Las calles de Nueva York están cubiertas por una fina capa de llovizna cuando Alexander sale de su edificio, con el rostro pálido y los pasos temblorosos. Todo en su cuerpo es tensión contenida. Acaba de ver su vida desmoronarse en tiempo real.Una imagen tras otra lo ha bombardeado desde la pantalla de un televisor en una vitrina de una tienda: él caminando con Isabella, Emma dormida sobre su hombro, Liam tomando su mano y Gael corriendo alrededor de ambos mientras Isabella reía. La leyenda debajo de las fotos era amarillista y cruel: “La doble vida del magnate Alexander Blackwood. ¿Engañó por años a Camille Lancaster?”Su estómago se revuelve. No es por el escándalo en sí —podría lidiar con titulares y cámaras, lleva haciéndolo por años, está adaptado a ello—, sino por lo que esto significa para Isabella y los niños. Nunca quiso arrastrarlos a su mundo, nunca quiso que fueran objetivo de los medios, de los rumores, del morbo.Y sin embargo, lo hizo.La culpa lo consume. Lo único
El aire huele a lluvia, aunque el cielo aún no se ha decidido a llorar. Alexander Blackwood camina por el pasillo de mármol de su oficina como un espectro de lo que era. Su mirada, usualmente firme y decidida, está perdida en un punto indefinido. Su mente repite una y otra vez la imagen del rostro de Isabella, roto por la desesperación, y los ojos aterrados de sus hijos cuando una nube de fotógrafos invadió la salida de la escuela esa mañana.Él intentó detener la avalancha. Mandó seguridad, contrató abogados, suplicó a los medios que se detuvieran. Nada funcionó. La noticia de que el poderoso Alexander Blackwood tenía trillizos con una mujer que no era su prometida estaba en todos los titulares. Las fotos los mostraban como una familia feliz, una imagen robada de su privacidad más preciada, ahora expuesta como carnada para las masas hambrientas de escándalo.Con el corazón encogido, sale de la oficina como un rayo, unos minutos después se presenta en la puerta del apartamento de
Han pasado días desde la filtración y Alexander Blackwood siente como si llevara siglos cargando el peso del mundo sobre los hombros. Las imágenes de sus hijos, de Isabella, de él mismo, siguen apareciendo en cada rincón del país. Revistas, portales, televisión. No hay un solo lugar al que mire sin ver la pesadilla que se ha desatado por su culpa.Sentado en la sala de reuniones de su departamento legal, sus dedos tamborilean con fuerza sobre la mesa. Frente a él, cuatro expertos en manejo de crisis lo observan con atención. Uno de ellos, una mujer de rostro severo y voz firme, le dice:—Necesitamos controlar la narrativa. Si quieres proteger a los niños y a Isabella, tienes que hablar. Negarlo todo. Decir que no hay relación entre ustedes, que no sabías que eran tus hijos. Tienes que hacerles creer que todo ha sido mentira, que solo fue un truco para desmoralizar tu imagen. Esta no sería la primera vez que alguien intenta hacer algo en tu contra. Las personas lo creerían sin mucho
La primera vez que Henry sintió que no encajaba fue a los cinco años. Lo recuerda como si hubiese sido ayer: el cumpleaños de Alexander. Había globos por todas partes, un pastel enorme decorado con el escudo de su equipo de fútbol favorito y una fila interminable de regalos que apenas cabían en el salón. Su padre, imponente como siempre, sostenía a Alexander en brazos, orgulloso, mientras los invitados le cantaban "feliz cumpleaños". Henry estaba allí, en una esquina, con una gorra de papel que se le resbalaba de la cabeza y un deseo imposible anudado en la garganta: que su padre lo mirara igual que a Alexander.Desde muy pequeño, supo que no era igual. Alexander tenía los ojos verdes de su madre, esos ojos que el señor Blackwood jamás había podido olvidar. Cuando la señora Blackwood murió, el dolor transformó a su esposo en un hombre frío y amargado, pero ese amor perdido se mantuvo vivo en la mirada de su hijo mayor. Era como si Alexander fuese un recordatorio constante de lo q
La tormenta mediática no ha amainado. A pesar de la entrevista de Alexander, a pesar de que el CEO de Blackwood confesó frente a millones de espectadores que los trillizos eran sus hijos, los medios siguen hambrientos de titulares, de escándalos, de más. Los flashes no cesan frente al edificio donde vive Isabella, y cada vez que intenta salir con los niños, debe soportar preguntas cargadas de morbo, insultos disfrazados de opiniones y el clic constante de las cámaras que buscan captar cualquier gesto, cualquier debilidad.Alexander se ha recluido en su oficina. Tiene el ceño fruncido y los puños cerrados. Sabe que no está haciendo lo suficiente. Sabe que su verdad, aunque dicha con sinceridad, no ha sido suficiente para protegerlos del mundo.Por eso, ha convocado a un nuevo equipo de manejo de crisis. Un grupo de expertos se instala en su despacho, repasando escenarios, analizando titulares, sugiriendo maniobras.—La entrevista no fue un error —le dice una de las estrategas—, pero
El ascensor sube lento, y Henry, de pie junto a Valentina, siente una satisfacción tan profunda que casi podría saborearla.Su presa está tan cerca, tan confiada. Inocente. Ignora que cada palabra, cada sonrisa que él le regaló esta noche, fue calculada con la precisión de un bisturí.La observa de reojo. Valentina se recoge un mechón de cabello tras la oreja, nerviosa pero emocionada. Sus mejillas tienen un leve rubor, y sus labios, apenas entreabiertos, insinúan una vulnerabilidad que a Henry le resulta deliciosamente conveniente.Tan fácil, piensa. Tan desesperadamente necesitada de ser vista, admirada, deseada. Engañarla va a ser mucho más sencillo de lo que él se imaginaba.Por el tiempo que llevaba observándola, Henry habría jurado que le iba a costar más trabajo convencerla de sus encantos, pero cayó directo en la trampa. Es una mujer inteligente, pero ansiosa del afecto de un hombre.¿Quién sabe? — piensa él — tal vez ella también tenga daddy issues. Bienvenida al club.Cuand
La mañana apenas comienza cuando Henry se despide de Valentina con una sonrisa satisfecha en el rostro.La ve salir del hotel envuelta en un abrigo ligero, el cabello recogido en un moño descuidado, sus pasos ligeros, despreocupados.Ella no sospecha nada.No ve la trampa tendida bajo sus pies.Henry cierra la puerta con calma, recostándose contra ella unos segundos.El sabor del triunfo es dulce, embriagador.Todo ha salido exactamente como planeó.Con un movimiento ágil, saca su móvil del bolsillo y marca el número que ha usado más veces de las que admitiría.No hay necesidad de presentación cuando la llamada es respondida.—Está hecho —anuncia, su voz rebosante de una arrogancia apenas contenida.Hay un segundo de silencio. Luego, la voz de Camille, suave y venenosa, cruza la línea.—Perfecto. ¿Te ganaste su confianza?Henry deja escapar una risa breve.—Digamos que ya no necesita muchas excusas para contestarme los mensajes. Esto apenas comienza.—No bajes la guardia —advierte ell
Unos días después, Henry se pasea frente al ventanal del restaurante, su reflejo recortado contra la ciudad que comienza a encenderse con los tonos del atardecer.Mira su reloj: todavía quedan unos minutos para la cita.No puede evitar sonreír mientras repasa mentalmente el guion que ha preparado.Valentina es lista, pero también confiada.Todo lo que necesita es un pequeño empujón en la dirección correcta.Cuando ella aparece, puntual como siempre, su corazón da un pequeño salto fingido.Se levanta de inmediato, saludándola con una sonrisa cálida que desarma cualquier barrera.—¡Val! —dice, tomándola de la mano y besándola en la mejilla—. Me alegra tanto verte.Valentina sonríe, ligeramente sonrojada.—Yo también tenía ganas —responde, quitándose el abrigo.Se instalan en una mesa junto a la ventana, el ambiente acogedor envolviéndolos en una burbuja de complicidad.Henry le dedica toda su atención: su mirada, su cuerpo, todo su lenguaje no verbal le grita que ella es el centro de su