Paso 6

Nino

No conté los segundos, pero puedo asegurar que el mundo se detuvo cuando atravesó el umbral de la puerta con su caminar suave y algo torpe. Estaba igual de hermoso, con unos jeans que a mí no me habrían entrado ni aunque embarrara mi cuerpo en mantequilla. Sí, me fijé en su ropa, en la camisa a cuadros que llevaba y en esa camiseta blanca que lo hacía parecer un niño bueno, y me recriminé por eso. Yo no era una persona que se dejara llevar por el aspecto de un hombre, pero es que era inevitable no perderse en la hermosura de ese ser humano. Además, ¿qué otra cosa podía decir sobre él si no lo conocía? Claro que podía estar idealizándolo, pero me daba igual. Su imagen perfecta, se grabó en mi retina para siempre.

Intenté sonreír, pero Manu me miró evitando mis ojos, solo para comprobar que no ocupaba su lugar. No dijo nada, pero se sentó a mi lado, derecho y elegante. Su madre le sonrió con ternura, Tomás se ubicó frente a mí y la rutina comenzó. Claudia se volteó para servir la comida, y yo, aproveché de saludar.

—Lo lamento, pero no me había podido presentar. Soy Ninoska, puedes decirme Nino.

Manu se volteó en cámara lenta, impresionado, y sonrió. Sonrió. ¡Sonrió! Y la perfección de sus dientes iluminó su rostro. Me sentí diminuta ante su expresión, y noté que tanto Tomás como su madre, estaban igual de extasiados al verlo. Quise preguntarle qué le sorprendía tanto, por qué se sentía tan feliz con un simple saludo, pero me contuve. Tenía que ser prudente si deseaba verlo sonreír una vez más.

—Manuel —respondió.

Su temblorosa voz llenó mis oídos. Era dulce, gruesa y tímida. Lo agradecí, aunque junto al resto de su expresión me sugiriera, de forma suave, que no deseaba hablar más. Claudia me sonrió agradecida, y extendió un plato hacia mí.

Todos comimos una deliciosa pasta. ¡Hasta el brócoli sabía bien preparado por Claudia! Por lo mismo, no entendí que Manuel se abstuviera de comer tamaña maravilla, y prefiriera un aburrido y poco glamoroso guiso de verduras.

Comimos con tranquilidad, y al terminar, Manu se quedó para la sobremesa, donde los anfitriones, Tomás y su madre, no paraban de hablar. Parecían contentos de tenerme ahí, con ellos. Como era de esperarse, se divirtieron contando entretenidas anécdotas sobre su infancia, en especial sobre la infancia de Tomi, porque de Manu, no se dijo habló, en absoluto. Solo al final, cuando su madre, en medio de una explícita petición de nietos, dijo sin darse cuenta algo que agradecí para siempre.

—El día que mi Manu me haga una suegra y abuela, será el más feliz de mi vida.

Tomás miró de inmediato a su hermano, sin entender del todo si aquello había sido a propósito, o tan solo un error típico de las madres. El silenció se hizo obvio y el rostro tranquilo de Manu se volvió sombrío y triste en forma automática. Solo en ese momento, y a pesar de que se había mantenido al margen de la conversación, su voz suave se hizo notar.

—Deberías soñar con cosas más factibles, como un crucero en el atlántico o ganar la lotería —dijo en tono lastimero.

—¿Por qué dices eso, quieres dar pena a nuestra invitada? —replicó Tomás, tratando de suavizar sus palabras con un tono burlesco—. Ya sabemos que estas un poquito loco, y que nadie quiere casarse con uno —agregó.

Y mi gran bocota no guardó silencio.

—Yo lo haría.

Mi voz sonó como una declaración de amor. Siempre me pasaba lo mismo cuando sentía que cupido tocaba mi puerta. De hecho, creo que tenía diez años cuando le confesé a mi profesor de inglés que quería casarme con él. Había hablado sin pensar. Otro silencio incómodo se abrió paso en la mesa. Manu palideció.

Me había equivocado. Había defraudado a Claudia, a Tomás, y a mí misma. Manu no volvió a mirarme, y el aire de pronto se me hizo demasiado pesado. Tenía que hacer algo, y rápido. O escapaba de ahí saltando por la ventana y despaarecía para siempre, o lo echaba a perder todavía más. No era necesario leer el futuro en una bola de cristal para adivinar lo que mi ingenio decidiría: tomé un lápiz labial de mi bolsillo, y sobre una servilleta, escribí mi número de teléfono.

—Toma, si llegas a los 30 soltero, no dudes en llamar —sentencié, dejando el papel sobre la mesa.

Manu miró la nota, me miró a mí, y rio. Y su risa fue aún más adorable que él. Al mismo tiempo, pude ver los rostros sorprendidos de Tomas y Claudia. Tras ese despligue de dulzura, Manu se levantó con amabilidad y se fue, olvidando el papel en el mismo lugar en que lo dejé.

Maravillados, Tomás y su madre me comentaron el largo tiempo que había pasado sin que Manu sonriera. Me sentí feliz de haber sido en parte responsable de aquello. No solo por la demostración de ternura, sino porque sentí que una barrera, por pequeña que fuera, había sido destruida para mí. Aún si eso no quería decir nada, estaba contenta, y como mi error no resultó tan grave, le supliqué a Tomás que estudiáramos algo. Nunca, jamás, había tenido tantos deseos de estudiar, y nunca, jamás, lo había hecho con él, incluso cuando éramos compañeros de carrera. Sin embargo, esa era la excusa perfecta para subir a los dormitorios, y si la suerte estaba de mi lado, tal vez podría verlo de nuevo.

Pero nada de eso ocurrió, por más que alargué mi embustero estudio con forzadas salidas al baño solo para pasar frente a su pieza. Al llegar la hora de volver a casa, con la excusa de despedirme, pedí permiso a Tomás para golpear la puerta de Manu. Él lo meditó un momento, pero aceptó, una vez más, poniendo como condición, el acompañarme.

Golpeé dos veces y Manu abrió la puerta, me miró algo avergonzado, pero sonrío, inmóvil.

—Me voy, fue un gusto —dije.

Él continuó de pie. Su delgada figura lo hacía parecer un hombre débil. Tan distinto a mí, que era fuerte como un roble. No esperaba que me contestara, pero lo hizo.

—Nos vemos —murmuró.

No sé si su tono de voz se deshizo porque se sentía nervioso, o porque sencillamente era así de delicado cuando estaba en un lugar seguro, como su cuarto. Antes de que cerrara la puerta, nos miramos. Quispe quedarme a vivir ahí, para verlo cada día, pero mi deseo era demasiado extremo y evidenciaba esa característica un tanto demente que aguardaba en mi interior.

Tomás no dijo nada al ver la reacción de su hermano, ni emitió juicio sobre mi evidente interés. Aun así, me acompañó en silencio hasta la calle, en donde pude abrazarlo para despedirme. Fue ese el momento en que todo entre nosotros acabó. Él lo supo de inmediato, pero yo lo había asumido el día en que había conocido Manu. De forma suave, besé su mejilla para decirle adiós, e hice mi acto más cruel.

—¿Tú hermano tiene teléfono?

Fui la villana de la historia en ese punto, pero debía hacerlo. Tomás me observó descolocado. Ni siquiera él, que me conocía tan bien, se imaginaba algo así.

—Eres increíble —gruñó.

Con rapidez tecleó el número de Manu y me lo envió. Antes de voltear para marcharme, observé esperanzada la ventana del cuarto de Manu.

Él estaba allí. Su fina silueta tras la cortina me insinuaba que deseaba verme. Y aunque tal vez no era esa su real intención, decidí que valía la pena engañar un poquito a mi corazón. Descarada como era, me despedí hacia su habitación y le lancé un beso.

Tomás me odiaba. Estoy segura de que lo hacía. Pero no iba a dar pie atrás, menos cuando todo indicaba que iba por buen camino.

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