La casa de los padres de John olía a comida recién hecha, a piso encerado y a domingos de toda la vida. En el comedor, la mesa estaba servida con una precisión que solo su madre podía lograr: servilletas bien dobladas, pan cortado en rodajas parejas, vasos de vidrio grueso y el infaltable centro de mesa con flores artificiales que ya nadie cuestionaba.Sophia estaba sentada al lado de él, removiendo distraída una porción de ensalada que no había tocado en serio. Tenía el pelo recogido de forma práctica, sin esfuerzo aparente, y una blusa azul que no parecía elegida con intención, sino al pasar. A ratos, sonreía por cortesía. Pero no estaba ahí. No del todo.John la observó con el rabillo del ojo mientras su madre hablaba del nuevo vecino y su padre se quejaba del precio del aceite de oliva. Años atrás, Sophia habría discutido ambos temas. Ahora apenas asentía.—¿Cómo estas con Gabriel, hija? —preguntó la madre, cortando la conversación sobre las góndolas del supermercado—. Vi en las n
La luz de la tarde entraba rasgando los ventanales del pequeño departamento de Magdalena Ortiz. El polvo flotaba en el aire como un ejército de partículas brillantes, suspendidas entre el calor de un café olvidado y la pantalla abierta de su laptop.Magdalena estaba encorvada sobre el teclado, una mano sosteniéndose la frente, la otra haciendo scroll mecánicamente. Un titular sensacionalista llamó su atención:"La nueva pareja del Arcángel del rugby: Gabriel Torr y Sophia Milstein".Frunció el ceño.Sophia Milstein.Ese nombre, esa cara, no encajaban con lo que recordaba del tipo.Amplió la foto: Gabriel y Sophia caminando juntos, él sonriendo a las cámaras, ella con una expresión medida, diplomática. Como quien acompaña por obligación más que por devoción.—Vaya, vaya... —murmuró Magdalena, acercándose más a la pantalla.No era solo sorpresa. Era también una punzada de desconfianza. Algo que había intentado archivar en su memoria años atrás.El cruce con Gabriel había sido breve, per
La caja estaba allí cuando Sophia volvió del supermercado, apoyada con una delicadeza casi ritual frente a la puerta de su departamento.El envoltorio era sobrio: papel madera, cuerda fina, sin etiqueta visible. Sólo un pequeño sobre blanco adherido en la parte superior, con su nombre escrito a mano y el remitente.Sophia abrió la puerta usando el codo, abrazada a las bolsas de compra. Rex se acercó moviendo la cola, saltando con su única pata trasera y masticando su pelota. Observando como su cuidadora dejaba las bolsas en el suelo y recogía la caja, seguía esperando la caricia de bienvenida. Sophia sintió el peso compacto y denso de aquel paquete tan misterioso, como si dentro hubiera algo mucho más importante que un simple presente.Unas rápidas palmaditas en la cabeza de su mascota y depositó la caja en el sofá.Se sentó en el mueble, y fue desatando el hilo con cuidado mientras en su cabeza se arremolinaban las preguntas. El papel crujió como hojas secas en otoño.Dentro, acomoda
El rugido de la multitud resonaba en el estadio. Era un mar de colores y banderas ondeando al viento mientras el partido de rugby alcanzaba su clímax. La gente gritaba, aplaudía y silbaba, mientras en el centro del campo, los jugadores se movían con una energía frenética, sus cuerpos chocaban con fuerza en cada tackle y ruck. El sol brillaba sobre ellos, haciendo brillar el sudor en sus frentes y acentuando cada golpe y empuje y sacando a lucir seductoramente la fuerza que reflejaban sus músculos, venas y tendones.Thomas se limpió el sudor de la cara con la palma de su mano. Era una fuerza imponente en el campo. Su físico robusto y su barba crecida al estilo vikingo le daban una presencia intimidante. Sus ojos marrones, llenos de furia y concentración, seguían cada movimiento con una intensidad que hacía temblar a sus adversarios. Su cabello castaño claro, desaliñado, y la cicatriz en la nariz que le atravesaba la cara desde la altura del pómulo derecho hasta perderse en la mejilla i
El sol apenas asomaba sobre el horizonte cuando Sophia se despertó, rodeada por el suave murmullo de la naturaleza. Afuera, el canto de los pájaros marcaba el inicio de un nuevo día en su pequeña casita campestre. Abrió los ojos lentamente, disfrutando de esos primeros momentos de paz antes de que el mundo comenzara a moverse a su alrededor. A lo lejos, se escuchaba el viento rozar las hojas de los árboles frutales que adornaban el jardín, un sonido tan familiar que se había convertido en su melodía de cada mañana.La casa de Sophia, ubicada a las afueras de la ciudad, era su refugio. No era grande ni lujosa, pero tenía todo lo que necesitaba: paredes de madera, cortinas de bordado francés y estantes llenos de libros. Todo en su hogar tenía un propósito, cada rincón hablaba de sus gustos y su personalidad. Se levantó de la cama y abrió las ventanas, dejando que la luz dorada del amanecer llenara el espacio. El aire fresco del campo inundó la habitación, revitalizándola.En la esquina
Sophia bajó de la bicicleta y la ató con la cadena al soporte. Había demorado un poco más de lo normal por el peso del frasco de mermelada para Edith; pero de todas maneras logró su cometido y ya se encontraba en el hospital de niños. Tomó su bolso y empujó la puerta con confianza. Con una sonrisa en el rostro saludó al guardia de seguridad y le mostró su identificación.—Buenos días, Ernesto —lo saludó. Su voz salió dulce y cálida como un té recién hecho. Ernesto le sonrió de oreja a oreja con un ligero rubor en sus mejillas.—Sophia, buenos días —tartamudeó el joven guardia—. No hace falta que me presentes eso, ya eres una más del equipo.—Reglas son reglas, mi amigo. Y tú deber es anotar quién entra y quién sale —le recordó Sophia. Sin embargo, Ernesto la había recibido tantas veces en el hospital que se sabía sus datos de memoria. Su rutina era la misma: Todos los domingos, miércoles y viernes Sophia estaba allí, puntual como siempre. Se sentaba en el parque que quedaba justo en f
Para cuando Sophia regresó a su casa, ya casi atardecía. Con las ventanas abiertas de par en par, disfrutando de la cálida brisa de primavera, lavaba a conciencia la lonchera donde había llevado sus sándwiches. Escuchó el ya muy conocido chirrido del colibrí y levantó la vista para ver cómo volaba de lado a lado en su ventana. Así como llegó, se fue. Pero una nueva visión le alegró la vista. Vio estacionarse el auto de su padre, afuera en la calle de tierra. Cerró el paso de agua del lavabo y se secó las manos rápidamente. Afuera, Rex le ladraba al recién llegado, moviendo la cola de lado a lado y tratando de no perder el equilibrio con sus tres patas.Mientras su padre y su madre descendían del vehículo, Sophia salió a recibirlos.—¡Hola! —los saludó felizmente de verlos. Aunque ellos sabían que los domingos casi no estaba en casa, y que los veía al menos dos veces por semana, siempre era muy grato tenerlos allí.—Hola, hijita. Perdón por llegar sin avisarte —dijo su madre, acercándo
Dos hombres de mediana edad se acercaron a la casita campestre. Aún no era mediodía y un delicioso aroma a comida preparándose en el horno salía de su interior. Gabriel se escondió tras un arbusto, siendo secundado por Lucas, que no dejaba escapar oportunidad para filmar todo lo acontecido.—¿Y? ¿Cómo me veo? —le preguntó Gabriel a Lucas luciendo su uniforme del equipo de rugby para el que jugaba. La camiseta verde se ajustaba a su atlético cuerpo, resaltando el contorno de cada abdominal y tendón que se marcaba en él.—¡Absolutamente impactante! ¡Te aseguro que caerá rendida a tus pies! —exclamó Lucas sin dejar de filmar—. ¡Y lo mejor de todo es que esto irá derechito a tus redes! ¡Sumarás muchos seguidores! ¡Funcionará mejor que ir al hospital a sacarse fotos con esos mocosos enfermos!—Muy bien, deséame suerte, amigo. Aunque claro que no la necesito —rio Gabriel. Ágilmente saltó la tranquera de madera que marcaba el límite de la propiedad privada y atravesó el jardín frontal con to