El primer año fue el más difícil de los dos.
Bárbara tuvo que aprender a lidiar con el hecho de que ahora no solo era la “loca asesina” en una tierra lejana, sin pasado ni padres, sino también la “paria” del hospital en un pueblo tan pequeño como Sierra Verde, donde las costumbres eran tan antiguas que ni siquiera le dieron la bienvenida.
Sus métodos poco convencionales para tratar a los pacientes no le ganaron popularidad, y más de una vez pensó que la echarían antes de siquiera poder comenzar. Pero entonces, resolvió uno de los casos más complejos que habían llegado al hospital, y el desprecio que le tenían se transformó en un respeto-odio.
Ahora, por lo menos, casi nadie se atrevía a meterse con ella, salvo por uno que otro comentario amargo.
Bárbara se había acostumbrado a esos comentarios.
Dos años después, casi se había hecho inmune a escucharlos. Aun así, mentiría si dijera que era algo con lo que le gustaba vivir. Quizás solo necesitaba salir.
Escapar por un rato, tomarse un trago en algún bar, perderse en la música de una disco en la ciudad, lejos de este “pueblo olvidado por Dios”.
Necesitaba ver algo distinto, algo que le recordara que existía vida más allá de estas paredes.
"Necesito encontrar algo lindo para ver", pensó mientras se estiraba y pasaba una mano por su cabello.
Pensar en la última persona con la que había estado le dio una sacudida a sus memorias. Pero el recuerdo de las miradas despectivas de esos doctores hizo que su mal humor regresara con más fuerza.
"No tiene caso. Lo dejaré ir", pensó, resignada. Sabía que nada evitaría que su ánimo se mantuviera por los suelos las próximas horas.
Observó el número en la pantalla del ascensor. Había llegado al primer piso, pero las puertas seguían cerradas. Extendió la mano hacia los botones cuando las puertas se abrieron.
Lo primero que vio fue a un niño, probablemente de unos cinco años, cabizbajo.
Sus mejillas regordetas sobresalían a ambos lados de su pequeño rostro, teñidas de rojo. Dos filas de pestañas doradas escondían sus ojos, y su cabello desordenado caía en ondas hasta su frente.
El niño se paró junto a ella, sin decir nada. Bárbara lo observó más tiempo del que debería, hasta que el ascensor descendió por el peso de alguien más. Fue entonces cuando levantó la mirada y lo vio.
"Definitivamente, esto es algo lindo", pensó Bárbara.
Deseó con todas sus fuerzas tener lentes oscuros para poder observarlo como debía.
Todo lo que logró captar fue a una velocidad infinitamente lamentable, pero suficiente para ver el parecido del niño con él.
Probablemente era su padre. Vestido con un traje elegante azulado, la corbata roja hacía que todo el oro en él sobresaliera.
No pudo quedarse más tiempo. Vio al niño y al hombre más lindo que jamás había visto hacerse a un lado para darle espacio, y entonces salió.
Eso había funcionado. La molestia de antes desapareció por completo.
Después de una caminata sorprendentemente larga, salió dando pequeños saltitos de alegría. Sin embargo, al segundo saltito volvió a sentir el ardor en sus pies. Ya estaba cerca de la oficina, se acercó lo más cuidadosamente posible, girando por el pasillo.
Entró en el ala de radiología y se dirigió a la sala de descanso. Allí encontró a Hans Müller, su compañero radiólogo, quien oficialmente era la única persona conocida que aguantaba estar más de diez minutos en un cuarto con ella.
Hans estaba concentrado en la pantalla frente a él, sentado en una de las butacas de la sala de descanso con la laptop sobre sus piernas.
—¿Qué pasa, Bárbara? ¿A quién hiciste enojar esta vez? —preguntó Hans, sin despegar la vista de la pantalla de su laptop, pero con una sonrisa torcida dibujándose en su rostro.
Bárbara se encogió de hombros mientras sentía el suelo bajo sus pies; le supo a gloria.
Hans había llegado casi al mismo tiempo que ella al hospital, volviéndose compañeros casi de inmediato.
La practicidad de Hans y la impulsividad de Bárbara hicieron que no se llevaran bien al principio, pero con el tiempo descubrieron que tenían más en común de lo que creían.
Hans había estado viajando de país en país después de la muerte de sus padres en un accidente automovilístico, hasta que decidió alejarse de las grandes ciudades y optó por un puesto en Sierra Verde, lo suficientemente apartado como para mantenerse oculto sin llamar la atención.
Muchas veces, Bárbara se preguntó si Hans estaba huyendo de algo o de alguien, pero en esas múltiples ocasiones en que su boca preguntó cosas delicadas, él solo se rió y cambió de tema con una expresión despreocupada, sin notar el cambio en su mirada o la manera en que tocaba sus labios suavemente con los dedos cuando esos temas venían a colación. Era una especie de tic que ni Hans parecía ser consciente de tener.
—Un día, la señora Wagner sufrirá un derrame por el estrés que le causas —sus palabras la sacaron de sus pensamientos casi de inmediato.
No era momento de preocuparse por esas cosas.
—Qué bien que tenemos disponible una intervencionista vascular cerca —respondió Bárbara, sin remordimientos, mientras rebuscaba su vieja pijama hospitalaria. Pudo escuchar el siseo de Hans tras ella.
Aunque, claro está, no le deseaba un derrame a la señora Klara Wagner, una mujer de 59 años con la mitad de ellos dedicados al hospital. No podía entender cómo alguien podía trabajar tantos años en un lugar, detrás de un escritorio, tratando con personas problemáticas todo el tiempo. Sin quedarse calva… ya fuera intencional o no.
A pesar de eso, Bárbara sentía un poco de empatía por la señora Wagner. Tal vez debería pasarle un café como disculpa. Luego. Se encargaría de eso luego.
—Por cierto, tus interminables intentos de molestar al rígido señor Schneider parece que dieron fruto. Aceptó uno de tus absurdos presupuestos.
Eso la tomó por sorpresa. Tanta que se giró lentamente hacia Hans, quien cerró su laptop y la observó sin borrar aquella sonrisa torcida.
—No mientas —respondió Bárbara, con el corazón latiéndole a mil.
Hans alcanzó su café que se había estado enfriando a la altura de sus pies y le dio un sorbo antes de asentir.
—Lo vi yo mismo cuando vine. En la entrada de tu oficina colgaba un folder manila que aceptaba tu propuesta.
Hans le mostró el folder abierto que balanceó unas cuantas veces antes de lanzárselo, cosa que apenas pudo atrapar. Los latidos de su corazón podían fácilmente haberle ayudado a correr una maratón en ese momento.
Bárbara observó el sobre manila. De no ser porque Hans lo había abierto, podía casi verlo cuando vino: sin ninguna arruga, meticulosamente preparado. Con una caligrafía tan perfecta que parecía sacada de una de las fuentes de Word. Incluso podía ver la pluma de alta calidad con la que había sido escrita.
—Ni siquiera quiero imaginar lo difícil que fue para el señor rígido responder.
Hans dejó escapar una risa, lo que hizo que Bárbara levantara la vista molesta hacia él. Abrió el folder y sacó una hoja casi blanca donde decía una sola palabra, impresa en grandes letras, ocupando casi todo el espacio:
"Aceptado."
Algo no le daba buena espina. El señor rígido nunca había aceptado ninguna de sus propuestas desde que estaba ahí.
A la primera propuesta le había puesto empeño, pero él la rechazó casi de inmediato, sin darle tiempo siquiera de explicarla. Solo mandó un manual instructivo sobre cómo volver a hacerle la oferta, con una nota que casi parecía darle un 0.
Bárbara, siendo como era, no lo tomó bien. En los siguientes intentos, se aseguró de que fueran para molestarlo. Esperaba que, al menos, se tomaría el tiempo de buscarla, pero todo lo que supo es que él había dicho que era la mujer más insufrible de todo el hospital.
No era la primera vez que alguien hablaba a sus espaldas, pero al menos todos los demás la habían visto una vez.
¡Ese hombre rígido no la había visto ni una sola vez! Y ya tenía sus opiniones sobre ella. Así que, si de todas formas pensaba que era una mujer insufrible, entonces claro que podía serlo.
Durante dos años lo había evitado, a veces a propósito y otras sin intención.
De todas formas, estaba agradecida de no conocerlo en persona, sino probablemente su sarcasmo o sus comentarios habrían salido a flote y se habría ganado un enemigo más en su interminable lista.
Y ahí estaba, sosteniendo ese papel en sus manos, con el estómago revolviéndose. No le gustaba cómo sonaba. No le gustaba para nada que de repente hubiera cambiado de opinión.
—¿Qué crees que pasó? ¿Crees que sea una trampa? —preguntó Bárbara, tomando asiento frente a Hans.
—Solo tienes que ir y averiguarlo —su respuesta fue tan sencilla como todo lo que representaba Hans.
—Hans, eres la única persona que me trata como persona en este lugar… Dime algo, si tú fueras el señor rígido y yo te pidiera una máquina de 150,000 dólares, ¿la aceptarías?
Hans levantó la vista de su laptop, arqueando una ceja.
—¿Estás loca? —respondió, casi con incredulidad, como si la pregunta fuera absurda.
—¡Ves! —gritó Bárbara, levantando las manos en señal de frustración—. Algo está tramando. No es normal que, después de dos años de guerra, quiera hacer las paces de la nada.
Hans se recostó en su silla, negando con la cabeza.
—Tal vez se acabaron sus recursos para seguir peleando —contestó Hans, entretenido ante la desgracia de su amiga— o, en su defecto, su paciencia. O descubrió que pelear contigo es como pelear con una pared: un desperdicio de energía.
Bárbara frunció el ceño ante su comentario.
—Eres un imbécil a veces. Muchas gracias.
Hans rodó los ojos. —Solo debes ir y averiguarlo. No puede hacerte nada, de todas formas, o lo habría hecho hace dos años, desde que comenzaste esta absurda guerra. Además, necesitamos esa máquina. Gracias a ti, nuestro TAC parece motor de avión cada vez que se enciende. Más vale que no lo arruines, o Greta de verdad va a desaparecer tu colección de placas.
Bárbara sintió un escalofrío subir por su columna cuando giró para ver su “colección de placas de rayos X” adornando su casillero y parte de las paredes de la sala de descanso. Había visto a Greta enojada dos veces en su vida y sabía que nunca salieron sus cosas intactas.
Por primera vez tendría que enfrentar al señor Rígido y Meticuloso si quería sobrevivir a la furia de Greta.
Ambos escucharon un estruendo fuera de la sala de descanso. Intercambiaron miradas antes de dirigirse al vestíbulo, y justo allí, sobre el suelo, vieron a un niño de cinco años bañado en un oro familiar.
Su pequeño cuerpo parecía haber perdido el equilibrio. Su rostro regordete se despegó del suelo y levantó la mirada, dirigiéndola primero a Hans, quien estaba más confundido que Bárbara, y luego esos pequeños ojos dorados se enfocaron en ella.
Esos ojos apacibles e imperturbables que había visto en el ascensor hace unas horas se abrieron de par en par. Casi fue capaz de ver cómo las pupilas se dilataban y sus labios se abrían.
La palabra atravesó el aire como un relámpago, dejándola paralizada.
—¡Lirios!
Un eco del pasado que Bárbara había intentado enterrar. Su corazón se detuvo un instante, y en ese silencio, el mundo pareció girar fuera de control.
Y entonces vio la sangre.
Bastián se sentó frente a su computadora, su mirada fija en la hoja en blanco que solo contenía una palabra.Sentía una punzada de irritación al ver una respuesta tan despectiva a su meticuloso memorándum.Cada detalle debía ser perfecto, cada paso cuidadosamente planificado, y esta respuesta desordenada iba en contra de todo lo que valoraba. Incluso si su receptora no tenía ninguna clase o mereciera el esfuerzo.Dejó salir un suspiro cansado cuando se cruzó de piernas con los dedos entrelazados sobre su estómago, pensativo.¿Sería suficiente para hacerla llegar?¿No sospecharía de ninguna forma?Después de dos años sin verse mutuamente y negarle cada una de sus propuestas, que de la nada aceptara a cualquiera podría ponerla a la defensiva, así que esperó.El hecho de que no haya llegado otro folder manila ni se estuvieran acumulando en su escritorio las últimas 4 horas era una buena señal.Tal vez apareciera en cualquier momento. Así que se preparó mentalmente.Era hora de terminar la
Bastián cerró los ojos, tragó en seco antes de volver a centrar su vista en la mujer que tenía en frente, un destello de diversión cruzó la mirada de ella, lo que disparó una pizca de molestia en su interior.¿Cómo podía estar tan tranquila con toda aquella situación? Pero como si el universo se hubiese puesto de acuerdo para hacer aquel día peor, observó cómo mordió su labio inferior sin borrar esa sonrisa por completo.Aparto la mirada, pensando lo peligrosa que era aquella mujer. Ni siquiera la conocía, no sabía de dónde había salido, pero la desconfianza y su preocupación por Liam pesaron sobre todo lo demás.No tardó mucho en oler aquel aroma a mar y levemente picante, el mismo que habían sentido en el ascensor. El aroma de los lirios.Su hijo se había escapado de la guardería por una mujer desconocida, persiguiendo su aroma.Sino había sentido enojo por lo que había hecho Liam, ahora lo sentía.Por ese aroma, por esa mujer que probablemente no tenía idea de la obsesión de Liam
“¡Lirios!”Las palabras del niño resonaron en lo profundo de su mente.Barbara ya no estaba en la recepción del departamento de radiología, sino de vuelta en aquel prado lleno de lirios bajo el sol del mediodía.La brisa movía suavemente las flores, intensificando su aroma picante. A medida que se hundía más en el recuerdo, su corazón se sumergía en un abismo terriblemente familiar.Bajó la mirada y ahí, entre las flores, había una lápida plateada sencilla y reluciente, con una inscripción:“En memoria de Clara Navarro Madre amorosa y alma bondadosa Su amor nos guía, su espíritu nos fortalece. Que encuentre paz eterna”Apretó inconscientemente su mano buscando otra más pequeña, pero no encontró nada.Barbará escuchó el quejido del niño y regresó de nuevo a la realidad.Un par de lágrimas se deslizaron por el rostro ruborizado del niño.El sollozo de un niño silencioso le pareció tan extraño de ver. La sangre de su nariz había ensuciado buena parte de su propia ropa.Barbara se acerc
Solo se dio cuenta de que estaba sonriendo cuando él la fulminó con la mirada. Se mordió el labio, tratando de borrar esa sonrisa, pero era inútil; había aparecido antes de que pudiera evitarla. La furia en los ojos del hombre estaba contenida, apenas domada por la pequeña figura a su lado, quien parecía luchar por encontrar su voz.“Este hombre es estricto”, pensó Bárbara. Liam apenas podía expresarse frente a él, ni siquiera para algo tan sencillo como una disculpa. Esa mirada en el rostro del niño no le gustó en absoluto.Ver a Liam aferrarse a la ropa de su padre, mientras sus ojos oscilaban entre él y ella, le arrancó otra sonrisa. El hombre sacó su teléfono con ese aire de suficiencia, listo para pagarle. Ni siquiera hizo contacto visual con ella. "Típico", pensó Bárbara.Apoyó una mano en su cintura, disfrutando del momento, y decidió provocarlo un poco más.—Un simple "gracias" sería suficiente, pero ya que insistes... quiero 150,000 pesos. En dólares, por supuesto.La expresió
No podía describir exactamente cómo se sentía en ese momento; solo sabía que era frustrante no ser capaz de ponerle nombre a esas emociones. Ni siquiera entendía cómo esa mujer había logrado decir tanto y, al mismo tiempo, dejarlo con más preguntas que respuestas. Todo en ella era confuso, y él no soportaba la confusión.Se dejó caer en una banca junto a uno de los puestos de flores, sintiendo que sus fuerzas lo abandonaban. El peso de la tensión que había cargado durante horas se disipaba tan rápido, que lo dejó exhausto. Su cuerpo, normalmente rígido y controlado, ahora parecía haberse relajado de golpe, como si solo la cercanía de Liam lo mantuviera en pie.Pero algo lo seguía molestando, un zumbido incómodo en el fondo de su mente, como una advertencia que no quería escuchar. Decidió ignorarlo y centrarse en lo que tenía frente a él.Liam se había escapado de la guardería para buscar ese aroma a lirios que desprendía esa mujer. Bastián sabía que había una posibilidad de que volvier
El rostro de Bastián se tornó pálido, sus ojos entrecerrándose mientras miraba a Bárbara, intentando procesar la información. Parte de ella quería reír ante la evolución de los acontecimientos, no porque la situación fuera graciosa, sino porque los latidos nerviosos de su corazón necesitaban una salida. Sin embargo, sabía que reír no era la opción más inteligente, sobre todo con Adler Becker, el director del hospital, justo a su lado.El hombre que había rechazado sus peticiones una y otra vez durante dos años, el hombre que le había hecho la vida imposible era el mismo hombre encantador que había encontrado en el ascensor. Era el padre del pequeño Liam, y ahora la miraba como si fuera su enemiga. La molestia en su mirada se transformó en una expresión en blanco, un conflicto interno entre la duda y el enojo.—¿Tú eres la "Reina del trombo"? —preguntó Bastián, su voz cargada de incredulidad y molestia.Escuchar ese apodo absurdo salir de los labios de Bastián le provocó un escalofrío i
El tiempo pareció detenerse mientras sus miradas se entrelazaban. Bárbara y Bastián intentaban descifrar las emociones del otro, la maraña de sentimientos que fluía entre ellos. Bárbara se dio cuenta de que sus propias barreras estaban cayendo, al menos por ese breve instante. El aire en la sala era denso, casi palpable. El eco de sus respiraciones llenaba el silencio.Finalmente, Adler rompió la tensión, aclarando su garganta y recordándoles su presencia con una sonrisa que bordeaba la diversión.—Dra. Montenegro, entiendo que quiere un presupuesto de 1.5 millones de dólares para renovar la maquinaria —dijo Adler, sus ojos brillando con una mezcla de desafío y expectativa.Bárbara tragó en seco, sintiendo un nudo en la garganta. Su mirada se apartó de Bastián para centrarse en Adler. Asintió lentamente, consciente de la importancia de este momento.—Sí, así es. Sé que he hecho esta solicitud varias veces, pero es crucial. La maquinaria actual está en condiciones deplorables, y conside
La puerta de su oficina se cerró. Dejándolo solo con Adler.Soltó el aire que había estado conteniendo. Sus músculos, finalmente se relajaron un poco. Esa mujer lo había puesto de los nervios. Tenerla en su oficina ya era bastante caótico. Ver sus miradas traviesas, sus sonrisas podían provocar que Bastián dejara de respirar. No entendía cómo alguien tan impredecible podría causarle tanto enojo y, a la vez…No. No quería aceptarlo, no aceptaría trabajar con ella.Pensarlo era peligroso en sí mismo. No sabía cómo podía terminar. Y hacerlo significaba que tendría que escuchar su parloteo y su sarcasmo todo el tiempo. No estaba seguro si sería capaz de hacerlo sin que ambos se mataran en el proceso.Adler tomó asiento en el sofá frente a él, aflojando su corbata y mirando a Bastián curioso. —¿Qué? —preguntó. Adler le sonrió, a lo que Bastián sacudió la cabeza, colocando sus palmas en su rostro. No quería escucharlo. Algo le daba mala espina. —Para ser su primer encuentro, pensé que en