Camille repasa sus uñas recién pintadas mientras espera en la comodidad de su casa. El informe aún no llega, pero sabe que su espía no tarda. Desde que descubrió la verdad, cada paso de Alexander ha estado bajo vigilancia. Saber que tiene hijos con Isabella ha alterado su mundo… pero no su objetivo. La boda sigue en pie. Y Alexander será suyo. Como sea. En eso no piensa ceder.Esa misma tarde, en un café discreto de la ciudad, recibe el sobre con las fotografías. En ellas, Alexander aparece sentado en un parque con los trillizos. Juegan. Ríen. Lo miran como si fuera su héroe.Así se ha pasado toda la semana. Él no ha hecho más que ir a visitar a los chiquillos. Al parecer estar con ellos y con la chica nueva es todo lo que tiene en su cabeza.—Pobrecillos —murmura, con una sonrisa gélida—. Todavía no entienden que los cuentos de hadas no existen.Guarda las fotos en su bolso de diseñador y da un sorbo a su café con leche de avena. Pronto moverá su próxima ficha.Al otro lado de la
Casi cuatro semanas. Veintisiete días en los que Alexander no ha hecho otra cosa más que recuperar el tiempo perdido. Las visitas a casa de Isabella se han vuelto parte de su rutina: los viernes por la tarde ya está tocando el timbre con una sonrisa nerviosa y un juguete nuevo en la mochila, y los domingos por la noche se marcha con una punzada en el pecho al despedirse. La conexión con Liam, Emma y Gael ha crecido a un ritmo tan natural como vertiginoso. Lo buscan, lo llaman, lo abrazan como si toda su vida hubieran sabido que él era su padre. Los trillizos son tan ocurrentes que, de vez en cuando, ponen a sus padres en aprietos. Una tarde, mientras armaban una torre de bloques, Gael le preguntó con total naturalidad: —¿Y tú por qué no dormiste aquí cuando éramos bebés? Alexander tragó saliva y miró a Isabella, que los observaba desde la cocina con una mezcla de ternura y pánico en el rostro. —Porque no sabía que existían tres personitas tan increíbles como ustedes —res
Camille siempre supo cómo sonreír sin sentirlo. Era un arte que perfeccionó desde los siete años, cuando su madre, impecable en tacones y perfumes caros, le dijo por primera vez: “Nadie quiere a una niña triste. Compórtate como una Leclerc”. Aquella tarde, lloraba porque su padre no había asistido a su recital de ballet. Él estaba "atrapado en una reunión de negocios", como siempre.En aquel tiempo, Camille solo era una niña que quería, pedía y ansiaba a gritos la atención de su padre. Quería que la viera, la notara, quería que su padre se sintiera orgulloso de ella, pero, a pesar de todos sus intentos, eso parecía no suceder nunca.A medida que creció, Camille aprendió que el amor era algo que se ganaba, que se merecía con esfuerzo, con perfección. Su madre, siempre exigente, la moldeaba como una pieza de porcelana. "Postura, Camille. Voz suave. Nada de berrinches. Las emociones se entierran, o se ahogan, pero nunca, nunca se muestran, de lo contrario, pensarás que eres una debiluc
Las calles de Nueva York están cubiertas por una fina capa de llovizna cuando Alexander sale de su edificio, con el rostro pálido y los pasos temblorosos. Todo en su cuerpo es tensión contenida. Acaba de ver su vida desmoronarse en tiempo real.Una imagen tras otra lo ha bombardeado desde la pantalla de un televisor en una vitrina de una tienda: él caminando con Isabella, Emma dormida sobre su hombro, Liam tomando su mano y Gael corriendo alrededor de ambos mientras Isabella reía. La leyenda debajo de las fotos era amarillista y cruel: “La doble vida del magnate Alexander Blackwood. ¿Engañó por años a Camille Lancaster?”Su estómago se revuelve. No es por el escándalo en sí —podría lidiar con titulares y cámaras, lleva haciéndolo por años, está adaptado a ello—, sino por lo que esto significa para Isabella y los niños. Nunca quiso arrastrarlos a su mundo, nunca quiso que fueran objetivo de los medios, de los rumores, del morbo.Y sin embargo, lo hizo.La culpa lo consume. Lo único
El aire huele a lluvia, aunque el cielo aún no se ha decidido a llorar. Alexander Blackwood camina por el pasillo de mármol de su oficina como un espectro de lo que era. Su mirada, usualmente firme y decidida, está perdida en un punto indefinido. Su mente repite una y otra vez la imagen del rostro de Isabella, roto por la desesperación, y los ojos aterrados de sus hijos cuando una nube de fotógrafos invadió la salida de la escuela esa mañana.Él intentó detener la avalancha. Mandó seguridad, contrató abogados, suplicó a los medios que se detuvieran. Nada funcionó. La noticia de que el poderoso Alexander Blackwood tenía trillizos con una mujer que no era su prometida estaba en todos los titulares. Las fotos los mostraban como una familia feliz, una imagen robada de su privacidad más preciada, ahora expuesta como carnada para las masas hambrientas de escándalo.Con el corazón encogido, sale de la oficina como un rayo, unos minutos después se presenta en la puerta del apartamento de
Han pasado días desde la filtración y Alexander Blackwood siente como si llevara siglos cargando el peso del mundo sobre los hombros. Las imágenes de sus hijos, de Isabella, de él mismo, siguen apareciendo en cada rincón del país. Revistas, portales, televisión. No hay un solo lugar al que mire sin ver la pesadilla que se ha desatado por su culpa.Sentado en la sala de reuniones de su departamento legal, sus dedos tamborilean con fuerza sobre la mesa. Frente a él, cuatro expertos en manejo de crisis lo observan con atención. Uno de ellos, una mujer de rostro severo y voz firme, le dice:—Necesitamos controlar la narrativa. Si quieres proteger a los niños y a Isabella, tienes que hablar. Negarlo todo. Decir que no hay relación entre ustedes, que no sabías que eran tus hijos. Tienes que hacerles creer que todo ha sido mentira, que solo fue un truco para desmoralizar tu imagen. Esta no sería la primera vez que alguien intenta hacer algo en tu contra. Las personas lo creerían sin mucho
La primera vez que Henry sintió que no encajaba fue a los cinco años. Lo recuerda como si hubiese sido ayer: el cumpleaños de Alexander. Había globos por todas partes, un pastel enorme decorado con el escudo de su equipo de fútbol favorito y una fila interminable de regalos que apenas cabían en el salón. Su padre, imponente como siempre, sostenía a Alexander en brazos, orgulloso, mientras los invitados le cantaban "feliz cumpleaños". Henry estaba allí, en una esquina, con una gorra de papel que se le resbalaba de la cabeza y un deseo imposible anudado en la garganta: que su padre lo mirara igual que a Alexander.Desde muy pequeño, supo que no era igual. Alexander tenía los ojos verdes de su madre, esos ojos que el señor Blackwood jamás había podido olvidar. Cuando la señora Blackwood murió, el dolor transformó a su esposo en un hombre frío y amargado, pero ese amor perdido se mantuvo vivo en la mirada de su hijo mayor. Era como si Alexander fuese un recordatorio constante de lo q
La tormenta mediática no ha amainado. A pesar de la entrevista de Alexander, a pesar de que el CEO de Blackwood confesó frente a millones de espectadores que los trillizos eran sus hijos, los medios siguen hambrientos de titulares, de escándalos, de más. Los flashes no cesan frente al edificio donde vive Isabella, y cada vez que intenta salir con los niños, debe soportar preguntas cargadas de morbo, insultos disfrazados de opiniones y el clic constante de las cámaras que buscan captar cualquier gesto, cualquier debilidad.Alexander se ha recluido en su oficina. Tiene el ceño fruncido y los puños cerrados. Sabe que no está haciendo lo suficiente. Sabe que su verdad, aunque dicha con sinceridad, no ha sido suficiente para protegerlos del mundo.Por eso, ha convocado a un nuevo equipo de manejo de crisis. Un grupo de expertos se instala en su despacho, repasando escenarios, analizando titulares, sugiriendo maniobras.—La entrevista no fue un error —le dice una de las estrategas—, pero