CAPÍTULO 3: Barbará 

Los monitores cardíacos pitaban sin cesar mientras Barbara Montenegro se movía entre los pacientes en la sala de emergencias del Hospital General de Sierra Verde.

Con precisión calculada, pero con una chispa de adrenalina en cada paso.

Cada pitido, cada rostro pálido, era un recordatorio de que el tiempo era oro.

—Necesito más heparina, ¡ahora! —ordenó con voz firme a una enfermera cercana, mientras sus ojos seguían concentrados en la pantalla que mostraba los signos vitales de su paciente más reciente.

—Dra. Montenegro, ya hemos superado las dosis indicadas. Si seguimos así, puede que haya una hemorragia —manifestó la enfermera con voz temblorosa.

A pesar de la tensión y el caos, Barbara mantenía una calma exterior que enmascaraba el torbellino de emociones dentro de ella.

—Si no la aplicamos ahora, igual morirá de un infarto —contestó de inmediato, aunque la enfermera dudó en aplicar la otra ampolla.

Barbara tomó la jeringa preparada de las manos de la enfermera y se acercó a la camilla para inyectarla en el suero.

Escuchó un grito ahogado de la enfermera a su espalda.

El silencio llenó la sala de emergencia como si toda la atención de aquel ajetreo se hubiese detenido por unos segundos.

Los segundos fueron eternos, pero Barbara no aparto sus ojos del monitor.

Observó estabilizarse los signos vitales a medida que el medicamento hacía su efecto.

Solo unos segundos más y dejó salir el aire de sus pulmones, sus hombros se relajaron y se permitió dar un paso atrás.

—Eso le dará más tiempo para estabilizarlo. Programen la cirugía para mañana a primera hora.

Eso fue todo. Los tacones de Barbara resonaron en la sala de emergencia antes de dejar todo el bullicio a su espalda y los murmullos que se levantaron como una ola que arrasaba todo a su paso.

A medida que se alejaba de la sala de emergencia estiro sus brazos para relajar la tensión acumulada momentos atrás.

El sonido de sus pasos se suavizó y parecía que estaba dejando caer cada gota de estrés y tensión que, por supuesto, no le hacían bien a su cuerpo, palmeo su hombro suavemente mientras esperaba el ascensor.

Se recostó en la pared como un gato holgazán y enfocó su mirada en sus pies.

Un par de tacones negros los adornaban, y pequeñas máculas rosadas sobresalían justo donde sus dedos desaparecían.

Claramente prefería las botas o los tenis, pero no era como si hubiese tenido opción de elegir.

Visitar a Isabela en el hospital había requerido más tiempo del que tenía programado, y luego visitar a su abogado había llevado el doble de tiempo para su grata sorpresa.

Isabela había insistido en que debía ir presentable porque era un restaurante con clase. Así que, bajo todo su pesar interno, había tenido que cambiar la comodidad de sus pijamas de hospital por un vestido negro elegante con ese par de tacones.

Ni siquiera había tenido tiempo de plancharlo, así que había una persistente arruga en las esquinas del vestido.

Podía jurar que, si no las miraba, era fácil fingir que no existían.

Ni hablar de su bata, que existía solo como prueba de que Barbara había hecho seis años en la escuela de medicina y cuatro más de especialidad, pero que su uso era prácticamente el de adornar el respaldo de su silla en la sala de lectura.

Cuando las puertas del ascensor se abrieron, había dos doctores hablando entre ellos y riendo envueltos en un ambiente de fraternidad.

Fue solo hasta que vieron a Barbara que sus expresiones cambiaron por completo y el ambiente se volvió tenso.

Barbara los observó de soslayo, ignorando sus miradas despectivas.

Una sonrisa se dibujó en sus labios, una que no alcanzaba sus ojos, disfrutando del leve placer de saber que los incomodaba.

Los doctores ignoraron por completo su saludo silencioso y pasaron a su lado. Fue solo un susurro tan bajo que iba con el objetivo de que solo Barbara lo escuchara.

—Paria.

La sonrisa en su rostro se borró y entró al ascensor casi inmediatamente. Cuando se giró, las puertas se habían cerrado y se encontraba completamente sola en el ascensor.

“No es como que no sepa eso,” pensó Barbara para sus adentros, apretando inconscientemente sus manos.

Hace dos años había llegado a Sierra Verde. Con una carga más grande de la que podía soportar sola, pero esperanzada en buscar un nuevo tratamiento para Isabela.

La mujer que la había criado desde que tenía 15 años, Isabela la había sacado del sistema de acogida y la había adoptado, dándole un hogar, el amor que jamás recibió y la oportunidad de un futuro mejor.

Se preguntó que hubiese sucedido si alguien le hubiera contado a Isabela lo que el futuro le deparaba a esa niña que había recogido, si alguien le hubiera dicho que se iba a transformaría en un monstro.

“No hubiese cambiado nada” ese pensamiento la lleno de un sentimiento amargo.

Isabela era la clase de persona que perdonaría al asesino de su hijo y aun así seguir adelante con el enorme corazón que tenía, y saber ese hecho la hacía sentir mucho peor.

Por eso cuando le ofrecieron el puesto de jefatura del departamento de radiología en un pueblo casi al otro lado del mundo, más lejos de lo que jamás hubiese ido antes y tan inexistente que no sabía ni dónde quedaba, pero que era el más cercano al hospital donde un nuevo protocolo para tratar el cáncer de hueso estaba llevándose a cabo, aceptó.

Empacó sus cosas sin dudar y se mudaron de ahí en un viaje de 3 días.

Isabela fue aceptada en el ensayo clínico y ella entró a trabajar como radióloga intervencionista en el Hospital General de Sierra Verde. Y cada vez que una pizca de malestar o de cualquier sentimiento que la llevara lejos de su objetivo, Isabela, metía todo eso en un baúl en su cabeza.

Se lo debía. Se lo recordaba constantemente. Le debía a Isabela la oportunidad de luchar por su vida.

Cerró los ojos y se cruzó de brazos aferrándose a sus brazos hasta que sus nudillos perdieron todo color.

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