Nino
No conté los segundos, pero puedo asegurar que el mundo se detuvo cuando atravesó el umbral de la puerta con su caminar suave y algo torpe. Estaba igual de hermoso, con unos jeans que a mí no me habrían entrado ni aunque embarrara mi cuerpo en mantequilla. Sí, me fijé en su ropa, en la camisa a cuadros que llevaba y en esa camiseta blanca que lo hacía parecer un niño bueno, y me recriminé por eso. Yo no era una persona que se dejara llevar por el aspecto de un hombre, pero es que era inevitable no perderse en la hermosura de ese ser humano. Además, ¿qué otra cosa podía decir sobre él si no lo conocía? Claro que podía estar idealizándolo, pero me daba igual. Su imagen perfecta, se grabó en mi retina para siempre.
Intenté sonreír, pero Manu me miró evitando mis ojos, solo para comprobar que no ocupaba su lugar. No dijo nada, pero se sentó a mi lado, derecho y elegante. Su madre le sonrió con ternura, Tomás se ubicó frente a mí y la rutina comenzó. Claudia se volteó para servir la comida, y yo, aproveché de saludar.
—Lo lamento, pero no me había podido presentar. Soy Ninoska, puedes decirme Nino.
Manu se volteó en cámara lenta, impresionado, y sonrió. Sonrió. ¡Sonrió! Y la perfección de sus dientes iluminó su rostro. Me sentí diminuta ante su expresión, y noté que tanto Tomás como su madre, estaban igual de extasiados al verlo. Quise preguntarle qué le sorprendía tanto, por qué se sentía tan feliz con un simple saludo, pero me contuve. Tenía que ser prudente si deseaba verlo sonreír una vez más.
—Manuel —respondió.
Su temblorosa voz llenó mis oídos. Era dulce, gruesa y tímida. Lo agradecí, aunque junto al resto de su expresión me sugiriera, de forma suave, que no deseaba hablar más. Claudia me sonrió agradecida, y extendió un plato hacia mí.
Todos comimos una deliciosa pasta. ¡Hasta el brócoli sabía bien preparado por Claudia! Por lo mismo, no entendí que Manuel se abstuviera de comer tamaña maravilla, y prefiriera un aburrido y poco glamoroso guiso de verduras.
Comimos con tranquilidad, y al terminar, Manu se quedó para la sobremesa, donde los anfitriones, Tomás y su madre, no paraban de hablar. Parecían contentos de tenerme ahí, con ellos. Como era de esperarse, se divirtieron contando entretenidas anécdotas sobre su infancia, en especial sobre la infancia de Tomi, porque de Manu, no se dijo habló, en absoluto. Solo al final, cuando su madre, en medio de una explícita petición de nietos, dijo sin darse cuenta algo que agradecí para siempre.
—El día que mi Manu me haga una suegra y abuela, será el más feliz de mi vida.
Tomás miró de inmediato a su hermano, sin entender del todo si aquello había sido a propósito, o tan solo un error típico de las madres. El silenció se hizo obvio y el rostro tranquilo de Manu se volvió sombrío y triste en forma automática. Solo en ese momento, y a pesar de que se había mantenido al margen de la conversación, su voz suave se hizo notar.
—Deberías soñar con cosas más factibles, como un crucero en el atlántico o ganar la lotería —dijo en tono lastimero.
—¿Por qué dices eso, quieres dar pena a nuestra invitada? —replicó Tomás, tratando de suavizar sus palabras con un tono burlesco—. Ya sabemos que estas un poquito loco, y que nadie quiere casarse con uno —agregó.
Y mi gran bocota no guardó silencio.
—Yo lo haría.
Mi voz sonó como una declaración de amor. Siempre me pasaba lo mismo cuando sentía que cupido tocaba mi puerta. De hecho, creo que tenía diez años cuando le confesé a mi profesor de inglés que quería casarme con él. Había hablado sin pensar. Otro silencio incómodo se abrió paso en la mesa. Manu palideció.
Me había equivocado. Había defraudado a Claudia, a Tomás, y a mí misma. Manu no volvió a mirarme, y el aire de pronto se me hizo demasiado pesado. Tenía que hacer algo, y rápido. O escapaba de ahí saltando por la ventana y despaarecía para siempre, o lo echaba a perder todavía más. No era necesario leer el futuro en una bola de cristal para adivinar lo que mi ingenio decidiría: tomé un lápiz labial de mi bolsillo, y sobre una servilleta, escribí mi número de teléfono.
—Toma, si llegas a los 30 soltero, no dudes en llamar —sentencié, dejando el papel sobre la mesa.
Manu miró la nota, me miró a mí, y rio. Y su risa fue aún más adorable que él. Al mismo tiempo, pude ver los rostros sorprendidos de Tomas y Claudia. Tras ese despligue de dulzura, Manu se levantó con amabilidad y se fue, olvidando el papel en el mismo lugar en que lo dejé.
Maravillados, Tomás y su madre me comentaron el largo tiempo que había pasado sin que Manu sonriera. Me sentí feliz de haber sido en parte responsable de aquello. No solo por la demostración de ternura, sino porque sentí que una barrera, por pequeña que fuera, había sido destruida para mí. Aún si eso no quería decir nada, estaba contenta, y como mi error no resultó tan grave, le supliqué a Tomás que estudiáramos algo. Nunca, jamás, había tenido tantos deseos de estudiar, y nunca, jamás, lo había hecho con él, incluso cuando éramos compañeros de carrera. Sin embargo, esa era la excusa perfecta para subir a los dormitorios, y si la suerte estaba de mi lado, tal vez podría verlo de nuevo.
Pero nada de eso ocurrió, por más que alargué mi embustero estudio con forzadas salidas al baño solo para pasar frente a su pieza. Al llegar la hora de volver a casa, con la excusa de despedirme, pedí permiso a Tomás para golpear la puerta de Manu. Él lo meditó un momento, pero aceptó, una vez más, poniendo como condición, el acompañarme.
Golpeé dos veces y Manu abrió la puerta, me miró algo avergonzado, pero sonrío, inmóvil.
—Me voy, fue un gusto —dije.
Él continuó de pie. Su delgada figura lo hacía parecer un hombre débil. Tan distinto a mí, que era fuerte como un roble. No esperaba que me contestara, pero lo hizo.
—Nos vemos —murmuró.
No sé si su tono de voz se deshizo porque se sentía nervioso, o porque sencillamente era así de delicado cuando estaba en un lugar seguro, como su cuarto. Antes de que cerrara la puerta, nos miramos. Quispe quedarme a vivir ahí, para verlo cada día, pero mi deseo era demasiado extremo y evidenciaba esa característica un tanto demente que aguardaba en mi interior.
Tomás no dijo nada al ver la reacción de su hermano, ni emitió juicio sobre mi evidente interés. Aun así, me acompañó en silencio hasta la calle, en donde pude abrazarlo para despedirme. Fue ese el momento en que todo entre nosotros acabó. Él lo supo de inmediato, pero yo lo había asumido el día en que había conocido Manu. De forma suave, besé su mejilla para decirle adiós, e hice mi acto más cruel.
—¿Tú hermano tiene teléfono?
Fui la villana de la historia en ese punto, pero debía hacerlo. Tomás me observó descolocado. Ni siquiera él, que me conocía tan bien, se imaginaba algo así.
—Eres increíble —gruñó.
Con rapidez tecleó el número de Manu y me lo envió. Antes de voltear para marcharme, observé esperanzada la ventana del cuarto de Manu.
Él estaba allí. Su fina silueta tras la cortina me insinuaba que deseaba verme. Y aunque tal vez no era esa su real intención, decidí que valía la pena engañar un poquito a mi corazón. Descarada como era, me despedí hacia su habitación y le lancé un beso.
Tomás me odiaba. Estoy segura de que lo hacía. Pero no iba a dar pie atrás, menos cuando todo indicaba que iba por buen camino.
ManuEsa tarde, Nino apareció en casa despilfarrando toda la magia que emanaba su presencia. Nada combinaba en su figura, ni su pelo violeta con su piel, ni su vestido de lunares con sus zapatillas rojas. Toda ella era un caos elaborado de forma cuidadosa y delicada, que al unirse en su cuerpo curvilíneo creaba una imagen que solo inspiraba una adictiva alegría. No la conocía, pero deseaba mantenerme cerca solo para contagiarme de su curiosa sonrisa que lo iluminaba todo junto a su desvergonzada forma de moverse y hablar. Si bien mi círculo de personas conocidas se había reducido a mi familia, era innegable el hecho que nunca vi ser humano más seguro de sí mismo que ella. Nino parecía no temer a nada, y eso me incluía.Por lo mismo, todas sus palabras parecían un descarado intento por integrarme a esa relación extraña que tenía con mi hermano. Me sonreía, me preguntaba cosas y, para sorpresa de todos, logró mantenerme interesado por largo tiempo, soportando incluso la culpa que me pro
ManuDesperté pasada la media noche, con ellos a mi lado. Mamá trataba de disimular su preocupación, y Tomas seguía repitiéndome que lo perdonara. Quise incorporarme, pero estaba demasiado mareado. No pude hablar, sin embargo, permití que en ese instante la calma regresara a paso lento entre nosotros. No sé con exactitud cuánto tiempo transcurrió, pero al momento en que la voz me volvió al cuerpo, fui capaz de decirles que no se alarmaran, que había exagerado, que me había confundido. Mi madre estaba aterrada, y todos conocíamos muy bien la razón.Por fortuna, todavía existía algo que podía hacer para dejarla tranquila.—Mamá, dame un momento, por favor. Quiero volver a dibujar.La mirada de mi madre se iluminó. Sabía lo que pensaba. Su hijo, su pequeño artista, quería volver al color. Una hermosa sonrisa se dibujó en su rostro y cogió la mano de Tomás para salir en silencio de la habitación. Todavía estaba mareado, pero necesitaba verla. Con algo de esfuerzo me levanté para ir a mi e
Nino La noche en que Manu respondió mi mensaje, marcó un antes y un después en nuestra relación de amistad, porque he de aclarar que no había nada más entre nosotros, y era muy difícil que otra cosa sucediera, considerando lo problemático que resultaba acercarse a él. Pero daba igual, pues solo tener la fortuna de intercambiar algunas palabras con Manu me hacía feliz. Además, aclaro que mi voluntad para insistir no estaba, en absoluto, dañada. Así, poco a poco comencé a volverme una visita frecuente en casa de Tomás, en un intento por aprovechar al máximo esa pequeña ventana que se abría para mí. De forma paciente invertí mi gran cantidad de tiempo libre en cálidos almuerzos y amenas charlas a la hora del té, a tal punto, que incluso Claudia se sorprendía si de pronto faltaba una tarde sin avisar. Ella también lo disfrutaba, no solo porque existiera una mujer que pretendiera a su hijo mayor, sino porque llevaba años presa de la rutina. Por lo mismo, me esforcé en alegrar las tardes
Nino ¿Se había terminado todo? ¿Incluso sin que algo hubiese comenzado realmente? Mis teorías eran: o me había excedido a tal punto que Manu decidía remarcar la distancia y terminar con sus intentos de vida normal, o me odiaba. Ambas eran terribles, pero desde el fondo mi corazón prefería que me odiara a que volviera a encerrarse o dejara de sonreír por mi culpa. Me daba pánico provocar un retroceso y, aunque violara mi promesa de ir con calma, le escribí cuando se cumplieron catorce días desde mi metida de pata: "¿Me odias?""Jamás", respondió Manu en cuestión de segundos, lo que dejaba como alternativa solo una de mis teorías."¿Entonces volveremos a hablar?", pregunté."Lo siento, pero estoy ocupado", sentenció. "¿Es mi culpa? Puedes decirlo, soy muy fuerte."Como Manu dejó de contestar, la mañana siguiente tomé mi mejor sonrisa y me dispuse a obtener respuestas en forma personal, o al menos a intentar enmendar mi grave error. Toqué el timbre una y otra vez, pero nadie salió. T
ManuLa tarde en que Nino decidió cruzar la línea que nos separaba, fue, debo reconocerlo, un fiasco. En un comienzo estaba bien, el momento era agradable y yo disfrutaba por completo la nueva sensación que me provocaba estar cerca de ella. Era increíble que mi voz temblara cada vez menos si deseaba hablarle, o que el solo mirarla me diera alegría. Íbamos bien, yo iba bien. Hasta que Nino mencionó la pintura que reposaba sobre la pared a un costado de mi madre.Huir fue una respuesta intuitiva para mí, pues no deseaba ver la expresión de mamá al recordarlo, sabiendo lo difícil que le resultaba evocar esos días en que todo rastro de júbilo fue arrojado a la basura. Me levanté sin ser capaz de dar explicaciones y esperé con paciencia en mi habitación a que Nino golpeara como cada tarde, solo para decir adiós con su genuina sonrisa, y en efecto, no pasó mucho tiempo hasta que la oí subir. Me levanté de mi escritorio con el corazón acelerado, listo para acudir a sus tres golpecitos en la
NinoDe entre todas las formas posibles que existen para comenzar una historia de amor, nosotros sin duda, escogimos la más extraña. Si bien no me arrepiento de ninguna de las miles de vergonzosas situaciones que viví antes de conocerlo a él, debo confesar que muchas veces llegué a pensar en mentir sobre cómo se originó todo. Si, modificar algunas cosas, nada tan grave, solo un poco de adornos por aquí y por allá que me permitieran narrar sin sentir que hablaba de una descriteriada irresponsable, aunque he de asumir que eso era en esos días. Por desgracia, obviar la vergonzosa realidad de aquel tiempo restaría sabrosísimos detalles que, estoy segura, ninguna persona quisiera pasar por alto.La noche en que todo comenzó fue como cualquier otra de día viernes —como cualquier otra, al menos para mi yo de célebres veintiún años—, cargada de excesos y locura. A esa edad me resultaba difícil imaginarme vivir de otra forma, sobre todo porque solo tenía una prioridad en la vida: divertirme. Y
Manu Desde el día en que abandoné la universidad y me encerré en casa, mis noches se volvieron una búsqueda constante de explicaciones. Hasta ese exacto minuto en que me crucé con ella, llevaba seis años preguntándome cuándo mi vida se había vuelto de verdad insoportable. Sin embargo, por más esfuerzo que ponía en ello, no lograba establecer el momento preciso en que terminé por alejarme de todo y de todos, para refugiarme en la seguridad de mi cuarto y el cuidado agobiante de mi madre.Si bien había ciertos puntos de inflexión que logré identificar con el paso del tiempo, como los cambios que empecé a vivir al entrar en la adolescencia, la cruda realidad era que nunca fui uno de esos niños que el mundo entero adora. Jamás, en toda mi existencia, fui capaz de sociabilizar de forma fluida con las personas que me rodeaban. Siempre me angustió la percepción que el mundo pudiese tener sobre mí y, cualquier tipo de responsabilidad, se transformaba en una exigencia que no me dejaba lidiar
NinoDespués de cruzarme con mi príncipe, de forma mágica mis ganas de huir desaparecieron, y como era de esperarse, esa noche no volví a casa. Efectivamente terminé por dormir en la cama de Tomás, pero a diferencia de lo pronosticado, él durmió en el suelo, lejos de mi enamoradizo cuerpo. Me costó conciliar el sueño, un poco por lo borracha y un poco por lo vivido, por eso asumo que fui la última en quedarme dormida, aunque para sorpresa de mi estimado compañero, fui la primera en despertar. Desde temprano comencé a interrogar a Tomás para reunir información sobre mi nuevo descubrimiento, aunque lo único que obtuve fue su nombre y su edad. Manuel, veinticinco años, hermano mayor de Tomi. Y como no fue suficiente para mí, tímidamente me quedé a desayunar.—¿Y esta señorita? —preguntó Claudia, madre de esos curiosos hermanos, de rostro joven pero cansado.Era hermosa, lo que de alguna forma me hacía comprender lo bendecida que estaba la genética de esa familia. Sus ojos eran del mismo