Capítulo 2
Un destello de diversión brilló en los ojos de Melinda, pero rápidamente lo detuvo.

—Alfa, no tienes que hacer esto. No busco que sea castigada, por lo que hizo. Después, ella me culpará.

—No se atreverá —afirmó Cruz, sin ninguna duda—. No te preocupes, ella se contendrá esta vez, a menos que quiera volver a ese pozo. Alguien como ella, a quien le importa tanto la dignidad, seguramente no va a querer ese tipo de castigo de nuevo.

Resultó ser que sabía que lo que más me importaba era mi dignidad, y, sin embargo, me había dejado morir de la manera más indigna posible.

Mis uñas bien cuidadas se habían clavado a las paredes del pozo intentando escapar. Sin embargo, cada vez que había a la salida, los soldados de Cruz me empujaban nuevamente hacia abajo. Tras lo cual, él ordenó sellar la boca del pozo, de tal manera, que ni siquiera el agua de lluvia pudiera saciar mi sed.

Cuando no pude más, me quedé de pie, inmóvil, débil, sintiendo cómo las alimañas me roían los dedos de los pies. Por un momento, la voluntad de sobrevivir me hizo querer bajar la cabeza y comérmelos, pero las estrechas paredes del pozo me lo impedían.

Por lo que, usé la poca fuerza que me quedaba para lanzar el Hechizo de Transmisión de Voz y enviar mi súplica de ayuda a sus oídos, pero él me respondió con su juicio despiadado:

—¿Eso quiere decir que ya comprendes cómo se sentía Melinda cuando, por tu culpa, casi fue devorada por esas fieras?

Con esas palabras no hizo más que apagar mi última esperanza de vida.

No me di cuenta de que, más tarde, sería Melinda quien intercedería por mí, aunque solo lo hiciera en su intento de fingir amabilidad.

—Ve y libera a Clara —le ordenó Cruz a uno de sus hombres, con impaciencia, cediendo, por fin, ante las repetidas súplicas de Melinda—. Dile que vaya a asearse antes de que venga a admitir su error, no quiero que Melinda la vea en ese estado.

—Alfa, debe consolar a Luna cuando venga —repuso la mujer con los ojos llorosos—. Después de todo, yo conozco mejor que nadie el miedo y la desesperación de estar sola.

—¿Qué tengo que consolarla? —inquirió Cruz con rabia—. Ella es la culpable de todo esto. Por su error, no subiste al carro y caminaste sola por el desierto antes de volver a la manada. ¡Por poco no te devoraron las bestias! Ni siquiera puedo ni imaginar lo asustada e indefensa que estabas, Melinda. ¡Tu amabilidad no hace más que confirmarme lo cruel del error de Clara!

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