Los monitores cardíacos pitaban sin cesar, mientras Barbara Montenegro se movía entre los pacientes en la sala de emergencias del Hospital General de Sierra Verde.
Con precisión calculada, pero con una chispa de adrenalina en cada paso.
Cada pitido, cada rostro pálido, era un recordatorio de que el tiempo era oro.
—Necesito más heparina, ¡ahora! —ordenó con voz firme a una enfermera cercana, mientras sus ojos seguían concentrados en la pantalla que mostraba los signos vitales de su paciente más reciente.
—Dra. Montenegro, ya hemos superado las dosis indicadas. Si seguimos así, puede que haya una hemorragia —manifestó la enfermera con voz temblorosa.
A pesar de la tensión y el caos, Barbara mantenía una calma exterior que enmascaraba el torbellino de emociones dentro de ella.
—Si no la aplicamos ahora, igual morirá de un infarto —contestó de inmediato, aunque la enfermera dudó en aplicar la otra ampolla.
Barbará tomó la jeringa preparada de las manos de la enfermera y se acercó a la camilla para inyectarla en el suero.
Escuchó un grito ahogado de la enfermera a su espalda.
El silencio llenó la sala de emergencia como si toda la atención de aquel ajetreo se hubiese detenido por unos segundos.
Los segundos fueron eternos, pero Barbara no apartó sus ojos del monitor.
Observó estabilizarse los signos vitales a medida que el medicamento hacía su efecto.
Solo unos segundos más y dejó salir el aire de sus pulmones. Sus hombros se relajaron y se permitió dar un paso atrás.
—Eso le dará más tiempo para estabilizarlo. Programen la cirugía para mañana a primera hora.
Eso fue todo. Los tacones de Barbara resonaron en la sala de emergencia antes de dejar todo el bullicio a su espalda y los murmullos que se levantaron como una ola que arrasaba todo a su paso.
A medida que se alejaba de la sala de emergencia estiro sus brazos para relajar la tensión acumulada momentos atrás.
El sonido de sus pasos se suavizó y parecía que estaba dejando caer cada gota de estrés y tensión que, por supuesto, no le hacían bien a su cuerpo; palmeó su hombro suavemente mientras esperaba el ascensor.
Se recostó en la pared como un gato holgazán y enfocó su mirada en sus pies.
Un par de tacones negros los adornaban, y pequeñas máculas rosadas sobresalían justo donde sus dedos desaparecían.
Claramente prefería las botas o los tenis, pero no era como si hubiese tenido opción de elegir.
Visitar a Isabela en el hospital había requerido más tiempo del que tenía programado, y luego visitar a su abogado había llevado el doble de tiempo para su grata sorpresa.
Isabela había insistido en que debía ir presentable porque era un restaurante con clase. Así que, bajo todo su pesar interno, había tenido que cambiar la comodidad de sus pijamas de hospital por un vestido negro elegante con ese par de tacones.
Ni siquiera había tenido tiempo de plancharlo, así que había una persistente arruga en las esquinas del vestido.
Podía jurar que, si no las miraba, era fácil fingir que no existían.
Ni hablar de su bata, que existía solo como prueba de que Barbara había hecho seis años en la escuela de medicina y cuatro más de especialidad, pero que su uso era prácticamente el de adornar el respaldo de su silla en la sala de lectura.
Cuando las puertas del ascensor se abrieron, había dos doctores hablando entre ellos y riendo envueltos en un ambiente de fraternidad.
Fue sólo hasta que vieron a Barbara que sus expresiones cambiaron por completo y el ambiente se volvió tenso.
Barbara los observó de soslayo, ignorando sus miradas despectivas.
Una sonrisa se dibujó en sus labios, una que no alcanzaba sus ojos, disfrutando del leve placer de saber que los incomodaba.
Los doctores ignoraron por completo su saludo silencioso y pasaron a su lado. Fue solo un susurro tan bajo que iba con el objetivo de que solo Barbara lo escuchara.
—Paria.
La sonrisa en su rostro se borró y entró al ascensor casi inmediatamente. Cuando se giró, las puertas se habían cerrado y se encontraba completamente sola en el ascensor.
“No es como que no sepa eso", pensó Barbara para sus adentros, apretando inconscientemente sus manos.
Hace dos años había llegado a Sierra Verde. Con una carga más grande de la que podía soportar sola, pero esperanzada en buscar un nuevo tratamiento para Isabela.
La mujer que la había criado desde que tenía 15 años, Isabela, la había sacado del sistema de acogida y la había adoptado, dándole un hogar, el amor que jamás recibió y la oportunidad de un futuro mejor.
Se preguntó qué hubiese sucedido si alguien le hubiera contado a Isabela lo que el futuro le deparaba a esa niña que había recogido, si alguien le hubiera dicho que se iba a transformar en un monstro.
“No hubiese cambiado nada", ese pensamiento la lleno de un sentimiento amargo.
Isabela era la clase de persona que perdonaría al asesino de su hijo y aún así seguir adelante con el enorme corazón que tenía, y saber ese hecho la hacía sentir mucho peor.
Por eso, cuando le ofrecieron el puesto de jefatura del departamento de radiología en un pueblo casi al otro lado del mundo, más lejos de lo que jamás hubiese ido antes y tan inexistente que no sabía ni dónde quedaba, pero que era el más cercano al hospital donde un nuevo protocolo para tratar el cáncer de hueso estaba llevándose a cabo, aceptó.
Empacó sus cosas sin dudar y se mudaron de ahí en un viaje de 3 días.
Isabela fue aceptada en el ensayo clínico y ella entró a trabajar como radióloga intervencionista en el Hospital General de Sierra Verde. Y cada vez que una pizca de malestar o de cualquier sentimiento la llevara lejos de su objetivo, Isabela, metía todo eso en un baúl en su cabeza.
Se lo debía. Se lo recordaba constantemente. Le debía a Isabela la oportunidad de luchar por su vida.
Cerró los ojos, aferrándose a sus brazos hasta que sus nudillos perdieron todo color.
El primer año fue el más difícil de los dos.Bárbara tuvo que aprender a lidiar con el hecho de que ahora no solo era la “loca asesina” en una tierra lejana, sin pasado ni padres, sino también la “paria” del hospital en un pueblo tan pequeño como Sierra Verde, donde las costumbres eran tan antiguas que ni siquiera le dieron la bienvenida.Sus métodos poco convencionales para tratar a los pacientes no le ganaron popularidad, y más de una vez pensó que la echarían antes de siquiera poder comenzar. Pero entonces, resolvió uno de los casos más complejos que habían llegado al hospital, y el desprecio que le tenían se transformó en un respeto-odio.Ahora, por lo menos, casi nadie se atrevía a meterse con ella, salvo por uno que otro comentario amargo.Bárbara se había acostumbrado a esos comentarios.Dos años después, casi se había hecho inmune a escucharlos. Aun así, mentiría si dijera que era algo con lo que le gustaba vivir. Quizás solo necesitaba salir.Escapar por un rato, tomarse un tr
Bastián se sentó frente a su computadora, su mirada fija en la hoja en blanco que solo contenía una palabra.Sentía una punzada de irritación al ver una respuesta tan despectiva a su meticuloso memorándum.Cada detalle debía ser perfecto, cada paso cuidadosamente planificado, y esta respuesta desordenada iba en contra de todo lo que valoraba. Incluso si su receptora no tenía ninguna clase o mereciera el esfuerzo.Dejó salir un suspiro cansado cuando se cruzó de piernas con los dedos entrelazados sobre su estómago, pensativo.¿Sería suficiente para hacerla llegar?¿No sospecharía de ninguna forma?Después de dos años sin verse mutuamente y negarle cada una de sus propuestas, que de la nada aceptara a cualquiera podría ponerla a la defensiva, así que esperó.El hecho de que no haya llegado otro folder manila ni se estuvieran acumulando en su escritorio las últimas 4 horas era una buena señal.Tal vez apareciera en cualquier momento. Así que se preparó mentalmente.Era hora de terminar la
Bastián cerró los ojos, tragó en seco antes de volver a centrar su vista en la mujer que tenía en frente, un destello de diversión cruzó la mirada de ella, lo que disparó una pizca de molestia en su interior.¿Cómo podía estar tan tranquila con toda aquella situación? Pero como si el universo se hubiese puesto de acuerdo para hacer aquel día peor, observó cómo mordió su labio inferior sin borrar esa sonrisa por completo.Aparto la mirada, pensando lo peligrosa que era aquella mujer. Ni siquiera la conocía, no sabía de dónde había salido, pero la desconfianza y su preocupación por Liam pesaron sobre todo lo demás.No tardó mucho en oler aquel aroma a mar y levemente picante, el mismo que habían sentido en el ascensor. El aroma de los lirios.Su hijo se había escapado de la guardería por una mujer desconocida, persiguiendo su aroma.Sino había sentido enojo por lo que había hecho Liam, ahora lo sentía.Por ese aroma, por esa mujer que probablemente no tenía idea de la obsesión de Liam
“¡Lirios!”Las palabras del niño resonaron en lo profundo de su mente.Barbara ya no estaba en la recepción del departamento de radiología, sino de vuelta en aquel prado lleno de lirios bajo el sol del mediodía.La brisa movía suavemente las flores, intensificando su aroma picante. A medida que se hundía más en el recuerdo, su corazón se sumergía en un abismo terriblemente familiar.Bajó la mirada y ahí, entre las flores, había una lápida plateada sencilla y reluciente, con una inscripción:“En memoria de Clara Navarro Madre amorosa y alma bondadosa Su amor nos guía, su espíritu nos fortalece. Que encuentre paz eterna”Apretó inconscientemente su mano buscando otra más pequeña, pero no encontró nada.Barbará escuchó el quejido del niño y regresó de nuevo a la realidad.Un par de lágrimas se deslizaron por el rostro ruborizado del niño.El sollozo de un niño silencioso le pareció tan extraño de ver. La sangre de su nariz había ensuciado buena parte de su propia ropa.Barbara se acerc
Solo se dio cuenta de que estaba sonriendo cuando él la fulminó con la mirada. Se mordió el labio, tratando de borrar esa sonrisa, pero era inútil; había aparecido antes de que pudiera evitarla. La furia en los ojos del hombre estaba contenida, apenas domada por la pequeña figura a su lado, quien parecía luchar por encontrar su voz.“Este hombre es estricto”, pensó Bárbara. Liam apenas podía expresarse frente a él, ni siquiera para algo tan sencillo como una disculpa. Esa mirada en el rostro del niño no le gustó en absoluto.Ver a Liam aferrarse a la ropa de su padre, mientras sus ojos oscilaban entre él y ella, le arrancó otra sonrisa. El hombre sacó su teléfono con ese aire de suficiencia, listo para pagarle. Ni siquiera hizo contacto visual con ella. "Típico", pensó Bárbara.Apoyó una mano en su cintura, disfrutando del momento, y decidió provocarlo un poco más.—Un simple "gracias" sería suficiente, pero ya que insistes... quiero 150,000 pesos. En dólares, por supuesto.La expresió
No podía describir exactamente cómo se sentía en ese momento; solo sabía que era frustrante no ser capaz de ponerle nombre a esas emociones. Ni siquiera entendía cómo esa mujer había logrado decir tanto y, al mismo tiempo, dejarlo con más preguntas que respuestas. Todo en ella era confuso, y él no soportaba la confusión.Se dejó caer en una banca junto a uno de los puestos de flores, sintiendo que sus fuerzas lo abandonaban. El peso de la tensión que había cargado durante horas se disipaba tan rápido, que lo dejó exhausto. Su cuerpo, normalmente rígido y controlado, ahora parecía haberse relajado de golpe, como si solo la cercanía de Liam lo mantuviera en pie.Pero algo lo seguía molestando, un zumbido incómodo en el fondo de su mente, como una advertencia que no quería escuchar. Decidió ignorarlo y centrarse en lo que tenía frente a él.Liam se había escapado de la guardería para buscar ese aroma a lirios que desprendía esa mujer. Bastián sabía que había una posibilidad de que volvier
El rostro de Bastián se tornó pálido, sus ojos entrecerrándose mientras miraba a Bárbara, intentando procesar la información. Parte de ella quería reír ante la evolución de los acontecimientos, no porque la situación fuera graciosa, sino porque los latidos nerviosos de su corazón necesitaban una salida. Sin embargo, sabía que reír no era la opción más inteligente, sobre todo con Adler Becker, el director del hospital, justo a su lado.El hombre que había rechazado sus peticiones una y otra vez durante dos años, el hombre que le había hecho la vida imposible era el mismo hombre encantador que había encontrado en el ascensor. Era el padre del pequeño Liam, y ahora la miraba como si fuera su enemiga. La molestia en su mirada se transformó en una expresión en blanco, un conflicto interno entre la duda y el enojo.—¿Tú eres la "Reina del trombo"? —preguntó Bastián, su voz cargada de incredulidad y molestia.Escuchar ese apodo absurdo salir de los labios de Bastián le provocó un escalofrío i
El tiempo pareció detenerse mientras sus miradas se entrelazaban. Bárbara y Bastián intentaban descifrar las emociones del otro, la maraña de sentimientos que fluía entre ellos. Bárbara se dio cuenta de que sus propias barreras estaban cayendo, al menos por ese breve instante. El aire en la sala era denso, casi palpable. El eco de sus respiraciones llenaba el silencio.Finalmente, Adler rompió la tensión, aclarando su garganta y recordándoles su presencia con una sonrisa que bordeaba la diversión.—Dra. Montenegro, entiendo que quiere un presupuesto de 1.5 millones de dólares para renovar la maquinaria —dijo Adler, sus ojos brillando con una mezcla de desafío y expectativa.Bárbara tragó en seco, sintiendo un nudo en la garganta. Su mirada se apartó de Bastián para centrarse en Adler. Asintió lentamente, consciente de la importancia de este momento.—Sí, así es. Sé que he hecho esta solicitud varias veces, pero es crucial. La maquinaria actual está en condiciones deplorables, y conside