—¿Prefieres que se case con ese imbécil y que viva una vida de mentiras?Vitto bufó y se tomó de
ANTONIOEra evidente que mi plan había rendido sus frutos y ahora tenía a la señorita Lombardo completamente vulnerable frente a mí, con una taza llena de brandy que se la tendí y bebió por completo. Sonreí internamente.—¿Dónde se encuentra Vitto? —pregunté, aunque sabía de sobra que estaba en el hospital acompañando a su esposa.—Supongo que debe estar en el hospital; su esposa dio a luz anoche.—Entonces, me temo que tendrá que ocupar su lugar, Bianca —repliqué con suavidad.—Como ordene —susurró nerviosa, poniéndose de pie con una tableta en la mano.—Relájese, no será nada demasiado complicado. Sólo quiero que se ocupe de un par de cartas —le expliqué y asintió, siguiéndome a mi despacho—. Tome asiento, Bianca
BIANCACuando me miré al espejo luego de que los estilistas terminaran de arreglarme y colocarme el vestido, me sorprendí por la trasformación en la que me habían sometido. Estaba irreconocible.—El coche la espera, señorita Lombardo —avisó una de las mujeres que me había ayudado mientras yo seguía contemplando mi imagen en el espejo de cuerpo entero.—Gracias, ya bajo.Mis ojos centelleaban brillosos, aunque tristes por el dolor que estaba atravesando. Sonreí negando y respiré hondo para evitar que las lágrimas salieran y arruinaran mi maquillaje.Tomé el neceser dorado que hacia juego con mis zapatos y bajé con cuidado hasta la calle, donde me esperaba una limosina blanca.—Buenas noches, señorita Lombardo —saludó el hombre elegante, ataviado en un traje negro mientras su mano enguantada ab
ANTONIOLa mañana siguiente…Bianca estaba tumbada en mi cama, envuelta en sábanas blancas de seda.Sonreí al recordar la noche, cuando totalmente desinhibida por el alcohol, había decidido disfrutar de la fiesta.Había dicho unos cuantos disparates y llorado amargamente en otro momento, regresando a la efusividad de un instante a otro.Al llegar al piso de la compañía, la tuve que cargar desde el coche al elevador, y de allí hasta llegar al ático.La deposité con suavidad en la cama. Estaba profundamente dormida y parecía un ángel en todo su esplendor.Aparté despacio un mechón de pelo de su cara y toqué su sedosa piel. Suspiré cansado, aunque satisfecho con lo que fue la noche.Si bien no resultó ser una mansa gatita, estaba seguro que con mi pro
ANTONIOApenas me había podido contener, cuando el precioso y recién descubierto cuerpo de Bianca, yacía desnudo bajo mi anatomía.Era explosivamente hermosa por donde se la viese. Me había quedado maravillado al verla en la fiesta, pero quedé embrujado cuando pude saborear de su cuerpo de una manera más íntima. Sin embargo, jamás esperé que, al hundirme en su húmeda intimidad, me topara con aquella barrera que confirmaba su castidad.Me detuve de inmediato y la vi con absoluta incredulidad porque en pleno siglo veintiuno, era impensable toparse con una mujer sin experiencia.—Por Dios, Bianca… Eres virgen… —afirmé confundido, mirándola con intensidad a los ojos—. Si no quieres que siga…—¡No, Antonio! —intervino de inmediato—. No te detengas… por favor…
BIANCA Sentí el frío subir por mi espalda y supe que mi rostro debía estar blanco como un papel. —Lo despacharé de inmediato y puedes verlo fuera de la oficina cuando termine tu jornada laboral —prosiguió—. Si hubiera sabido lo que sucedió entre Antonio y tú, no le habría dicho que estabas aquí. —No lo hagas. Iré a verlo. —Antonio se pondrá furioso si se entera. —Sé que no se admiten visitas personales, pero será rápido y además, el señor De Santi no está aquí. No tiene por qué enterarse. —Hazlo bajo tu responsabilidad —me advirtió y asentí, yendo a la oficina de Vitto sola. Cuando abrí la puerta, lo vi de pie, irreconocible. Parecía como si no hubiera dormido en toda la noche. Estaba muy pálido y con los ojos inyectados en sangre. Cerré la puerta y me quedé de pie, mirándolo con un extraño sentimiento. —Bianca… —susurró, acercándose a mí. Retrocedí dos pasos y se detuvo—. Necesito explicarte las cosas…
ANTONIO Bianca me miró con suma curiosidad, aguardando que le narrara mi desafortunada experiencia amorosa. —¿Y bien? —insistió ansiosa y reí negando. —Tenía diecinueve años y ella treinta —entornó los ojos muy sorprendida. —Eran muchos los años que te llevaba… —asentí—. ¿Y funcionó? —Duramos casi tres años. Yo me había instalado a Londres para asistir a la universidad y al poco tiempo de conocernos, se había mudado a mi piso. Sin embargo, cuando estaba cursando el último año de la carrera, todo se desmoronó. Ella sabía que estaba enamorado y mi intención era traerla a Roma conmigo, comprometerme y hacerla mi esposa —el rostro desencajado de Bianca era de la absoluta incredulidad—. Pero un día regresé de la universidad y ella ya no estaba allí, al igual que todas sus cosas. Pasé medio año tratando de encontrarla y, al final de esos meses, aún habría dado todo lo que tenía para que volviera conmigo porque la amaba profundamente
BIANCAHabía tomado el último metro que me llevaría a Ciampino desde la estación de Roma Termini, y estaba temblando de los nervios cuando el taxi me dejó frente a la casa de los Costa.Tomé con mi mano tiritando las llaves de mi cartera y la introduje apenas en la cerradura de la puerta principal. Al ingresar, suspiré aliviada porque no había nadie, pero maldije mi suerte cuando, al subir los primeros peldaños de la escalera, mi tía Gloria bramó furiosa mi nombre.Resignada, volví a bajar y tuve que voltearme a verla a la cara para enfrentar de una manera esquiva sus reproches.—¡¿Qué es lo que te sucede, Bianca?! ¿Te ha deslumbrado tanto el dinero?—No sé de qué estás hablando, tía. Por cierto, hola, me da gusto verte también. —repliqué con sarcasmo y l