CAPÍTULO 3

Marisa caminó a la recepción con Mía en los brazos, e hizo mala cara cuando sintió que su blusa, en la parte del estómago, donde se apoyaba el trasero de la bebé, se humedecía.

Eso sí que no lo había esperado, pero ahora entendía que la bebé no dejara de llorar, seguro no era nada cómodo estar empapada al punto de empapar a otros.

Puso en el mostrador de la recepción un letrero que decía “Favor de tocar en la oficina” y caminó hasta su lugar de trabajo para poder cambiar a la niña, tanto de pañal como de ropa, y para poderse cambiar de ropa también.

Ella era muy propensa a ensuciarse, porque en cualquier sitio se sentaba y en cualquier lugar se recargaba, por eso solía tener dos o tres cambios en un locker, por si alguien le mandaba de pronto un mensaje diciendo que pasaban por ella luego del trabajo para ir a cenar o a bailar a algún lado.

La castaña de ojos oscuros cambió el pañal de Mía, mientras le hablaba de montón de cosas lindas, luego le preparó la mamila y la alimentó, viéndola dormir, porque la pobre niña estaba demasiado cansada de llorar; solo entonces usó el baño para cambiarse de ropa y limpiar un poco su cuerpo, porque luego de alimentarla la pequeña le había vomitado un hombro.

Viendo a la niña dormida, la joven se encaminó a la recepción, a atender a quienes entraban, dejando la puerta de su oficina abierta para poder vigilar a la niña que dormía plácidamente en el lugar donde a veces ella también se dormía en lugar de ir a comer.

La oficina de la joven tenía una ventana que daba a la calle, a un espacio donde el sol entraba a media tarde y que, al colarse por las rendijas de la persiana, generaban un ambiente agradable y hasta visualmente deseable.

Marisa comenzó a trabajar en la recepción, mirando continuamente adentro de su oficina, y caminando hacia ella de vez en cuando, para revisarla más de cerca, porque la niña parecía estar bastante dormida.

Pero a la oficina solo iba de entrada por salida, porque la necesitaban más en la recepción, y había considerado que tal vez no sería prudente que todos los que accedían a ese lugar estuvieran tocando la puerta de esa oficina mientras la niña dormía, eso podría alterarla y se veía demasiado tranquila.

Casi tres horas después, Maximiliano y el abogado que acompañaba al hombre dejaron la sala de reunión, caminando hasta la recepción donde la mujer que se suponía debería estar cuidando a Mía estaba sola, concentrada en lo que hacía en la computadora.

El cuerpo del hombre se heló por completo, y de hecho su primer impulso fue caminar hasta esa mujer para enfrentarla, pero, al escuchar un llanto iniciando muy cerca del lugar, y al ver a la mujer mirar hacia una puerta, hacia la cual caminó después, pudo respirar de nuevo.

La joven alzó a la niña, que tenía recostada en un sofá cama iluminado por el sol, y la alzó en brazos, meciéndola y logrando que la niña dejara de llorar de inmediato.

Maximiliano no pudo evitar preguntarse qué era lo que le faltaba a él o le sobraba a esa mujer, porque la niña era de su sangre, y él estaba completamente seguro de que no estaba emparentado con esa joven por absolutamente ninguna parte.

El hombre caminó hasta la oficina, una cálida, bien ventilada, bien iluminada y tranquila oficina y, tras golpear suavemente la puerta en un par de ocasiones, recibió el pase de la joven Marisa, que le decía que podía darle la mamila en ese lugar, pues la niña parecía estar con hambre otra vez.

El abogado de la financiera que Maximiliano dirigía se despidió de él, porque tenía que regresar a la oficina, y el rubio no lo haría aún; Marisa salió a despedirlo y a recibir de Tomás la petición de usar la sala por algunas horas más.

El proyecto que la agropecuaria había presentado a la financiera necesitaba modificaciones y Tomás y sus empleados querían dejarlas listas antes de irse a comer; además, también reservó la sala para una hora por la tarde, donde Maximiliano se reuniría con ellos de nuevo para terminar de concretar su negocio.

La sala estaría libre todo el día, así que la joven accedió a la petición de ese hombre y, desde la recepción, vio al hombre con quien su amigo hacía negocios cabecear con la niña entre los brazos.

—Lo lamento —dijo el hombre, que sin darse cuenta se había quedado dormido por algunos minutos, pues el ambiente de ese lugar era tan bueno, y él estaba tan cansado, que no le fue difícil hacerlo—. He pasado una mala noche. Podría recomendarme un hotel para pasar un par de horas, en lo que se hace hora para la reunión de la tarde.

Marisa alzó las cejas y estiró los labios, estaban en plena fiesta patronal en esa pequeña ciudad, así que las calles de ese lugar estaban a tope, los hoteles no debían ser la excepción; pero igual se ofreció a intentar conseguirle un lugar sin lograr nada.

—Lo lamento —dijo Marisa de vuelta cuando el hombre, luego de dormir a Mía de nuevo, preguntó por la habitación—. No hay lugares disponibles en ninguna parte.

Maximiliano resopló disimuladamente y, viéndolo tan agotado, la castaña decidió volver a meterse donde no la estaban llamando.

» Si gusta, puede usar la oficina para descansar, puedo también pedirle comida de un buen restaurante para que coma aquí en lo que la hora de la reunión llega —ofreció la joven y el hombre le volvió a mirar contrariado—. Esa es mi oficina y, como ve, no la voy a usar por hoy, debo cuidar la recepción lo que resta del día.

El hombre lo pensó un poco, no quería aceptar semejante ofrecimiento, pero al mirar atrás y ver a Mía plácidamente dormida en lo que le parecía un pedazo de cielo, el hombre se tragó su orgullo y asintió, prometiendo pagar por eso también.

Marisa sacó su bolsa y maletín de la oficina, y le mostró al hombre cómo cerrar las persianas de la ventana que daba a la recepción, igual que la de la puerta, asegurándole que desde la calle no era visible para adentro gracias al cristal polarizado de esa ventana, por eso no era necesario que cerrara esa persiana si no lo quería.

Maximiliano cerró la puerta, cerró las dos persianas que daban a la recepción y se recostó en el sofá cama que ocupaba la mitad de esa pequeña oficina, que en serio se sentía bien si no tenía en cuenta el barullo de la gente o el sonido de los teléfonos sonando esporádicamente, sonidos que pronto dejó de escuchar, porque de verdad que estaba cansado.

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