Manu
Desperté pasada la media noche, con ellos a mi lado. Mamá trataba de disimular su preocupación, y Tomas seguía repitiéndome que lo perdonara. Quise incorporarme, pero estaba demasiado mareado. No pude hablar, sin embargo, permití que en ese instante la calma regresara a paso lento entre nosotros. No sé con exactitud cuánto tiempo transcurrió, pero al momento en que la voz me volvió al cuerpo, fui capaz de decirles que no se alarmaran, que había exagerado, que me había confundido. Mi madre estaba aterrada, y todos conocíamos muy bien la razón.
Por fortuna, todavía existía algo que podía hacer para dejarla tranquila.
—Mamá, dame un momento, por favor. Quiero volver a dibujar.
La mirada de mi madre se iluminó. Sabía lo que pensaba. Su hijo, su pequeño artista, quería volver al color. Una hermosa sonrisa se dibujó en su rostro y cogió la mano de Tomás para salir en silencio de la habitación. Todavía estaba mareado, pero necesitaba verla. Con algo de esfuerzo me levanté para ir a mi escritorio ordenado a la perfección: cada lápiz con su punta prolija y afilada, los colores alineados con cuidado, todos del mismo tamaño, mis hojas impecables, blancas y negras. Pinturas organizadas, pinceles secos y limpios. ¿Por qué partiría esa noche? ¿Serías sus ojos los elegidos para aliviar mi angustia? ¿O su sonrisa? ¿O sus dientes? ¿O sus labios?
Comencé a pintarla, y con cada línea intenté responder las miles de preguntas que jamás sería capaz de hacer.
¿Tomás tiene miedo de que me enamore de ti?
¿Por qué me haces esto, Nino?
¿Sabes que jamás podría tomarte de la mano?
¿Sabes que jamás recibirás un beso?
¿Sabes que nunca podré llevarte al cine?
¿Sabes que no puedo salir a ningún lugar si mi madre no me lleva en su auto que es desinfectado apropiadamente para que no tenga una crisis?
Al terminar, ya no me corrían lágrimas. La frustración de tener veinticinco años y depender de mi madre para todo se alejaba con cada hoja. Pero faltaba lo más importante. Tenía que ser claro, conmigo, y con ella, tal como Tomás lo había dicho. Bajo el último dibujo, escribí lo único que en ese momento podía sentir: No me hagas esto, Nino. No quiero cargar con un nuevo rostro triste en mi conciencia. Me da pánico saber que la próxima persona afectada puedas ser tú.
Sin duda, estaba en medio del caos. Nada de lo ocurrido aquel día parecía tener lógica, menos aun cuando de un cajón olvidado sonó un mensaje. Con extrema precaución, tomé el teléfono celular que mi madre me había regalado la navidad anterior. Jamás lo había usado, solo cumplía con mi compromiso de tenerlo encendido en caso de alguna emergencia. Pero ¿quién me habría escrito, si ni siquiera yo sabía mi número? Y más importante. ¿Cómo se revisaba un mensaje?
Miré la hora, y mi sorpresa fue aún mayor, pues el reloj estaba a punto de dar las cinco de la mañana. Volví a abandonar el teléfono, ordené mi habitación y me preparé para dormir, sin embargo, en cuanto cerré los ojos, un nuevo mensaje me distrajo. Me incorporé, y la curiosidad ganó. Miré fuera de mi cuarto y noté que la luz de Tomás seguía encendida. Con mi teléfono en mano atravesé el pasillo y lo llamé. Tomi se asustó al verme, por lo que antes de cualquier cosa era necesario que me disculpara con él. Cuando pude formular mi pregunta, fue él quien comenzó a deshacerse en disculpas.
—Lo siento Manu, de verdad —repetía con voz preocupada, mientras tomaba su cabeza nervioso, pidiéndome que me mantuviera tranquilo.
—¿Qué pasa? ¿qué es? —insistí.
Tomi meditó antes de contestar, pero su respuesta no era en absoluto preocupante.
—Le di tu teléfono a Nino. Te envió un mensaje, pero mañana le diré que no vuelva a molestarte, lo prometo, y lo siento de verdad.
—¿Qué dice el mensaje? ¿Cómo puedo leerlo?
Tomi me enseñó la pantalla mientras la cálida sensación que Nino me provocaba volvía a hacerse presente.
"Hola, lo siento, ¡es muy tarde! Aún estudio, porque tengo un terrible certamen mañana. Ya sabes, este es mi teléfono, supuse que no tomarías mi papel así que está aquí por si deseas guardarlo. Uno nunca sabe si llegará a los treinta soltero"
Lo leí divertido imaginando su expresión sin poder evitar comenzar a reí. ¿Es que ella no conocía la vergüenza? Mi hermano me observo confundido, y no lo culpaba.
—¿Quieres responderle? ¿Quieres que te enseñe? —agregó, con extrema precaución.
Acepté con entusiasmo, y esa madrugada, aprendí como usar mi teléfono celular.
Me sentía increíble, primero porque toda confusión con mi hermano había quedado atrás: él no tenía de qué preocuparse, pues no me acercaría a Nino más que por esa curiosa atracción que su divertida existencia me provocaba; y segundo, incluso cuando había tenido una de esas horrendas crisis, había sonreído. Había pintado. Y le había escrito aunque solo fue para decirle que había guardado su número de teléfono.
Si eso no era maravilloso, entonces nada lo sería.
Nino La noche en que Manu respondió mi mensaje, marcó un antes y un después en nuestra relación de amistad, porque he de aclarar que no había nada más entre nosotros, y era muy difícil que otra cosa sucediera, considerando lo problemático que resultaba acercarse a él. Pero daba igual, pues solo tener la fortuna de intercambiar algunas palabras con Manu me hacía feliz. Además, aclaro que mi voluntad para insistir no estaba, en absoluto, dañada. Así, poco a poco comencé a volverme una visita frecuente en casa de Tomás, en un intento por aprovechar al máximo esa pequeña ventana que se abría para mí. De forma paciente invertí mi gran cantidad de tiempo libre en cálidos almuerzos y amenas charlas a la hora del té, a tal punto, que incluso Claudia se sorprendía si de pronto faltaba una tarde sin avisar. Ella también lo disfrutaba, no solo porque existiera una mujer que pretendiera a su hijo mayor, sino porque llevaba años presa de la rutina. Por lo mismo, me esforcé en alegrar las tardes
Nino ¿Se había terminado todo? ¿Incluso sin que algo hubiese comenzado realmente? Mis teorías eran: o me había excedido a tal punto que Manu decidía remarcar la distancia y terminar con sus intentos de vida normal, o me odiaba. Ambas eran terribles, pero desde el fondo mi corazón prefería que me odiara a que volviera a encerrarse o dejara de sonreír por mi culpa. Me daba pánico provocar un retroceso y, aunque violara mi promesa de ir con calma, le escribí cuando se cumplieron catorce días desde mi metida de pata: "¿Me odias?""Jamás", respondió Manu en cuestión de segundos, lo que dejaba como alternativa solo una de mis teorías."¿Entonces volveremos a hablar?", pregunté."Lo siento, pero estoy ocupado", sentenció. "¿Es mi culpa? Puedes decirlo, soy muy fuerte."Como Manu dejó de contestar, la mañana siguiente tomé mi mejor sonrisa y me dispuse a obtener respuestas en forma personal, o al menos a intentar enmendar mi grave error. Toqué el timbre una y otra vez, pero nadie salió. T
ManuLa tarde en que Nino decidió cruzar la línea que nos separaba, fue, debo reconocerlo, un fiasco. En un comienzo estaba bien, el momento era agradable y yo disfrutaba por completo la nueva sensación que me provocaba estar cerca de ella. Era increíble que mi voz temblara cada vez menos si deseaba hablarle, o que el solo mirarla me diera alegría. Íbamos bien, yo iba bien. Hasta que Nino mencionó la pintura que reposaba sobre la pared a un costado de mi madre.Huir fue una respuesta intuitiva para mí, pues no deseaba ver la expresión de mamá al recordarlo, sabiendo lo difícil que le resultaba evocar esos días en que todo rastro de júbilo fue arrojado a la basura. Me levanté sin ser capaz de dar explicaciones y esperé con paciencia en mi habitación a que Nino golpeara como cada tarde, solo para decir adiós con su genuina sonrisa, y en efecto, no pasó mucho tiempo hasta que la oí subir. Me levanté de mi escritorio con el corazón acelerado, listo para acudir a sus tres golpecitos en la
NinoDe entre todas las formas posibles que existen para comenzar una historia de amor, nosotros sin duda, escogimos la más extraña. Si bien no me arrepiento de ninguna de las miles de vergonzosas situaciones que viví antes de conocerlo a él, debo confesar que muchas veces llegué a pensar en mentir sobre cómo se originó todo. Si, modificar algunas cosas, nada tan grave, solo un poco de adornos por aquí y por allá que me permitieran narrar sin sentir que hablaba de una descriteriada irresponsable, aunque he de asumir que eso era en esos días. Por desgracia, obviar la vergonzosa realidad de aquel tiempo restaría sabrosísimos detalles que, estoy segura, ninguna persona quisiera pasar por alto.La noche en que todo comenzó fue como cualquier otra de día viernes —como cualquier otra, al menos para mi yo de célebres veintiún años—, cargada de excesos y locura. A esa edad me resultaba difícil imaginarme vivir de otra forma, sobre todo porque solo tenía una prioridad en la vida: divertirme. Y
Manu Desde el día en que abandoné la universidad y me encerré en casa, mis noches se volvieron una búsqueda constante de explicaciones. Hasta ese exacto minuto en que me crucé con ella, llevaba seis años preguntándome cuándo mi vida se había vuelto de verdad insoportable. Sin embargo, por más esfuerzo que ponía en ello, no lograba establecer el momento preciso en que terminé por alejarme de todo y de todos, para refugiarme en la seguridad de mi cuarto y el cuidado agobiante de mi madre.Si bien había ciertos puntos de inflexión que logré identificar con el paso del tiempo, como los cambios que empecé a vivir al entrar en la adolescencia, la cruda realidad era que nunca fui uno de esos niños que el mundo entero adora. Jamás, en toda mi existencia, fui capaz de sociabilizar de forma fluida con las personas que me rodeaban. Siempre me angustió la percepción que el mundo pudiese tener sobre mí y, cualquier tipo de responsabilidad, se transformaba en una exigencia que no me dejaba lidiar
NinoDespués de cruzarme con mi príncipe, de forma mágica mis ganas de huir desaparecieron, y como era de esperarse, esa noche no volví a casa. Efectivamente terminé por dormir en la cama de Tomás, pero a diferencia de lo pronosticado, él durmió en el suelo, lejos de mi enamoradizo cuerpo. Me costó conciliar el sueño, un poco por lo borracha y un poco por lo vivido, por eso asumo que fui la última en quedarme dormida, aunque para sorpresa de mi estimado compañero, fui la primera en despertar. Desde temprano comencé a interrogar a Tomás para reunir información sobre mi nuevo descubrimiento, aunque lo único que obtuve fue su nombre y su edad. Manuel, veinticinco años, hermano mayor de Tomi. Y como no fue suficiente para mí, tímidamente me quedé a desayunar.—¿Y esta señorita? —preguntó Claudia, madre de esos curiosos hermanos, de rostro joven pero cansado.Era hermosa, lo que de alguna forma me hacía comprender lo bendecida que estaba la genética de esa familia. Sus ojos eran del mismo
ManuRecuerdo que lo primero que vi fueron sus ojos, y como ellos se centraron en los míos. Luego, en cuestión de segundos, mi respiración se detuvo para comenzar a calmarse. Dejé de temblar y mi corazón se disparó. El caos de mi mente guardó silencio, y los gérmenes que se esparcían por la habitación, se esfumaron. Todo, más allá de mi control, se volcó hacia ella, y de pronto en mi mundo no existió nadie más. Ella, envuelta en los brazos de mi hermano, parecía pedir ayuda. ¡Cómo me habría encantado poder hacerlo! Sin embargo, no sabía quién era y no podía pretender que algo en mí podría ayudarla. Además, era muy probable que se tratara de la novia de Tomás, o mucho más factible, que su figura solo fuera el desesperado intento de mi imaginación por salvarme del pánico que me asechaba.No supe qué decir. No supe qué hacer. Y me odié.—¿Hasta qué hora debo soportar este ruido? —bramé, incapaz de esbozar otra frase.Tras mi ridículo momento de ira, entré a mi habitación desesperado por
NinoEl fin de semana que siguió a mi fallido intento por conocer a Manu, confirmé que Tomás me odiaba. Por desgracia, debo reconocer también que merecía todo su rencor, pues desde el mismísimo lunes en que nos vimos en la facultad, comencé a insistir para que me invitara una vez más a su casa, aunque como era de esperar, no hubo promesa o argumento que lograra convencer a mi amigo: juré que tendría cuidado, que no cruzaría palabra con su hermano y, si era necesario, ni siquiera lo miraría. Mis motivos no eran un misterio. Solo deseaba una oportunidad más con él, pero Tomás no estuvo de acuerdo, y nunca logré adivinar si su negativa era motivada por celos o por la responsabilidad que sentía de proteger a Manu. Por esos días, solo estaba segura de una cosa: Tomi me quería lejos de ahí.Sin embargo, darme por vencida nunca fue algo sencillo para mí y, por gracia del destino, y como todo aquel que me conociera sabía, la timidez no estaba dentro de mis atributos, por lo que la única soluc