Paso 8

Manu

Desperté pasada la media noche, con ellos a mi lado. Mamá trataba de disimular su preocupación, y Tomas seguía repitiéndome que lo perdonara. Quise incorporarme, pero estaba demasiado mareado. No pude hablar, sin embargo, permití que en ese instante la calma regresara a paso lento entre nosotros. No sé con exactitud cuánto tiempo transcurrió, pero al momento en que la voz me volvió al cuerpo, fui capaz de decirles que no se alarmaran, que había exagerado, que me había confundido. Mi madre estaba aterrada, y todos conocíamos muy bien la razón.

Por fortuna, todavía existía algo que podía hacer para dejarla tranquila.

—Mamá, dame un momento, por favor. Quiero volver a dibujar.

La mirada de mi madre se iluminó. Sabía lo que pensaba. Su hijo, su pequeño artista, quería volver al color. Una hermosa sonrisa se dibujó en su rostro y cogió la mano de Tomás para salir en silencio de la habitación. Todavía estaba mareado, pero necesitaba verla. Con algo de esfuerzo me levanté para ir a mi escritorio ordenado a la perfección: cada lápiz con su punta prolija y afilada, los colores alineados con cuidado, todos del mismo tamaño, mis hojas impecables, blancas y negras. Pinturas organizadas, pinceles secos y limpios. ¿Por qué partiría esa noche? ¿Serías sus ojos los elegidos para aliviar mi angustia? ¿O su sonrisa? ¿O sus dientes? ¿O sus labios?

Comencé a pintarla, y con cada línea intenté responder las miles de preguntas que jamás sería capaz de hacer.

¿Tomás tiene miedo de que me enamore de ti?

¿Por qué me haces esto, Nino?

¿Sabes que jamás podría tomarte de la mano?

¿Sabes que jamás recibirás un beso?

¿Sabes que nunca podré llevarte al cine?

¿Sabes que no puedo salir a ningún lugar si mi madre no me lleva en su auto que es desinfectado apropiadamente para que no tenga una crisis?

Al terminar, ya no me corrían lágrimas. La frustración de tener veinticinco años y depender de mi madre para todo se alejaba con cada hoja. Pero faltaba lo más importante. Tenía que ser claro, conmigo, y con ella, tal como Tomás lo había dicho. Bajo el último dibujo, escribí lo único que en ese momento podía sentir: No me hagas esto, Nino. No quiero cargar con un nuevo rostro triste en mi conciencia. Me da pánico saber que la próxima persona afectada puedas ser tú.

Sin duda, estaba en medio del caos. Nada de lo ocurrido aquel día parecía tener lógica, menos aun cuando de un cajón olvidado sonó un mensaje. Con extrema precaución, tomé el teléfono celular que mi madre me había regalado la navidad anterior. Jamás lo había usado, solo cumplía con mi compromiso de tenerlo encendido en caso de alguna emergencia. Pero ¿quién me habría escrito, si ni siquiera yo sabía mi número? Y más importante. ¿Cómo se revisaba un mensaje?

Miré la hora, y mi sorpresa fue aún mayor, pues el reloj estaba a punto de dar las cinco de la mañana. Volví a abandonar el teléfono, ordené mi habitación y me preparé para dormir, sin embargo, en cuanto cerré los ojos, un nuevo mensaje me distrajo. Me incorporé, y la curiosidad ganó. Miré fuera de mi cuarto y noté que la luz de Tomás seguía encendida. Con mi teléfono en mano atravesé el pasillo y lo llamé. Tomi se asustó al verme, por lo que antes de cualquier cosa era necesario que me disculpara con él. Cuando pude formular mi pregunta, fue él quien comenzó a deshacerse en disculpas.

—Lo siento Manu, de verdad —repetía con voz preocupada, mientras tomaba su cabeza nervioso, pidiéndome que me mantuviera tranquilo.

—¿Qué pasa? ¿qué es? —insistí.

Tomi meditó antes de contestar, pero su respuesta no era en absoluto preocupante.

—Le di tu teléfono a Nino. Te envió un mensaje, pero mañana le diré que no vuelva a molestarte, lo prometo, y lo siento de verdad.

—¿Qué dice el mensaje? ¿Cómo puedo leerlo?

Tomi me enseñó la pantalla mientras la cálida sensación que Nino me provocaba volvía a hacerse presente.

"Hola, lo siento, ¡es muy tarde! Aún estudio, porque tengo un terrible certamen mañana. Ya sabes, este es mi teléfono, supuse que no tomarías mi papel así que está aquí por si deseas guardarlo. Uno nunca sabe si llegará a los treinta soltero"

Lo leí divertido imaginando su expresión sin poder evitar comenzar a reí. ¿Es que ella no conocía la vergüenza? Mi hermano me observo confundido, y no lo culpaba.

—¿Quieres responderle? ¿Quieres que te enseñe? —agregó, con extrema precaución.

Acepté con entusiasmo, y esa madrugada, aprendí como usar mi teléfono celular.

Me sentía increíble, primero porque toda confusión con mi hermano había quedado atrás: él no tenía de qué preocuparse, pues no me acercaría a Nino más que por esa curiosa atracción que su divertida existencia me provocaba; y segundo, incluso cuando había tenido una de esas horrendas crisis, había sonreído. Había pintado. Y le había escrito aunque solo fue para decirle que había guardado su número de teléfono.

Si eso no era maravilloso, entonces nada lo sería.

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