La ciudad se estira ante los ojos de Alexander como una pintura borrosa mientras su auto avanza por las avenidas iluminadas. Sus manos aprietan el volante con más fuerza de la necesaria, y aunque el tráfico es fluido, su mente está detenida en otro lugar.En Emma. En Liam. En Gael.En sus hijos.La palabra sigue sonando extraña en su cabeza. Hijos. Suyos. Tres niños con sonrisas tímidas, con preguntas sin filtro y miradas que lo atravesaron con una mezcla de curiosidad y algo más profundo… algo que no puede nombrar sin que se le cierre el pecho.El recuerdo del abrazo de Gael le arranca una punzada en el estómago. La ternura de Emma. La desconfianza contenida en los ojos de Liam.Y luego Isabella.La forma en que lo miró durante toda la visita, con esa mezcla de miedo, protección y orgullo. Como una loba resguardando a sus crías. Alexander cierra los ojos por un instante cuando el auto se detiene frente a su edificio. No sube de inmediato. Necesita procesar. Respirar.¿Cómo se supon
El fin de semana llega y, después de tanto trabajo, Alexander por fin está en casa, algo que Camille sabe bien porque sigue cada una de sus pisadas.Ella llega al apartamento de su futuro esposo sin previo aviso. Luce impecable, envuelta en un vestido de seda color marfil que resalta cada curva de su cuerpo, su maquillaje sin fallas y una sonrisa perfecta enmarcando su rostro. Toca la puerta como si estuviera en control de todo. Como si la tormenta no estuviera gestándose a su alrededor.Alexander abre y frunce el ceño al verla.—No sabía que venías —dice, seco, como si la presencia de Camille interrumpiera algo más importante.—Lo sé —responde ella, entrando sin esperar invitación e ignorando el tono de él—. Pero últimamente casi no te veo. Y pensé que… bueno, que necesitábamos reconectar. La boda está más cerca de lo que crees.Él la observa mientras cierra la puerta, pero no dice nada. Su mente sigue reviviendo el día anterior, el rostro de Emma cuando le preguntó si él era su pad
Camille repasa sus uñas recién pintadas mientras espera en la comodidad de su casa. El informe aún no llega, pero sabe que su espía no tarda. Desde que descubrió la verdad, cada paso de Alexander ha estado bajo vigilancia. Saber que tiene hijos con Isabella ha alterado su mundo… pero no su objetivo. La boda sigue en pie. Y Alexander será suyo. Como sea. En eso no piensa ceder.Esa misma tarde, en un café discreto de la ciudad, recibe el sobre con las fotografías. En ellas, Alexander aparece sentado en un parque con los trillizos. Juegan. Ríen. Lo miran como si fuera su héroe.Así se ha pasado toda la semana. Él no ha hecho más que ir a visitar a los chiquillos. Al parecer estar con ellos y con la chica nueva es todo lo que tiene en su cabeza.—Pobrecillos —murmura, con una sonrisa gélida—. Todavía no entienden que los cuentos de hadas no existen.Guarda las fotos en su bolso de diseñador y da un sorbo a su café con leche de avena. Pronto moverá su próxima ficha.Al otro lado de la
Casi cuatro semanas. Veintisiete días en los que Alexander no ha hecho otra cosa más que recuperar el tiempo perdido. Las visitas a casa de Isabella se han vuelto parte de su rutina: los viernes por la tarde ya está tocando el timbre con una sonrisa nerviosa y un juguete nuevo en la mochila, y los domingos por la noche se marcha con una punzada en el pecho al despedirse. La conexión con Liam, Emma y Gael ha crecido a un ritmo tan natural como vertiginoso. Lo buscan, lo llaman, lo abrazan como si toda su vida hubieran sabido que él era su padre. Los trillizos son tan ocurrentes que, de vez en cuando, ponen a sus padres en aprietos. Una tarde, mientras armaban una torre de bloques, Gael le preguntó con total naturalidad: —¿Y tú por qué no dormiste aquí cuando éramos bebés? Alexander tragó saliva y miró a Isabella, que los observaba desde la cocina con una mezcla de ternura y pánico en el rostro. —Porque no sabía que existían tres personitas tan increíbles como ustedes —res
Camille siempre supo cómo sonreír sin sentirlo. Era un arte que perfeccionó desde los siete años, cuando su madre, impecable en tacones y perfumes caros, le dijo por primera vez: “Nadie quiere a una niña triste. Compórtate como una Leclerc”. Aquella tarde, lloraba porque su padre no había asistido a su recital de ballet. Él estaba "atrapado en una reunión de negocios", como siempre.En aquel tiempo, Camille solo era una niña que quería, pedía y ansiaba a gritos la atención de su padre. Quería que la viera, la notara, quería que su padre se sintiera orgulloso de ella, pero, a pesar de todos sus intentos, eso parecía no suceder nunca.A medida que creció, Camille aprendió que el amor era algo que se ganaba, que se merecía con esfuerzo, con perfección. Su madre, siempre exigente, la moldeaba como una pieza de porcelana. "Postura, Camille. Voz suave. Nada de berrinches. Las emociones se entierran, o se ahogan, pero nunca, nunca se muestran, de lo contrario, pensarás que eres una debiluc
Las calles de Nueva York están cubiertas por una fina capa de llovizna cuando Alexander sale de su edificio, con el rostro pálido y los pasos temblorosos. Todo en su cuerpo es tensión contenida. Acaba de ver su vida desmoronarse en tiempo real.Una imagen tras otra lo ha bombardeado desde la pantalla de un televisor en una vitrina de una tienda: él caminando con Isabella, Emma dormida sobre su hombro, Liam tomando su mano y Gael corriendo alrededor de ambos mientras Isabella reía. La leyenda debajo de las fotos era amarillista y cruel: “La doble vida del magnate Alexander Blackwood. ¿Engañó por años a Camille Lancaster?”Su estómago se revuelve. No es por el escándalo en sí —podría lidiar con titulares y cámaras, lleva haciéndolo por años, está adaptado a ello—, sino por lo que esto significa para Isabella y los niños. Nunca quiso arrastrarlos a su mundo, nunca quiso que fueran objetivo de los medios, de los rumores, del morbo.Y sin embargo, lo hizo.La culpa lo consume. Lo único
El aire huele a lluvia, aunque el cielo aún no se ha decidido a llorar. Alexander Blackwood camina por el pasillo de mármol de su oficina como un espectro de lo que era. Su mirada, usualmente firme y decidida, está perdida en un punto indefinido. Su mente repite una y otra vez la imagen del rostro de Isabella, roto por la desesperación, y los ojos aterrados de sus hijos cuando una nube de fotógrafos invadió la salida de la escuela esa mañana.Él intentó detener la avalancha. Mandó seguridad, contrató abogados, suplicó a los medios que se detuvieran. Nada funcionó. La noticia de que el poderoso Alexander Blackwood tenía trillizos con una mujer que no era su prometida estaba en todos los titulares. Las fotos los mostraban como una familia feliz, una imagen robada de su privacidad más preciada, ahora expuesta como carnada para las masas hambrientas de escándalo.Con el corazón encogido, sale de la oficina como un rayo, unos minutos después se presenta en la puerta del apartamento de
Han pasado días desde la filtración y Alexander Blackwood siente como si llevara siglos cargando el peso del mundo sobre los hombros. Las imágenes de sus hijos, de Isabella, de él mismo, siguen apareciendo en cada rincón del país. Revistas, portales, televisión. No hay un solo lugar al que mire sin ver la pesadilla que se ha desatado por su culpa.Sentado en la sala de reuniones de su departamento legal, sus dedos tamborilean con fuerza sobre la mesa. Frente a él, cuatro expertos en manejo de crisis lo observan con atención. Uno de ellos, una mujer de rostro severo y voz firme, le dice:—Necesitamos controlar la narrativa. Si quieres proteger a los niños y a Isabella, tienes que hablar. Negarlo todo. Decir que no hay relación entre ustedes, que no sabías que eran tus hijos. Tienes que hacerles creer que todo ha sido mentira, que solo fue un truco para desmoralizar tu imagen. Esta no sería la primera vez que alguien intenta hacer algo en tu contra. Las personas lo creerían sin mucho