Paso 7

Manu

Esa tarde, Nino apareció en casa despilfarrando toda la magia que emanaba su presencia. Nada combinaba en su figura, ni su pelo violeta con su piel, ni su vestido de lunares con sus zapatillas rojas. Toda ella era un caos elaborado de forma cuidadosa y delicada, que al unirse en su cuerpo curvilíneo creaba una imagen que solo inspiraba una adictiva alegría. No la conocía, pero deseaba mantenerme cerca solo para contagiarme de su curiosa sonrisa que lo iluminaba todo junto a su desvergonzada forma de moverse y hablar. Si bien mi círculo de personas conocidas se había reducido a mi familia, era innegable el hecho que nunca vi ser humano más seguro de sí mismo que ella. Nino parecía no temer a nada, y eso me incluía.

Por lo mismo, todas sus palabras parecían un descarado intento por integrarme a esa relación extraña que tenía con mi hermano. Me sonreía, me preguntaba cosas y, para sorpresa de todos, logró mantenerme interesado por largo tiempo, soportando incluso la culpa que me provocaba oír a mi madre hablar de su único hijo normal, porque de mí, nada podría haber dicho que no acabara en llantos o reproches, como su camuflado intento de sugerir que en algún minuto podría llegar a ser padre. No era necesario tocar el tema, menos cuando todos en esa habitación estábamos seguros de que aquello no era más que un sueño. Sin embargo, Nino salvó en minuto con un peculiar sentido del humor: de su bolsillo, sacó un labial fucsia que asumí era el que llevaba puesto, y escribió un número de teléfono para dejarlo sobre la mesa, al mismo tiempo que me proponía llamarla si al cumplir treinta años seguía soltero. Debo admitir que fue algo ridículo y que el hecho de que me riera en su cara tal vez resultó de mal gusto y grosero. Pero no podía disimular.

Tras ello, hui a mi cuarto, desde donde oí sus movimientos con atención mientras la pintaba entre mis papeles. Deambuló entre risas por la sala y la habitación de Tomás, hasta que sus golpes en la puerta me hicieron notar que el atardecer ya estaba haciéndose presente. Tardé en reaccionar, pero logré levantarme y abrir la puerta para escucharla decirme adiós y partir. Qué afortunado era mi hermano al tenerla como compañía, pensaba mientras imaginaba sus pasos descendiendo por la escalera al mismo tiempo que deseaba haber sido un poco menos yo y más Tomi.

Pero éramos distintos. No lo envidiaba, por el contrario, todo lo que él me provocaba era una profunda admiración y respeto. Tomi tenía todo a su favor, pero yo era yo, y solo podía sentarme a contemplarlo mientras acumulaba vergüenzas en mi vida, de las cuáles el ochenta por ciento se deben al TOC y el veinte por ciento a mi estupidez. No sé si ambas condiciones vienen siempre unidas en pack, pero yo las desarrollé de forma excepcional.

Fue por ello que no noté la luz del sol en mi ventana, que hacía evidente mi silueta apostada en pleno a la contemplación de la gracia de Nino. Me quedé helado al tiempo que mi mente trazaba las miles de alternativas catastróficas a mi humillación

—Ella me vio.

Retrocedí.

Retrocedí.

Retrocedí.

Hasta que mi espalda se estrelló con la pared contraria.

Pensará que soy un psicópata, me repetí, con la intención de asegurarme que me sintiera lo suficientemente humillado como para jamás volver a intentar algo como aquello. Me encargué, con mucho esmero, de hacerme sentir mal por todo: por dejar el número de teléfono de Nino abandonado sobre la mesa, por reírme de ella, por no decirle que aunque sus colores eran extraños, me fascinaban. Había salido mal, todo, todo, todo estaba mal, y en medio de mi rito de autoflagelación mental, Tomás golpeó mi puerta. No respondí, por lo que con suavidad abrió, y asomó su cabeza para pedir permiso para entrar.

—¿Cómo estás? —preguntó.

Yo seguía apoyado en la pared, con mi respiración algo agitada, pero todavía bajo control. Tomi notó mi nerviosismo, y avanzó despacio, con la precaución minuciosa que había adquirido después de vivir por veintiún años junto a mí. Tomi, mi querido hermano, había aprendido a no tocar nada, pues desde muy pequeño interiorizó el protocolo para lograr convivir conmigo. Nos queríamos mucho, incluso cuando sabía que jamás podría acercarse realmente a mí. Por supuesto que había costado. Todavía soy capaz de recordar su llanto a gritos para que lo abrazara o le cediera alguno de mis juguetes. ¿Cómo no iba a amarlo si él era capaz de perdonar todos esos malos momentos?

—Bien, supongo —contesté, avanzando con rapidez para ocultar las miles de Ninos dibujadas sobre la mesa.

Tomás siguió con la mirada mi paso apresurado, aclaró la voz, y comenzó a hablar disparates inentendibles.

—Le gustas. Supongo que lo notaste —dijo él, y ya la conversación comenzó a dejar de tener sentido.

—¿De qué hablas? —murmuré.

Mis manos comenzaron a temblar e intenté disimular apretando mis dedos entre ellos, con fuerza.

—De Nino.

¿Nino? ¿En qué minuto habíamos comenzado a hablar de ella? ¿Tomás se estaba burlando de mí? El temblor de mis manos aumentó, y sin quererlo, comencé a reír, aunque la realidad era que solo deseaba llorar. ¿Qué más podía hacer ante una broma tan cruel? ¿Qué más, si sentía que mi propio hermano se burlaba de esa forma de mí?

—No es broma, Manu. En serio le gustas, y debes hacer algo al respecto. Ya eres un hombre y ella es una mujer, no puedes dejar que las cosas avancen con esa ambigüedad. Nino es mi amiga, y tampoco quiero que sufra. Si no estás interesado en ella, debes decírselo de forma clara.

Continué riendo. En ese minuto tenía veinticinco años y, ninguna mujer, jamás, me había siquiera mirado. Nunca, en mi vida, había escuchado la palabra gustar dirigida a mí. ¿Por qué Tomás me hacía eso? ¿Por qué me humillaba así? ¿Por qué presionar una herida como esa? No encontraba respuesta. Mi hermano no era así, y no entendía lo que ocurría. A esa altura, mis manos ya no paraban de temblar, y mi risa se nubló, mezclándose con las lágrimas que fui incapaz de controlar.

—Lo siento, tampoco era mi intención que te pusieras así, en serio lo siento. ¿Necesitas algo? Agua, ¿traigo agua?

Tomás comenzó a ponerse a nervioso. Intenté controlarme para calmarlo a él, más que a mí mismo, sin embargo, el esfuerzo eso solo me provocó más angustia. Traté de fijar la mirada en él, pero apenas podía abrir mis ojos. Temblaba cada vez más, y a medida que la preocupación de mi hermano aumentaba, el control sobre mi cuerpo disminuía. Estaba avergonzado. Mi respiración parecía ser incapaz de llenar mis pulmones de aire. Me senté, intenté pensar en Nino, en sus ojos, en su risa, pero no pude. Me ahogaba, moría, con Tomás frente a mi pidiéndome perdón y llamando a mi madre. Lo siguiente fue ella entrando a toda velocidad a mi cuarto, cogiendo guantes y alcanzándome un tranquilizante y un vaso de agua, el que derramé porque mis manos ya no respondían.

Era un pésimo hijo. Obligaba a mi madre usar guantes porque despreciaba su contacto. Obligaba a mi hermano a pedirme perdón por algo que no era capaz de entender.

Poco a poco, perdí la noción del tiempo, ignorando el momento en que la crisis terminó.

Estaba avergonzado de mi mismo.

Y aún así, seguía sintiendo el deseo profundo de ver a Nino.

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