CAPITULO 4: Bárbara

El primer año fue el más difícil de los dos.

Bárbara tuvo que aprender a lidiar con el hecho de que ahora no solo era la “loca asesina” en una tierra lejana, sin pasado ni padres, sino también la “paria” del hospital en un pueblo tan pequeño como Sierra Verde, donde las costumbres eran tan antiguas que ni siquiera le dieron la bienvenida.

Sus métodos poco convencionales para tratar a los pacientes no le ganaron popularidad, y más de una vez pensó que la echarían antes de siquiera poder comenzar. Pero entonces, resolvió uno de los casos más complejos que habían llegado al hospital, y el desprecio que le tenían se transformó en un respeto-odio.

Ahora, por lo menos, casi nadie se atrevía a meterse con ella, salvo por uno que otro comentario amargo.

Bárbara se había acostumbrado a esos comentarios.

Dos años después, casi se había hecho inmune a escucharlos. Aun así, mentiría si dijera que era algo con lo que le gustaba vivir. Quizás solo necesitaba salir.

Escapar por un rato, tomarse un trago en algún bar, perderse en la música de una disco en la ciudad, lejos de este “pueblo olvidado por Dios”.

Necesitaba ver algo distinto, algo que le recordara que existía vida más allá de estas paredes.

"Necesito encontrar algo lindo para ver", pensó mientras se estiraba y pasaba una mano por su cabello.

Pensar en la última persona con la que había estado le dio una sacudida a sus memorias. Pero el recuerdo de las miradas despectivas de esos doctores hizo que su mal humor regresara con más fuerza.

"No tiene caso. Lo dejaré ir", pensó, resignada. Sabía que nada evitaría que su ánimo se mantuviera por los suelos las próximas horas.

Observó el número en la pantalla del ascensor. Había llegado al primer piso, pero las puertas seguían cerradas. Extendió la mano hacia los botones cuando las puertas se abrieron.

Lo primero que vio fue a un niño, probablemente de unos cinco años, cabizbajo.

Sus mejillas regordetas sobresalían a ambos lados de su pequeño rostro, teñidas de rojo. Dos filas de pestañas doradas escondían sus ojos, y su cabello desordenado caía en ondas hasta su frente.

El niño se paró junto a ella, sin decir nada. Bárbara lo observó más tiempo del que debería, hasta que el ascensor descendió por el peso de alguien más. Fue entonces cuando levantó la mirada y lo vio.

"Definitivamente, esto es algo lindo", pensó Bárbara.

Deseó con todas sus fuerzas tener lentes oscuros para poder observarlo como debía.

Todo lo que logró captar fue a una velocidad infinitamente lamentable, pero suficiente para ver el parecido del niño con él.

Probablemente era su padre. Vestido con un traje elegante azulado, la corbata roja hacía que todo el oro en él sobresaliera.

No pudo quedarse más tiempo. Vio al niño y al hombre más lindo que jamás había visto hacerse a un lado para darle espacio, y entonces salió.

Eso había funcionado. La molestia de antes desapareció por completo.

Después de una caminata sorprendentemente larga, salió dando pequeños saltitos de alegría. Sin embargo, al segundo saltito volvió a sentir el ardor en sus pies. Ya estaba cerca de la oficina, se acercó lo más cuidadosamente posible, girando por el pasillo.

Entró en el ala de radiología y se dirigió a la sala de descanso. Allí encontró a Hans Müller, su compañero radiólogo, quien oficialmente era la única persona conocida que aguantaba estar más de diez minutos en un cuarto con ella.

Hans estaba concentrado en la pantalla frente a él, sentado en una de las butacas de la sala de descanso con la laptop sobre sus piernas.

—¿Qué pasa, Bárbara? ¿A quién hiciste enojar esta vez? —preguntó Hans, sin despegar la vista de la pantalla de su laptop, pero con una sonrisa torcida dibujándose en su rostro.

Bárbara se encogió de hombros mientras sentía el suelo bajo sus pies; le supo a gloria.

Hans había llegado casi al mismo tiempo que ella al hospital, volviéndose compañeros casi de inmediato.

La practicidad de Hans y la impulsividad de Bárbara hicieron que no se llevaran bien al principio, pero con el tiempo descubrieron que tenían más en común de lo que creían.

Hans había estado viajando de país en país después de la muerte de sus padres en un accidente automovilístico, hasta que decidió alejarse de las grandes ciudades y optó por un puesto en Sierra Verde, lo suficientemente apartado como para mantenerse oculto sin llamar la atención.

Muchas veces, Bárbara se preguntó si Hans estaba huyendo de algo o de alguien, pero en esas múltiples ocasiones en que su boca preguntó cosas delicadas, él solo se rió y cambió de tema con una expresión despreocupada, sin notar el cambio en su mirada o la manera en que tocaba sus labios suavemente con los dedos cuando esos temas venían a colación. Era una especie de tic que ni Hans parecía ser consciente de tener.

—Un día, la señora Wagner sufrirá un derrame por el estrés que le causas —sus palabras la sacaron de sus pensamientos casi de inmediato.

No era momento de preocuparse por esas cosas.

—Qué bien que tenemos disponible una intervencionista vascular cerca —respondió Bárbara, sin remordimientos, mientras rebuscaba su vieja pijama hospitalaria. Pudo escuchar el siseo de Hans tras ella.

Aunque, claro está, no le deseaba un derrame a la señora Klara Wagner, una mujer de 59 años con la mitad de ellos dedicados al hospital. No podía entender cómo alguien podía trabajar tantos años en un lugar, detrás de un escritorio, tratando con personas problemáticas todo el tiempo. Sin quedarse calva… ya fuera intencional o no.

A pesar de eso, Bárbara sentía un poco de empatía por la señora Wagner. Tal vez debería pasarle un café como disculpa. Luego. Se encargaría de eso luego.

—Por cierto, tus interminables intentos de molestar al rígido señor Schneider parece que dieron fruto. Aceptó uno de tus absurdos presupuestos.

Eso la tomó por sorpresa. Tanta que se giró lentamente hacia Hans, quien cerró su laptop y la observó sin borrar aquella sonrisa torcida.

—No mientas —respondió Bárbara, con el corazón latiéndole a mil.

Hans alcanzó su café que se había estado enfriando a la altura de sus pies y le dio un sorbo antes de asentir.

—Lo vi yo mismo cuando vine. En la entrada de tu oficina colgaba un folder manila que aceptaba tu propuesta.

Hans le mostró el folder abierto que balanceó unas cuantas veces antes de lanzárselo, cosa que apenas pudo atrapar. Los latidos de su corazón podían fácilmente haberle ayudado a correr una maratón en ese momento.

Bárbara observó el sobre manila. De no ser porque Hans lo había abierto, podía casi verlo cuando vino: sin ninguna arruga, meticulosamente preparado. Con una caligrafía tan perfecta que parecía sacada de una de las fuentes de Word. Incluso podía ver la pluma de alta calidad con la que había sido escrita.

—Ni siquiera quiero imaginar lo difícil que fue para el señor rígido responder.

Hans dejó escapar una risa, lo que hizo que Bárbara levantara la vista molesta hacia él. Abrió el folder y sacó una hoja casi blanca donde decía una sola palabra, impresa en grandes letras, ocupando casi todo el espacio:

"Aceptado."

Algo no le daba buena espina. El señor rígido nunca había aceptado ninguna de sus propuestas desde que estaba ahí.

A la primera propuesta le había puesto empeño, pero él la rechazó casi de inmediato, sin darle tiempo siquiera de explicarla. Solo mandó un manual instructivo sobre cómo volver a hacerle la oferta, con una nota que casi parecía darle un 0.

Bárbara, siendo como era, no lo tomó bien. En los siguientes intentos, se aseguró de que fueran para molestarlo. Esperaba que, al menos, se tomaría el tiempo de buscarla, pero todo lo que supo es que él había dicho que era la mujer más insufrible de todo el hospital.

No era la primera vez que alguien hablaba a sus espaldas, pero al menos todos los demás la habían visto una vez.

¡Ese hombre rígido no la había visto ni una sola vez! Y ya tenía sus opiniones sobre ella. Así que, si de todas formas pensaba que era una mujer insufrible, entonces claro que podía serlo.

Durante dos años lo había evitado, a veces a propósito y otras sin intención.

De todas formas, estaba agradecida de no conocerlo en persona, sino probablemente su sarcasmo o sus comentarios habrían salido a flote y se habría ganado un enemigo más en su interminable lista.

Y ahí estaba, sosteniendo ese papel en sus manos, con el estómago revolviéndose. No le gustaba cómo sonaba. No le gustaba para nada que de repente hubiera cambiado de opinión.

—¿Qué crees que pasó? ¿Crees que sea una trampa? —preguntó Bárbara, tomando asiento frente a Hans.

—Solo tienes que ir y averiguarlo —su respuesta fue tan sencilla como todo lo que representaba Hans.

—Hans, eres la única persona que me trata como persona en este lugar… Dime algo, si tú fueras el señor rígido y yo te pidiera una máquina de 150,000 dólares, ¿la aceptarías?

Hans levantó la vista de su laptop, arqueando una ceja.

—¿Estás loca? —respondió, casi con incredulidad, como si la pregunta fuera absurda.

—¡Ves! —gritó Bárbara, levantando las manos en señal de frustración—. Algo está tramando. No es normal que, después de dos años de guerra, quiera hacer las paces de la nada.

Hans se recostó en su silla, negando con la cabeza.

—Tal vez se acabaron sus recursos para seguir peleando —contestó Hans, entretenido ante la desgracia de su amiga— o, en su defecto, su paciencia. O descubrió que pelear contigo es como pelear con una pared: un desperdicio de energía.

Bárbara frunció el ceño ante su comentario.

—Eres un imbécil a veces. Muchas gracias.

Hans rodó los ojos. —Solo debes ir y averiguarlo. No puede hacerte nada, de todas formas, o lo habría hecho hace dos años, desde que comenzaste esta absurda guerra. Además, necesitamos esa máquina. Gracias a ti, nuestro TAC parece motor de avión cada vez que se enciende. Más vale que no lo arruines, o Greta de verdad va a desaparecer tu colección de placas.

Bárbara sintió un escalofrío subir por su columna cuando giró para ver su “colección de placas de rayos X” adornando su casillero y parte de las paredes de la sala de descanso. Había visto a Greta enojada dos veces en su vida y sabía que nunca salieron sus cosas intactas.

Por primera vez tendría que enfrentar al señor Rígido y Meticuloso si quería sobrevivir a la furia de Greta.

Ambos escucharon un estruendo fuera de la sala de descanso. Intercambiaron miradas antes de dirigirse al vestíbulo, y justo allí, sobre el suelo, vieron a un niño de cinco años bañado en un oro familiar.

Su pequeño cuerpo parecía haber perdido el equilibrio. Su rostro regordete se despegó del suelo y levantó la mirada, dirigiéndola primero a Hans, quien estaba más confundido que Bárbara, y luego esos pequeños ojos dorados se enfocaron en ella.

Esos ojos apacibles e imperturbables que había visto en el ascensor hace unas horas se abrieron de par en par. Casi fue capaz de ver cómo las pupilas se dilataban y sus labios se abrían.

La palabra atravesó el aire como un relámpago, dejándola paralizada.

—¡Lirios!

Un eco del pasado que Bárbara había intentado enterrar. Su corazón se detuvo un instante, y en ese silencio, el mundo pareció girar fuera de control.

Y entonces vio la sangre.

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