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UN ERROR BONITO: La Hija de mi Marido es mi Sobrina
UN ERROR BONITO: La Hija de mi Marido es mi Sobrina
Por: Sathara
Capítulo 1: El hombre que no sabía sonreír

KATIA VEGA

Mi teléfono comenzó a vibrar sobre la mesa, recorriéndose lentamente hacia la orilla. Me acerqué corriendo, evitando que se fuera a caer. Cuando vi quien llamaba, mi estómago se revolvió y la hiel subió por mi esófago. 

Pegué el aparato a mi oído y, antes de que pudiera abrir la boca, lo escuché taladrando mis oídos con su hostilidad: —¡Katia! ¡¿Estás jodida de la cabeza?! —gritó furioso, su voz gruesa y profunda resonó causando eco en mi cerebro—. ¡¿Quieres matar a mi hija?! ¡¿Eso es lo que quieres?!

Los ojos se me llenaron de lágrimas, no por el regaño, no por su voz demandante y sus acusaciones, sino por la preocupación. ¿Qué le había pasado a la niña y por qué era mi culpa?

—¡Te quiero en el hospital general a la voz de ya! Sé perfectamente cuanto tiempo te haces de la casa hasta acá, tárdate un segundo más y te juro que te arrepentirás. —Colgó el teléfono y pude imaginar que incluso lo había azotado contra el piso.

Me quedé por un segundo pasmada, con el celular aún contra la oreja. No me había dado cuenta de que mis uñas se habían encajado en la palma de mi mano al apretar tanto el puño. Sacarlas de mi carne fue un estímulo doloroso que me hizo despertar. ¡Tenía que salir de inmediato!

•••

Llegué al hospital corriendo, la recepcionista parecía haberme estado esperando, pues de inmediato me dio referencias para encontrar a mi esposo, el «encantador» hombre con el que había hablado hacía un momento. Conforme me acercaba a la pequeña sala de espera, lo pude identificar, era tan alto que sobresalía de los demás, por lo menos por una cabeza. Sus cabellos negros como el carbón y un par de ojos verde turquesa adornaban su rostro varonil, pero de trazos finos y rectos. Era un hombre atractivo y lo sería más si no tuviera siempre el ceño y la boca fruncida. Era el hombre que no sabía sonreír. 

A su alrededor pude identificar a la directora del colegio, así como un par de maestros, todos aterrados y en silencio, con la mirada clavada en el piso y sin emitir ni un solo sonido. Era entendible, Marcos Saavedra tenía el poder necesario para cerrar el colegio con un chasquido de sus dedos. 

Caminé directo hacia él y cuando el ruido de mis tacones llamó su atención, ni siquiera pude preguntar qué era lo que pasaba, recibí una bofetada tan fuerte que terminé en el piso. Todo el mundo había girado, los oídos me zumbaban y cubrí mi mejilla sintiendo el calor y la inflamación apoderarse de ella. 

Levanté la mirada hacia él, quien no tenía intenciones de ayudarme a levantar, por el contrario, su rostro estaba cargado de repulsión y odio. Nada nuevo.

La directora, con cautela y sin separar la mirada de Marcos, me ayudó a levantar y fue la única con intenciones de explicarme lo que ocurría: —Señora Saavedra… 

—Su apellido es Vega —corrigió Marcos entornando los ojos. 

—Señora… Vega, Emilia se puso muy mal después del almuerzo. Su cara se volvió azul, tosía con fuerza, pero no tenía nada en la garganta. En la enfermería de la escuela dedujeron que era un problema alérgico y la trajimos de inmediato a urgencias —dijo la mujer sumamente apenada y sentí como el color desapareció de mi rostro. 

Hoy era el primer día de escuela de Emilia. Toda la noche la habíamos pasado arreglando sus útiles, estaba tan feliz por la mochila nueva que su papá le había comprado. La dejé en la puerta de su salón y me llenó de orgullo y alegría verla saludando a sus nuevos compañeros y tomando asiento. Era una niña encantadora, todo lo contrario a su padre, siempre tenía una sonrisa y una mirada cargada de amor para cualquiera que se acercara. 

Era mi error, cerré los ojos, lamentándome, pues tuve que decirle a la maestra que la niña era alérgica al maní. No lo pensé, no me acordé y ahora mi pequeña Emilia estaba sufriendo. ¡¿Qué hice?! ¡¿Cómo se me pudo olvidar algo tan importante?! 

Por primera vez podía justificar la furia de Marcos y me acerqué como perro con la cola entre las patas. —Marcos, lo siento… yo… —No sabía qué decir para disculparme. Me sentía tan mal.

Su mirada me congeló y solo me hizo sentir peor. Estaba furioso y por primera vez en mucho tiempo, le daba la razón. Me tomó con fuerza del brazo y me acercó a él. Con su mano libre envolvió mi mandíbula, obligándome a levantar el rostro.

—Si algo le pasa a Emilia, si tu error le arranca la vida, si la pierdo por tu m*****a culpa, te juro que te enterraré con ella —siseó conteniendo sus ganas de ahorcarme.

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