Reina herida

La noche caía lentamente cuando Hellen cruzó el umbral de la mansión. El alma hecha trizas, la vista nublada por las lágrimas secas y un vacío en el pecho que le pesaba como una piedra. A cada paso que daba por el pasillo hacia la sala, el eco de lo que había visto se repetía en su mente como una pesadilla sin fin.

El beso. La traición. La certeza de que todo había sido una farsa.

No lloró al llegar. No gritó. Simplemente caminó como un fantasma hasta el armario de él, tomó una maleta y comenzó a empacarla con movimientos secos, mecánicos. La camisa que tanto le gustaba, los perfumes caros, las corbatas que había escogido para él como regalo. Todo fuera. No lo quería cerca, ni en sus cajones, ni en su aire.

Colocó la maleta en la sala y se sentó, esperando. Como una reina herida, con la dignidad hecha añicos, pero el rostro firme. El silencio reinaba cuando las llaves giraron en la puerta. Era él. Su traidor.

Nicolás entró, cabizbajo, el rostro demacrado por la culpa. No dijo nada al
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