Manu
Desde el día en que abandoné la universidad y me encerré en casa, mis noches se volvieron una búsqueda constante de explicaciones. Hasta ese exacto minuto en que me crucé con ella, llevaba seis años preguntándome cuándo mi vida se había vuelto de verdad insoportable. Sin embargo, por más esfuerzo que ponía en ello, no lograba establecer el momento preciso en que terminé por alejarme de todo y de todos, para refugiarme en la seguridad de mi cuarto y el cuidado agobiante de mi madre.
Si bien había ciertos puntos de inflexión que logré identificar con el paso del tiempo, como los cambios que empecé a vivir al entrar en la adolescencia, la cruda realidad era que nunca fui uno de esos niños que el mundo entero adora. Jamás, en toda mi existencia, fui capaz de sociabilizar de forma fluida con las personas que me rodeaban. Siempre me angustió la percepción que el mundo pudiese tener sobre mí y, cualquier tipo de responsabilidad, se transformaba en una exigencia que no me dejaba lidiar conmigo mismo. Tal vez por eso logré refugiarme en el arte, pues de alguna manera, solo aquello que creaba desde lo más profundo de mí ser lograba tranquilizarme al mismo tiempo que agradaba a los demás. Mis pinturas no me juzgaban ni se burlaban de mí. Estaban ahí por mí. Yo las creaba, y ellas me lo agradecían.
De esa forma, el concurso plástico en el que mi padre año a año me obligaba a participar, se instaló como uno de los grandes vencedores entre los hechos que formaban parte de los responsables de mi autoexilio. Adoraba pintar, pero no fui capaz de lidiar con la exigencia de pseudoexpertos que buscaron mostrarme un camino que solo logro desconectarme por completo de aquello que tanto amaba. Hui de la presión, de los cursos de dibujo, de las técnicas de acuarela, de los talleres de óleo, de sus tutorías particulares de bocetos, de su afán por la competencia, de su necesidad de ser los primeros aunque tu arte no signifique nada. Era un adolescente aún, pero sabía que esa necesidad de huir era peligrosa, y pedí ayuda. Por desgracia, mi padre no fue capaz de entenderlo.
Él no era un mal hombre, de eso estoy seguro. Tan solo su nivel de empatía no era el suficiente para lidiar con un hijo como yo. Él era distinto, era un superhombre: un prototipo perfecto de lo esperado por la sociedad. Un macho alfa, mujeriego, que no soportó tener un hijo perdedor incapaz de jugar al fútbol o de tomar cervezas en una fiesta. Para nadie fue fácil, pero para él era imposible soportar mis conductas repetitivas, o ver que necesitaba lavar mis manos una y otra vez. Vivir en una casa que no se podía modificar era un calvario para él, y ni hablar de lo terrible que debió ser el estar seguro de que nunca una mujer se fijaría en mí. Por eso, la tarde en que cumplí quince, desapareció para siempre, dejando como recuerdo una única foto del día en que nací: el único momento en que podía estar seguro de que me amó.
Con todo aquello en contra, todavía existía algo más difícil para mí; incluso más que quedarme solo, más que la angustia de los pensamientos catastróficos que me invadían uno tras otro, más que la certeza de que para mí solo existían esas cuatro paredes que me apartaban del mundo: yo presencie, y provoqué, la destrucción de mi familia. Y aunque no odiaba a mi padre, sobretodo todo porque dudaba que hubiese abandonado a mi madre por gusto, el despertar cada mañana y observar el rostro cansado de mamá, o lidiar con su mirada culposa cuando sabía que deseaba abrazarme y no podía, o lo imposible que me resultaba consolarla en los momentos en que se detenía frente a mi preguntándose en qué había fallado, qué pudo hacer mal y qué sería de mi cuando ella ya no estuviera para solucionar mi vida, se convirtió en un recordatorio constante de que él nos había abandonado, dejando a mi madre con la carga más grande que pueda existir para una mujer: dos hijos a cuestas y uno de ellos incapaz de valerse por sí mismo, a pesar de ser un hombre. La vi quedarse sola, alejarse de sus amigos, de su familia, dejar de trabajar, de maquillarse, de salir. Mi madre cerró las puertas de nuestra casa para enclaustrarse junto a mí y protegerme de mí mismo. Eso, sin duda, era lo peor de todo.
No solo sentía angustia al ser consiente de mi responsabilidad en la situación familiar, pues la vergüenza y la tristeza solían acompañarme cada día, encontrado nuevas formas de hacerse presentes para nublar mi raciocinio y aumentar la frustración de sentirme incapaz de relacionarme con mi madre, mi hermano, o con cualquier persona. Me dolía tanto o más que a ellos, porque en serio los necesitaba. Deseaba su cercanía y ansiaba de sobre manera que existiera una persona capaz de arriesgarse a romper mi burbuja, que irrumpiera en mi mundo y me ayudara a salir, porque la confianza en mí mismo la había perdido hacía ya muchos años.
No imaginaba, ni por un segundo, que esa persona aparecería en casa la misma noche en que sentía mi vida tambalear bajo mis pies. Aquella semana y con esfuerzo sobrehumano, ideamos junto a Tomás una salida al cine para nuestra madre y una de mis tías —la única que seguía intentando sacarla de casa—. Lo planificamos de forma minuciosa para no preocuparla: Tomás prometió que estaría preocupado por mí en todo momento, y yo, debí ser merecedor de un Óscar gracias a mi gran mentira: juré que me sentía bien, que estaba tranquilo y que nada malo ocurriría pues no tenía intención alguna de moverme de mi habitación. Me preparé mentalmente para verla salir y, mientras me preguntaba sin cesar si estaba seguro, sentí la real necesidad de pedirle perdón por hacerle tanto daño. Ella temblaba casi tanto como yo, pero la obligué a salir y respirar lejos de mí. No solo se lo merecía, sino que lo necesitaba.
Una vez que salió de casa, revisé trece veces —eso correspondía, pues si hubiese sido domingo, me habría conformado con once— las puertas, ventanas, el gas y el agua para asegurarme que nada muy grave nos pudiera suceder. Tomás, mi irresponsable y preocupado hermano, golpeó mi puerta para avisar que un par de amigos estarían con él esa noche. No podía negarme. Era viernes, y todo aquel que lo conociera, sabía que eran casi sagrados para él. Además, era su casa. ¿Qué más podía hacer? Me parecía algo completamente justo, pero sobre todo, saludable, pues aunque lo necesitaba, odiaba que la casa girara en torno a mí.
—Mantenlos alejados de mi cueva —pedí, con mi nula autoridad de hermano mayor.
Tomi sonrió y prometió que estarían en el patio y cuando mucho en la cocina, y que él mismo limpiaría todo antes de dormir. Él siempre se había preocupado por mí, así que no tuve más alternativa que encerrarme y escuchar a toda esa tropa de personas ridículamente felices entrar. Oí sus pasos, sus risas, sus cantos, el sonido de sus vasos al brindar. Esos vasos que eran míos. ¡Usaba esos vasos! Traté de pensar que Tomás los mantendría alejados, pero luego sentí el sonar los cubiertos y ¿si tocaban los míos? Iba a tener que desinfectar todo, pensé mientras mi cuerpo comenzaba a temblar. Me levanté de la cama y respiré profundo para calmarme, pero lejos de hacerlo, comenzó el caos: en mi mente, sus sucias manos esparcían gérmenes por las paredes de mi casa mientras, sin que mi hermano lo notara, robaban nuestras cosas y nos dejaban en la ruina. Sabía que todo eso era producto de mi imaginación, lo sabía, por eso caminaba de un lado a otro contando hasta diez, hasta que el aire comenzó a hacerse escaso y mi corazón a agitarse. Pensé en llamar a mamá, y no me detuvieron mis ganas de que ella se relajara, sino la distancia entre mi puerta y el teléfono, que incluía de forma obligatoria pasar por esa sala llena de desconocidos impuros. La frustración comenzó a invadirme por completo, y mientras caminaba hacia mi cama, un ruido sordo de loza quebrada sonó frente a mi puerta. Me obligué a no visualizar la escena, pero como siempre, mi cerebro no obedeció. Antes de siquiera pensarlo, ya estaba siendo atacado con los fragmentos de loza, tierra y bichos derramados a mis pies.
Abrí la puerta al borde del colapso, encendí la luz del pasillo, y cambió mi vida.
NinoDespués de cruzarme con mi príncipe, de forma mágica mis ganas de huir desaparecieron, y como era de esperarse, esa noche no volví a casa. Efectivamente terminé por dormir en la cama de Tomás, pero a diferencia de lo pronosticado, él durmió en el suelo, lejos de mi enamoradizo cuerpo. Me costó conciliar el sueño, un poco por lo borracha y un poco por lo vivido, por eso asumo que fui la última en quedarme dormida, aunque para sorpresa de mi estimado compañero, fui la primera en despertar. Desde temprano comencé a interrogar a Tomás para reunir información sobre mi nuevo descubrimiento, aunque lo único que obtuve fue su nombre y su edad. Manuel, veinticinco años, hermano mayor de Tomi. Y como no fue suficiente para mí, tímidamente me quedé a desayunar.—¿Y esta señorita? —preguntó Claudia, madre de esos curiosos hermanos, de rostro joven pero cansado.Era hermosa, lo que de alguna forma me hacía comprender lo bendecida que estaba la genética de esa familia. Sus ojos eran del mismo
ManuRecuerdo que lo primero que vi fueron sus ojos, y como ellos se centraron en los míos. Luego, en cuestión de segundos, mi respiración se detuvo para comenzar a calmarse. Dejé de temblar y mi corazón se disparó. El caos de mi mente guardó silencio, y los gérmenes que se esparcían por la habitación, se esfumaron. Todo, más allá de mi control, se volcó hacia ella, y de pronto en mi mundo no existió nadie más. Ella, envuelta en los brazos de mi hermano, parecía pedir ayuda. ¡Cómo me habría encantado poder hacerlo! Sin embargo, no sabía quién era y no podía pretender que algo en mí podría ayudarla. Además, era muy probable que se tratara de la novia de Tomás, o mucho más factible, que su figura solo fuera el desesperado intento de mi imaginación por salvarme del pánico que me asechaba.No supe qué decir. No supe qué hacer. Y me odié.—¿Hasta qué hora debo soportar este ruido? —bramé, incapaz de esbozar otra frase.Tras mi ridículo momento de ira, entré a mi habitación desesperado por
NinoEl fin de semana que siguió a mi fallido intento por conocer a Manu, confirmé que Tomás me odiaba. Por desgracia, debo reconocer también que merecía todo su rencor, pues desde el mismísimo lunes en que nos vimos en la facultad, comencé a insistir para que me invitara una vez más a su casa, aunque como era de esperar, no hubo promesa o argumento que lograra convencer a mi amigo: juré que tendría cuidado, que no cruzaría palabra con su hermano y, si era necesario, ni siquiera lo miraría. Mis motivos no eran un misterio. Solo deseaba una oportunidad más con él, pero Tomás no estuvo de acuerdo, y nunca logré adivinar si su negativa era motivada por celos o por la responsabilidad que sentía de proteger a Manu. Por esos días, solo estaba segura de una cosa: Tomi me quería lejos de ahí.Sin embargo, darme por vencida nunca fue algo sencillo para mí y, por gracia del destino, y como todo aquel que me conociera sabía, la timidez no estaba dentro de mis atributos, por lo que la única soluc
NinoNo conté los segundos, pero puedo asegurar que el mundo se detuvo cuando atravesó el umbral de la puerta con su caminar suave y algo torpe. Estaba igual de hermoso, con unos jeans que a mí no me habrían entrado ni aunque embarrara mi cuerpo en mantequilla. Sí, me fijé en su ropa, en la camisa a cuadros que llevaba y en esa camiseta blanca que lo hacía parecer un niño bueno, y me recriminé por eso. Yo no era una persona que se dejara llevar por el aspecto de un hombre, pero es que era inevitable no perderse en la hermosura de ese ser humano. Además, ¿qué otra cosa podía decir sobre él si no lo conocía? Claro que podía estar idealizándolo, pero me daba igual. Su imagen perfecta, se grabó en mi retina para siempre.Intenté sonreír, pero Manu me miró evitando mis ojos, solo para comprobar que no ocupaba su lugar. No dijo nada, pero se sentó a mi lado, derecho y elegante. Su madre le sonrió con ternura, Tomás se ubicó frente a mí y la rutina comenzó. Claudia se volteó para servir la c
ManuEsa tarde, Nino apareció en casa despilfarrando toda la magia que emanaba su presencia. Nada combinaba en su figura, ni su pelo violeta con su piel, ni su vestido de lunares con sus zapatillas rojas. Toda ella era un caos elaborado de forma cuidadosa y delicada, que al unirse en su cuerpo curvilíneo creaba una imagen que solo inspiraba una adictiva alegría. No la conocía, pero deseaba mantenerme cerca solo para contagiarme de su curiosa sonrisa que lo iluminaba todo junto a su desvergonzada forma de moverse y hablar. Si bien mi círculo de personas conocidas se había reducido a mi familia, era innegable el hecho que nunca vi ser humano más seguro de sí mismo que ella. Nino parecía no temer a nada, y eso me incluía.Por lo mismo, todas sus palabras parecían un descarado intento por integrarme a esa relación extraña que tenía con mi hermano. Me sonreía, me preguntaba cosas y, para sorpresa de todos, logró mantenerme interesado por largo tiempo, soportando incluso la culpa que me pro
ManuDesperté pasada la media noche, con ellos a mi lado. Mamá trataba de disimular su preocupación, y Tomas seguía repitiéndome que lo perdonara. Quise incorporarme, pero estaba demasiado mareado. No pude hablar, sin embargo, permití que en ese instante la calma regresara a paso lento entre nosotros. No sé con exactitud cuánto tiempo transcurrió, pero al momento en que la voz me volvió al cuerpo, fui capaz de decirles que no se alarmaran, que había exagerado, que me había confundido. Mi madre estaba aterrada, y todos conocíamos muy bien la razón.Por fortuna, todavía existía algo que podía hacer para dejarla tranquila.—Mamá, dame un momento, por favor. Quiero volver a dibujar.La mirada de mi madre se iluminó. Sabía lo que pensaba. Su hijo, su pequeño artista, quería volver al color. Una hermosa sonrisa se dibujó en su rostro y cogió la mano de Tomás para salir en silencio de la habitación. Todavía estaba mareado, pero necesitaba verla. Con algo de esfuerzo me levanté para ir a mi e
Nino La noche en que Manu respondió mi mensaje, marcó un antes y un después en nuestra relación de amistad, porque he de aclarar que no había nada más entre nosotros, y era muy difícil que otra cosa sucediera, considerando lo problemático que resultaba acercarse a él. Pero daba igual, pues solo tener la fortuna de intercambiar algunas palabras con Manu me hacía feliz. Además, aclaro que mi voluntad para insistir no estaba, en absoluto, dañada. Así, poco a poco comencé a volverme una visita frecuente en casa de Tomás, en un intento por aprovechar al máximo esa pequeña ventana que se abría para mí. De forma paciente invertí mi gran cantidad de tiempo libre en cálidos almuerzos y amenas charlas a la hora del té, a tal punto, que incluso Claudia se sorprendía si de pronto faltaba una tarde sin avisar. Ella también lo disfrutaba, no solo porque existiera una mujer que pretendiera a su hijo mayor, sino porque llevaba años presa de la rutina. Por lo mismo, me esforcé en alegrar las tardes
Nino ¿Se había terminado todo? ¿Incluso sin que algo hubiese comenzado realmente? Mis teorías eran: o me había excedido a tal punto que Manu decidía remarcar la distancia y terminar con sus intentos de vida normal, o me odiaba. Ambas eran terribles, pero desde el fondo mi corazón prefería que me odiara a que volviera a encerrarse o dejara de sonreír por mi culpa. Me daba pánico provocar un retroceso y, aunque violara mi promesa de ir con calma, le escribí cuando se cumplieron catorce días desde mi metida de pata: "¿Me odias?""Jamás", respondió Manu en cuestión de segundos, lo que dejaba como alternativa solo una de mis teorías."¿Entonces volveremos a hablar?", pregunté."Lo siento, pero estoy ocupado", sentenció. "¿Es mi culpa? Puedes decirlo, soy muy fuerte."Como Manu dejó de contestar, la mañana siguiente tomé mi mejor sonrisa y me dispuse a obtener respuestas en forma personal, o al menos a intentar enmendar mi grave error. Toqué el timbre una y otra vez, pero nadie salió. T