La noche caía lentamente cuando Hellen cruzó el umbral de la mansión. El alma hecha trizas, la vista nublada por las lágrimas secas y un vacío en el pecho que le pesaba como una piedra. A cada paso que daba por el pasillo hacia la sala, el eco de lo que había visto se repetía en su mente como una pesadilla sin fin. El beso. La traición. La certeza de que todo había sido una farsa.No lloró al llegar. No gritó. Simplemente caminó como un fantasma hasta el armario de él, tomó una maleta y comenzó a empacarla con movimientos secos, mecánicos. La camisa que tanto le gustaba, los perfumes caros, las corbatas que había escogido para él como regalo. Todo fuera. No lo quería cerca, ni en sus cajones, ni en su aire.Colocó la maleta en la sala y se sentó, esperando. Como una reina herida, con la dignidad hecha añicos, pero el rostro firme. El silencio reinaba cuando las llaves giraron en la puerta. Era él. Su traidor.Nicolás entró, cabizbajo, el rostro demacrado por la culpa. No dijo nada al
El sol apenas asomaba por el horizonte cuando Julio se despertó en su lujoso departamento. Sus sábanas de seda estaban arrugadas, pero él no había dormido ni un poco. Tenía ojeras pronunciadas, pero no de culpa, sino de ansiedad. Se sentía inquieto, frustrado, molesto incluso. No por lo que había hecho, sino porque Nicolás no había ido a buscarlo, no lo había llamado, no había intentado explicarse con él. ¿Acaso después de todo lo que compartieron, lo iba a dejar solo en medio del problema?Caminó por el departamento en bata, con un café en mano, ignorando las notificaciones insistentes de su teléfono. Su amiga, sentada en el sofá, lo miraba con los brazos cruzados.—Deberías relajarte. Dale tiempo a Nicolás. Todo esto fue... impactante —comentó ella, mirando el celular con gesto divertido.—Impactante es que no esté aquí. Que no me haya defendido. ¡Que no se haya comunicado conmigo! —respondió Julio, lanzando la taza vacía sobre la barra de la cocina. La porcelana no se rompió, pero
Hellen tragó grueso al escuchar la palabra "divorcio" salir de los labios del señor Lancaster. Le dolió más de lo que imaginó, porque en el fondo, aún quedaba una pequeña parte de ella que deseaba un final diferente.—No se preocupe en este momento por ese tema —dijo, intentando sonreír—. Su salud es lo principal.El señor Lancaster asintió con debilidad. Estaba pálido, con la piel algo ceniza y los labios resecos. Las líneas de expresión en su rostro parecían más marcadas que nunca. Aun así, sus ojos mantenían el brillo sereno del hombre sabio que había visto demasiado.Hellen se sentó a su lado y le tomó la mano con ternura. Se quedaron conversando en voz baja durante un rato, hablando de todo y nada a la vez. La conversación era una tregua en medio del caos.Mientras tanto, en los pasillos del hospital, Nicolás corría. Su corazón latía con fuerza, acelerado por la culpa, el alcohol aún en su sistema, y el temor de perderlo todo. Vestía de forma desaliñada, sin haberse cambiado desd
El aire del estacionamiento del hospital se sentía espeso, como si también cargara el peso de los secretos, la traición y el escándalo. Hellen se apoyó en el capó del coche, tratando de controlar su respiración. No era solo el cansancio físico lo que la hacía tambalearse… era el agotamiento emocional, las lágrimas que ya no podía llorar, la rabia contenida que se le quedaba atorada en la garganta.Se quitó los lentes oscuros por un instante y cerró los ojos, buscando un instante de paz en medio del caos. El ruido de los reporteros al fondo era como un enjambre de abejas molestas. Su cuerpo temblaba ligeramente, no sabía si por el shock, el mareo o simplemente por el dolor.Entonces, una voz conocida rasgó la tranquilidad momentánea como un cuchillo.—Vaya, vaya… Hellen Lancaster. La esposa traicionada. —La voz de Marcel llegó cargada de burla, de veneno, de rencor.Ella alzó la mirada lentamente, como si le costara cada milímetro. Allí estaba él: Marcel, su exnovio. El mismo que la hu
Los días se deslizaban lentamente como si el tiempo se burlara de él. Nicolás despertaba cada mañana con una mezcla de ansiedad y esperanza. Y como una rutina marcada por la culpa, todas las mañanas tomaba un ramo de flores frescas —siempre distintos: lirios, tulipanes, peonías, incluso sus favoritas, margaritas— y conducía directo a la mansión donde Hellen se había refugiado.Pero siempre se encontraba con la misma escena.La puerta principal se abría lentamente y ahí estaba Cecilia. De pie. Inquebrantable. Con los brazos cruzados, el ceño fruncido y la mirada cargada de odio. No decía más de lo necesario.—No puedes verla —le decía con la misma frialdad día tras día.—Solo quiero hablar con ella. Dos minutos. Por favor —suplicaba él, extendiéndole el ramo con la esperanza de que ese gesto abriera una brecha.Cecilia no lo tomaba. Ni siquiera miraba las flores. Lo miraba a él, como si fuera algo despreciable.—No está lista para verte. Y sinceramente, no creo que alguna vez lo esté.
El sol apenas comenzaba a colarse por las rendijas de las cortinas cuando Hellen abrió los ojos. La habitación estaba en silencio, salvo por el lejano murmullo de los periodistas aún apostados frente a la mansión. Con un suspiro pesado, se levantó de la cama y caminó hacia el baño. El agua de la ducha cayó tibia sobre su piel, como si intentara lavar no sólo su cuerpo, sino también las emociones que la abrumaban. Tras el baño, se acercó a la ventana y abrió levemente la cortina. Allí estaban, los flashes listos, las cámaras encendidas, los murmullos que no cesaban. Cerró la cortina y bajó las escaleras con paso lento, como si cada peldaño pesara una tonelada. Al llegar al comedor, encontró a Michael y Cecilia sentados a la mesa, conversando tranquilamente. —Es bueno verte, Hellen —dijo Michael con una leve sonrisa. Ella se detuvo, observándolo con cierta desconfianza. —¿Puedo saber qué haces aquí? ¿Te envió él? Michael asintió con la cabeza, pero mantuvo la calma. —Sí, pero no e
El dolor era tan intenso que Hellen sintió como si le desgarraran por dentro. Se incorporó bruscamente en la cama, llevándose una mano al vientre mientras una punzada aguda le arrancaba un grito ahogado. La habitación aún estaba oscura, y su respiración se volvía cada vez más agitada. Cecilia, que dormía en la habitación contigua, se despertó al escuchar el ruido y corrió hacia ella, encontrándola doblada sobre sí misma, pálida y con gotas de sudor en la frente.—¡Hellen! ¿Qué te pasa? —exclamó, corriendo a su lado.—Me duele… el abdomen… —musitó entre jadeos.Sin perder un segundo, Cecilia ayudaba a su amiga a vestirse a duras penas. La llevó hasta el auto con sumo cuidado, conduciendo tan rápido como podía sin perder el control del volante. Su rostro era una mezcla de pánico y preocupación.Una vez en el hospital, Hellen fue ingresada rápidamente. Cecilia no se separó de su lado ni un instante y, mientras los médicos la evaluaban, tomó su celular y llamó a Michael. Su voz era tensa,
Las puertas de cristal se abrieron con un suave zumbido cuando Hellen entró al edificio. Iba vestida de forma sencilla pero impecable. Su cabello suelto caía como una cascada sobre sus hombros y sus ojos, aunque cansados, irradiaban una fuerza que nadie se atrevía a cuestionar. Las recepcionistas la miraron con sorpresa, algunas con admiración, otras con lástima. Desde que todo había estallado, ella no se había dejado ver por la empresa. Y ahora estaba allí. En carne y hueso.Caminó decidida por el pasillo alfombrado, ignorando las miradas curiosas y los murmullos. El eco de sus tacones marcaba el paso firme de una mujer que ya no se iba a dejar derrumbar.Cuando llegó frente a la oficina de Julio, respiró hondo y golpeó la puerta una sola vez antes de abrirla sin esperar respuesta.Julio levantó la vista desde su escritorio, sorprendido.—Hellen…Ella lo miró fijamente. Sin odio, sin gritar. Solo dolor. Un dolor tan intenso que cortaba el aire como una navaja. Dio un paso dentro, cer