Sádico
Sádico
Por: Svaqq16
BRASIL

La hora en que Libia debía bajar del avión llegó, y apenas llevaba una maleta. Esa era su oportunidad de oro. Con ese trato iba a lograr que su tía, al fin, la tomara en cuenta. A través de eso, demostraría que no era una muchachita tonta.

—Buenas tardes —saludó al guardia del aeropuerto.

Esperó con paciencia a que le entregaran su equipaje. Una vez que tuvo todo listo, salió del aeropuerto y abordó un taxi. Su hotel la esperaba.

Al llegar al hostal, se presentó ante la recepcionista.

—Soy Libia Musso, hice una reservación hace cuatro días.

—Identificación y número de folio que se le proporcionó a la hora de realizar el pago.

Libia sacó de su pequeño bolso su documento de identidad y buscó en su móvil el correo que le habían enviado al reservar el hospedaje. No era un sitio de cinco estrellas; de hecho, era lo más económico que logró conseguir. Todo para llegar a la cita con Tiodor Lison, cerrar el trato y demostrar que era capaz de hacerse cargo de las empresas de su padre.

—¿Me puede repetir el número? —preguntó la recepcionista.

Libia salió de sus pensamientos.

—Sí…

Quince minutos después, al fin pudo recostarse en la cama individual de su habitación.

En su mente rondaba la imagen del cruel y aterrador señor Lison, un brasileño de casi dos metros, con piel morena clara y ojos castaños, tan imponentes que la hacían temblar con solo recordarlo. El hombre tendría, cuando mucho, treinta años, y era el director ejecutivo de una prestigiosa empresa textilera en Brasil.

—Tranquila, solo vas a firmar esos papeles y todo estará bien —se dijo a sí misma.

«Incompetente, mocosa, mimada», fueron las palabras que le dedicó el señor Lison al conocerla. Bueno, sí, había confundido la fecha de la reunión que tenía con su tía Elena, y como él se lo gritó, lo hizo perder el tiempo. Pero esa no fue su intención. Solo se distrajo, y las cosas salieron mal.

Libia cerró los ojos y se quedó dormida.

A la mañana siguiente, se levantó de golpe de la cama. Recordó su cita con el señor Lison, se metió al baño, salió y se arregló lo mejor que pudo. Maquilló su rostro y se puso la ropa más formal que tenía.

Dejó el hotel y se dirigió al lugar donde se había quedado de ver con el señor Lison: un lujoso restaurante en São Paulo.

Mientras iba en el transporte, repasó todos los puntos a tratar en el dichoso contrato. Al llegar a su destino, bajó del automóvil, soltó una bocanada de aire y se miró en su pequeño espejo de bolsillo. Lucía horrible; parecía una niña que acababa de robarle el maquillaje a su madre. Negó con la cabeza, dejó de darle vueltas al asunto y entró al restaurante.

Avisó a uno de los mozos que se había quedado de ver con alguien allí. Su portugués dejaba mucho que desear, pero el hombre le entendió. Dio el nombre de su tía, y la mujer que recibía a los comensales buscó en su lista.

—Elena Musso —pronunció la encargada.

—Sí —respondió Libia. Bueno, esa no era ella, pero al menos el apellido sí que era suyo.

La mujer le dio indicaciones y la llevó hasta su lugar. En la mesa de al lado se encontraba una familia compuesta por una feliz pareja y sus dos adorables hijos, que no rondaban ni los cinco años. El hombre sostenía la mano de su mujer, mientras que los niños no paraban de jugar con unos pequeños osos de peluche.

«¡Qué hermoso!»

De nuevo ese deseo rondando su cabeza, el sueño de una familia feliz, encontrar al hombre perfecto y tener hermosos bebés…

Libia empezó a recordar unas vacaciones en las que sus padres habían propuesto visitar Brasil. La melancolía la invadió. Su familia le hacía tanta falta, y tratando de llenar ese enorme hueco que dejó su pérdida, la chica se había enredado con uno que otro imbécil: desde su profesor casado de literatura en la universidad, hasta uno de los socios de la empresa Musso que le doblaba la edad. Era un imán para tipos de m****a.

Uno de los mozos le preguntó si quería ordenar algo.

—No, gracias —respondió, mirando su reloj de pulsera. Ya habían pasado veinte minutos, y el señor Lison no llegaba.

Libia echó un vistazo a su correo desde el móvil para cerciorarse de que no hubiera cambios en los planes. Refrescó su bandeja de email una y otra vez. Nada.

Revisó de nuevo su reloj. Ahora habían pasado cuarenta minutos. La chica tuvo el atrevimiento de enviarle un correo al señor Lison. Según ella, ese era su email directo.

Cinco minutos después, al no recibir respuesta, se levantó de la mesa y salió abochornada del restaurante.

—Idiota —masculló, sintiendo que nada iba bien.

Su tía le había quitado la oportunidad de dirigir las empresas de su padre, su vida amorosa era un desastre, y su patética apariencia la hacía ver como si tuviera dieciocho años, cuando ya estaba por cumplir los veintitrés.

Nada podía salir peor.

Excepto la furgoneta negra estacionada en una esquina de la calle.

En ese momento, Libia recordó las películas de secuestros, pero eso solo era ficción, así que caminó despreocupada. La furgoneta comenzó a avanzar hasta quedar cerca de la joven.

Libia se repetía en su cabeza que no pasaba nada; así debían ser las personas de Brasil. Veía cosas que no eran, hasta que dos jóvenes bajaron de la camioneta. De reojo, la chica pudo ver que iban vestidos de negro y con gafas oscuras.

Libia siguió su camino. Ningún taxi pasaba por ahí. Fue entonces que uno de los hombres la sujetó con fuerza por la espalda, poniéndole una mano en la boca para evitar que gritara.

En menos de un minuto la habían subido a la furgoneta negra, sin escándalos. Libia, heredera de las empresas Textiles Musso, había sido secuestrada.

Todo era oscuro. Pusieron sobre ella una especie de bolsa. Tenía miedo. Su cuerpo tiritaba, y su ropa interior estaba mojada, pues se orinó del susto. Su boca estaba atada, y en su mente rondaba la idea de que en cualquier momento el hombre que la secuestró podía salir de su escondite, asesinarla y nadie sabría nada, ya que no le dio su ubicación exacta a ningún conocido. Solo le comentó a medias a una de sus amigas sobre su viaje a Brasil.

La muchacha escuchó el sonido de la puerta de la furgoneta abrirse. Sintió dos manos que la sujetaron por los hombros y la arrastraron con brusquedad fuera del vehículo. Luego de eso, la llevaron a quién sabe dónde.

No podía dejar de llorar.

En ese momento, la dejaron tendida en el suelo, boca abajo.

A lo lejos, escuchó una voz masculina.

Alguien le quitó la capucha y la desató. Entonces, su mirada se posó enfrente y lo vio. Sus ojos castaños eran inconfundibles.

—¡Señor Lison, gracias al cielo que lo veo! Debemos salir —exclamó ella. Acto seguido, se puso de rodillas.

—¿Qué haces aquí, estúpida, mocosa, incompetente? —cuestionó él, apretando los dientes. En su mano derecha sostenía un bastón de madera.

En ese momento, Libia cayó en cuenta de que el señor Lison no era una víctima más de los secuestradores, mucho menos un héroe que había ido a salvarla. Más bien, parecía ser el perpetrador de dicho crimen.

Ella se tendió con la cara en el suelo.

—Si me deja ir, no diré nada, lo juro —imploró.

Lison resopló, molesto y asqueado de las estupideces de la chica.

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