Manu
Esa tarde, Nino apareció en casa despilfarrando toda la magia que emanaba su presencia. Nada combinaba en su figura, ni su pelo violeta con su piel, ni su vestido de lunares con sus zapatillas rojas. Toda ella era un caos elaborado de forma cuidadosa y delicada, que al unirse en su cuerpo curvilíneo creaba una imagen que solo inspiraba una adictiva alegría. No la conocía, pero deseaba mantenerme cerca solo para contagiarme de su curiosa sonrisa que lo iluminaba todo junto a su desvergonzada forma de moverse y hablar. Si bien mi círculo de personas conocidas se había reducido a mi familia, era innegable el hecho que nunca vi ser humano más seguro de sí mismo que ella. Nino parecía no temer a nada, y eso me incluía.
Por lo mismo, todas sus palabras parecían un descarado intento por integrarme a esa relación extraña que tenía con mi hermano. Me sonreía, me preguntaba cosas y, para sorpresa de todos, logró mantenerme interesado por largo tiempo, soportando incluso la culpa que me provocaba oír a mi madre hablar de su único hijo normal, porque de mí, nada podría haber dicho que no acabara en llantos o reproches, como su camuflado intento de sugerir que en algún minuto podría llegar a ser padre. No era necesario tocar el tema, menos cuando todos en esa habitación estábamos seguros de que aquello no era más que un sueño. Sin embargo, Nino salvó en minuto con un peculiar sentido del humor: de su bolsillo, sacó un labial fucsia que asumí era el que llevaba puesto, y escribió un número de teléfono para dejarlo sobre la mesa, al mismo tiempo que me proponía llamarla si al cumplir treinta años seguía soltero. Debo admitir que fue algo ridículo y que el hecho de que me riera en su cara tal vez resultó de mal gusto y grosero. Pero no podía disimular.
Tras ello, hui a mi cuarto, desde donde oí sus movimientos con atención mientras la pintaba entre mis papeles. Deambuló entre risas por la sala y la habitación de Tomás, hasta que sus golpes en la puerta me hicieron notar que el atardecer ya estaba haciéndose presente. Tardé en reaccionar, pero logré levantarme y abrir la puerta para escucharla decirme adiós y partir. Qué afortunado era mi hermano al tenerla como compañía, pensaba mientras imaginaba sus pasos descendiendo por la escalera al mismo tiempo que deseaba haber sido un poco menos yo y más Tomi.
Pero éramos distintos. No lo envidiaba, por el contrario, todo lo que él me provocaba era una profunda admiración y respeto. Tomi tenía todo a su favor, pero yo era yo, y solo podía sentarme a contemplarlo mientras acumulaba vergüenzas en mi vida, de las cuáles el ochenta por ciento se deben al TOC y el veinte por ciento a mi estupidez. No sé si ambas condiciones vienen siempre unidas en pack, pero yo las desarrollé de forma excepcional.
Fue por ello que no noté la luz del sol en mi ventana, que hacía evidente mi silueta apostada en pleno a la contemplación de la gracia de Nino. Me quedé helado al tiempo que mi mente trazaba las miles de alternativas catastróficas a mi humillación
—Ella me vio.
Retrocedí.
Retrocedí.
Retrocedí.
Hasta que mi espalda se estrelló con la pared contraria.
Pensará que soy un psicópata, me repetí, con la intención de asegurarme que me sintiera lo suficientemente humillado como para jamás volver a intentar algo como aquello. Me encargué, con mucho esmero, de hacerme sentir mal por todo: por dejar el número de teléfono de Nino abandonado sobre la mesa, por reírme de ella, por no decirle que aunque sus colores eran extraños, me fascinaban. Había salido mal, todo, todo, todo estaba mal, y en medio de mi rito de autoflagelación mental, Tomás golpeó mi puerta. No respondí, por lo que con suavidad abrió, y asomó su cabeza para pedir permiso para entrar.
—¿Cómo estás? —preguntó.
Yo seguía apoyado en la pared, con mi respiración algo agitada, pero todavía bajo control. Tomi notó mi nerviosismo, y avanzó despacio, con la precaución minuciosa que había adquirido después de vivir por veintiún años junto a mí. Tomi, mi querido hermano, había aprendido a no tocar nada, pues desde muy pequeño interiorizó el protocolo para lograr convivir conmigo. Nos queríamos mucho, incluso cuando sabía que jamás podría acercarse realmente a mí. Por supuesto que había costado. Todavía soy capaz de recordar su llanto a gritos para que lo abrazara o le cediera alguno de mis juguetes. ¿Cómo no iba a amarlo si él era capaz de perdonar todos esos malos momentos?
—Bien, supongo —contesté, avanzando con rapidez para ocultar las miles de Ninos dibujadas sobre la mesa.
Tomás siguió con la mirada mi paso apresurado, aclaró la voz, y comenzó a hablar disparates inentendibles.
—Le gustas. Supongo que lo notaste —dijo él, y ya la conversación comenzó a dejar de tener sentido.
—¿De qué hablas? —murmuré.
Mis manos comenzaron a temblar e intenté disimular apretando mis dedos entre ellos, con fuerza.
—De Nino.
¿Nino? ¿En qué minuto habíamos comenzado a hablar de ella? ¿Tomás se estaba burlando de mí? El temblor de mis manos aumentó, y sin quererlo, comencé a reír, aunque la realidad era que solo deseaba llorar. ¿Qué más podía hacer ante una broma tan cruel? ¿Qué más, si sentía que mi propio hermano se burlaba de esa forma de mí?
—No es broma, Manu. En serio le gustas, y debes hacer algo al respecto. Ya eres un hombre y ella es una mujer, no puedes dejar que las cosas avancen con esa ambigüedad. Nino es mi amiga, y tampoco quiero que sufra. Si no estás interesado en ella, debes decírselo de forma clara.
Continué riendo. En ese minuto tenía veinticinco años y, ninguna mujer, jamás, me había siquiera mirado. Nunca, en mi vida, había escuchado la palabra gustar dirigida a mí. ¿Por qué Tomás me hacía eso? ¿Por qué me humillaba así? ¿Por qué presionar una herida como esa? No encontraba respuesta. Mi hermano no era así, y no entendía lo que ocurría. A esa altura, mis manos ya no paraban de temblar, y mi risa se nubló, mezclándose con las lágrimas que fui incapaz de controlar.
—Lo siento, tampoco era mi intención que te pusieras así, en serio lo siento. ¿Necesitas algo? Agua, ¿traigo agua?
Tomás comenzó a ponerse a nervioso. Intenté controlarme para calmarlo a él, más que a mí mismo, sin embargo, el esfuerzo eso solo me provocó más angustia. Traté de fijar la mirada en él, pero apenas podía abrir mis ojos. Temblaba cada vez más, y a medida que la preocupación de mi hermano aumentaba, el control sobre mi cuerpo disminuía. Estaba avergonzado. Mi respiración parecía ser incapaz de llenar mis pulmones de aire. Me senté, intenté pensar en Nino, en sus ojos, en su risa, pero no pude. Me ahogaba, moría, con Tomás frente a mi pidiéndome perdón y llamando a mi madre. Lo siguiente fue ella entrando a toda velocidad a mi cuarto, cogiendo guantes y alcanzándome un tranquilizante y un vaso de agua, el que derramé porque mis manos ya no respondían.
Era un pésimo hijo. Obligaba a mi madre usar guantes porque despreciaba su contacto. Obligaba a mi hermano a pedirme perdón por algo que no era capaz de entender.
Poco a poco, perdí la noción del tiempo, ignorando el momento en que la crisis terminó.
Estaba avergonzado de mi mismo.
Y aún así, seguía sintiendo el deseo profundo de ver a Nino.
ManuDesperté pasada la media noche, con ellos a mi lado. Mamá trataba de disimular su preocupación, y Tomas seguía repitiéndome que lo perdonara. Quise incorporarme, pero estaba demasiado mareado. No pude hablar, sin embargo, permití que en ese instante la calma regresara a paso lento entre nosotros. No sé con exactitud cuánto tiempo transcurrió, pero al momento en que la voz me volvió al cuerpo, fui capaz de decirles que no se alarmaran, que había exagerado, que me había confundido. Mi madre estaba aterrada, y todos conocíamos muy bien la razón.Por fortuna, todavía existía algo que podía hacer para dejarla tranquila.—Mamá, dame un momento, por favor. Quiero volver a dibujar.La mirada de mi madre se iluminó. Sabía lo que pensaba. Su hijo, su pequeño artista, quería volver al color. Una hermosa sonrisa se dibujó en su rostro y cogió la mano de Tomás para salir en silencio de la habitación. Todavía estaba mareado, pero necesitaba verla. Con algo de esfuerzo me levanté para ir a mi e
Nino La noche en que Manu respondió mi mensaje, marcó un antes y un después en nuestra relación de amistad, porque he de aclarar que no había nada más entre nosotros, y era muy difícil que otra cosa sucediera, considerando lo problemático que resultaba acercarse a él. Pero daba igual, pues solo tener la fortuna de intercambiar algunas palabras con Manu me hacía feliz. Además, aclaro que mi voluntad para insistir no estaba, en absoluto, dañada. Así, poco a poco comencé a volverme una visita frecuente en casa de Tomás, en un intento por aprovechar al máximo esa pequeña ventana que se abría para mí. De forma paciente invertí mi gran cantidad de tiempo libre en cálidos almuerzos y amenas charlas a la hora del té, a tal punto, que incluso Claudia se sorprendía si de pronto faltaba una tarde sin avisar. Ella también lo disfrutaba, no solo porque existiera una mujer que pretendiera a su hijo mayor, sino porque llevaba años presa de la rutina. Por lo mismo, me esforcé en alegrar las tardes
Nino ¿Se había terminado todo? ¿Incluso sin que algo hubiese comenzado realmente? Mis teorías eran: o me había excedido a tal punto que Manu decidía remarcar la distancia y terminar con sus intentos de vida normal, o me odiaba. Ambas eran terribles, pero desde el fondo mi corazón prefería que me odiara a que volviera a encerrarse o dejara de sonreír por mi culpa. Me daba pánico provocar un retroceso y, aunque violara mi promesa de ir con calma, le escribí cuando se cumplieron catorce días desde mi metida de pata: "¿Me odias?""Jamás", respondió Manu en cuestión de segundos, lo que dejaba como alternativa solo una de mis teorías."¿Entonces volveremos a hablar?", pregunté."Lo siento, pero estoy ocupado", sentenció. "¿Es mi culpa? Puedes decirlo, soy muy fuerte."Como Manu dejó de contestar, la mañana siguiente tomé mi mejor sonrisa y me dispuse a obtener respuestas en forma personal, o al menos a intentar enmendar mi grave error. Toqué el timbre una y otra vez, pero nadie salió. T
ManuLa tarde en que Nino decidió cruzar la línea que nos separaba, fue, debo reconocerlo, un fiasco. En un comienzo estaba bien, el momento era agradable y yo disfrutaba por completo la nueva sensación que me provocaba estar cerca de ella. Era increíble que mi voz temblara cada vez menos si deseaba hablarle, o que el solo mirarla me diera alegría. Íbamos bien, yo iba bien. Hasta que Nino mencionó la pintura que reposaba sobre la pared a un costado de mi madre.Huir fue una respuesta intuitiva para mí, pues no deseaba ver la expresión de mamá al recordarlo, sabiendo lo difícil que le resultaba evocar esos días en que todo rastro de júbilo fue arrojado a la basura. Me levanté sin ser capaz de dar explicaciones y esperé con paciencia en mi habitación a que Nino golpeara como cada tarde, solo para decir adiós con su genuina sonrisa, y en efecto, no pasó mucho tiempo hasta que la oí subir. Me levanté de mi escritorio con el corazón acelerado, listo para acudir a sus tres golpecitos en la
NinoDe entre todas las formas posibles que existen para comenzar una historia de amor, nosotros sin duda, escogimos la más extraña. Si bien no me arrepiento de ninguna de las miles de vergonzosas situaciones que viví antes de conocerlo a él, debo confesar que muchas veces llegué a pensar en mentir sobre cómo se originó todo. Si, modificar algunas cosas, nada tan grave, solo un poco de adornos por aquí y por allá que me permitieran narrar sin sentir que hablaba de una descriteriada irresponsable, aunque he de asumir que eso era en esos días. Por desgracia, obviar la vergonzosa realidad de aquel tiempo restaría sabrosísimos detalles que, estoy segura, ninguna persona quisiera pasar por alto.La noche en que todo comenzó fue como cualquier otra de día viernes —como cualquier otra, al menos para mi yo de célebres veintiún años—, cargada de excesos y locura. A esa edad me resultaba difícil imaginarme vivir de otra forma, sobre todo porque solo tenía una prioridad en la vida: divertirme. Y
Manu Desde el día en que abandoné la universidad y me encerré en casa, mis noches se volvieron una búsqueda constante de explicaciones. Hasta ese exacto minuto en que me crucé con ella, llevaba seis años preguntándome cuándo mi vida se había vuelto de verdad insoportable. Sin embargo, por más esfuerzo que ponía en ello, no lograba establecer el momento preciso en que terminé por alejarme de todo y de todos, para refugiarme en la seguridad de mi cuarto y el cuidado agobiante de mi madre.Si bien había ciertos puntos de inflexión que logré identificar con el paso del tiempo, como los cambios que empecé a vivir al entrar en la adolescencia, la cruda realidad era que nunca fui uno de esos niños que el mundo entero adora. Jamás, en toda mi existencia, fui capaz de sociabilizar de forma fluida con las personas que me rodeaban. Siempre me angustió la percepción que el mundo pudiese tener sobre mí y, cualquier tipo de responsabilidad, se transformaba en una exigencia que no me dejaba lidiar
NinoDespués de cruzarme con mi príncipe, de forma mágica mis ganas de huir desaparecieron, y como era de esperarse, esa noche no volví a casa. Efectivamente terminé por dormir en la cama de Tomás, pero a diferencia de lo pronosticado, él durmió en el suelo, lejos de mi enamoradizo cuerpo. Me costó conciliar el sueño, un poco por lo borracha y un poco por lo vivido, por eso asumo que fui la última en quedarme dormida, aunque para sorpresa de mi estimado compañero, fui la primera en despertar. Desde temprano comencé a interrogar a Tomás para reunir información sobre mi nuevo descubrimiento, aunque lo único que obtuve fue su nombre y su edad. Manuel, veinticinco años, hermano mayor de Tomi. Y como no fue suficiente para mí, tímidamente me quedé a desayunar.—¿Y esta señorita? —preguntó Claudia, madre de esos curiosos hermanos, de rostro joven pero cansado.Era hermosa, lo que de alguna forma me hacía comprender lo bendecida que estaba la genética de esa familia. Sus ojos eran del mismo
ManuRecuerdo que lo primero que vi fueron sus ojos, y como ellos se centraron en los míos. Luego, en cuestión de segundos, mi respiración se detuvo para comenzar a calmarse. Dejé de temblar y mi corazón se disparó. El caos de mi mente guardó silencio, y los gérmenes que se esparcían por la habitación, se esfumaron. Todo, más allá de mi control, se volcó hacia ella, y de pronto en mi mundo no existió nadie más. Ella, envuelta en los brazos de mi hermano, parecía pedir ayuda. ¡Cómo me habría encantado poder hacerlo! Sin embargo, no sabía quién era y no podía pretender que algo en mí podría ayudarla. Además, era muy probable que se tratara de la novia de Tomás, o mucho más factible, que su figura solo fuera el desesperado intento de mi imaginación por salvarme del pánico que me asechaba.No supe qué decir. No supe qué hacer. Y me odié.—¿Hasta qué hora debo soportar este ruido? —bramé, incapaz de esbozar otra frase.Tras mi ridículo momento de ira, entré a mi habitación desesperado por