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Capítulo 4. Mi vida sin él.

POV: Mary

Guardo mi teléfono luego de enviar el mensaje a Leo. Me cuesta mucho siquiera pensar en lo que su vida será a partir de hoy. Sin mí. Leo siempre ha sido mujeriego, un picaflor, pero yo tuve claro desde el inicio que el amor que me profesaba era sincero. Sus ojos verdes brillaban como esmeraldas cuando, por uno u otro motivo, estábamos juntos.

Ahora todo cambiará. Volverá a ser el Leo de siempre. El que se entrega a todas las mujeres, pero no se queda con ninguna.

Sentada en la ventana de mi cuarto, recostada en el marco y abrazada a mis rodillas, miro hacia al frente, al mar azul cerúleo, sin ver realmente. Recordando cada segundo, cada minuto, cada día, en los que fui feliz. En los que me sentí amada. Cuando todavía no era consciente de lo que el sufrimiento podía ocasionar en mí.

El suplicio que llevo por vida, me sobrepasa. En algún momento pensé que Leo sería mi salvador, el príncipe azul que lucharía contra todos por lograr mi corazón. Pero el cuento de hadas, solo alcanzó para que yo entregara mi corazón. Nada de la parte de ser salvada. Absolutamente nada de ser defendida ante los monstruos que quieren hacerme daño. Al parecer, nunca estuvo en los planes que, la Cenicienta de este cuento, pudiera ganar su feliz final.

Apoyo la cabeza en mis rodillas y ahogo mis sollozos. Mis hombros suben y bajan, constantemente, como señal del llanto involuntario. Ya no encuentro qué hacer. Estos últimos tres meses han sido los peores de mi vida, pero hoy, mi mundo se derrumbó otra vez al recibir esos documentos.

Esperaba un movimiento por parte de Leo, tal vez un divorcio, pero nunca una anulación. Y duele, realmente duele muchísimo. Una anulación significa que nunca existió, que se borran completamente las huellas de una relación, de una significativa afirmación, que cambió mi vida en un segundo.

Sé que me equivoqué. Y pagué las consecuencias. Pero de verdad esperaba que él viera un poco más allá. Que al menos preguntara. Que confiara en todo lo que proyectaban mis ojos cuando se cruzaban con los suyos.

Pero no fue suficiente. Nunca lo es.

El amor es así. Podemos considerarlo extraordinario, fascinante e incluso, singular. Pero solo si ese sentimiento es compartido, si a pesar de los obstáculos se mantiene a flote, sí que vale la pena. Por el contrario, si no es correspondido, si sus bases de tambalean con solo un temblor ajeno, puede llegar a ser desesperante, lamentable e hiriente.

Puede ser muchas cosas, y ahí está el problema.

«El amor es para muchos, pero no para todos», pienso, resignada, cuando caigo una vez más en un pozo de depresión. Porque sencillamente el amor no se hizo para mí.

(...)

—¿Mary, a dónde vas? —pregunta mi madre, cuando me ve dispuesta a salir de la casa.

Me giro para verla de frente, ella baja las escaleras principales y en ningún momento pierde la postura. La rectitud en su espalda compagina perfectamente con sus pasos seguros, acompañados, como siempre, de sus fieles tacones de aguja. Su pelo castaño claro, lo lleva semi recogido en un moño apretado, que le imprime un porte regio y formal. Su ropa de diseñador, un juego de falda y chaqueta color rosa claro, combina con su collar de perlas.

Mi madre es la fiel imagen de la alta clase. De la familia rica, con casa inmensa, matrimonio perfecto e hijos envidiables.

Pero no todo es así. Ni su matrimonio es perfecto, ni sus hijos envidiables. Yo, está claro que no lo soy. Y mi hermano, mucho menos.

—Espero que no pretendas salir con ese aspecto —reclama, medio horrorizada con mi imagen.

—A estas alturas, mamá, no deberías tener dudas de que eso mismo, es lo que haré —respondo, irritada.

Ya estoy cansada de aparentar lo que no siento, lo que no quiero y lo que no me hace feliz. Me arrastraron hasta aquí y no me quedaron más opciones que soportarlo. Por lo menos intentaré no ponérselos tan fácil.

—Mary, entiende... —continúa insistente, pero el tono de su voz se ha suavizado—. Tu estado no es el mejor para andar así, exhibiéndote.

Miro mi atuendo y una sonrisa cínica se forma en mis labios.

—Supongo que no es buena idea que los vecinos vean mi creciente bomba de tiempo, ¿verdad? —digo, mientras toco con suavidad mi abultada panza. La camiseta medio ajustada y el chándal de franela, acentúan mi situación.

—No lo digas así, Mary, sabes que no me refiero a eso —comenta mi madre, mirándome con algo parecido a la ternura. Camina hacia donde estoy y, cuando está justo en frente mío, levanta una mano y coloca un mechón de cabello detrás de mi oreja—. Tú eres mi niña y lo que hago, es siempre por tu bien.

—Ah, ¿sí? —pregunto con rabia, me alejo de su lado y con mi cuerpo temblando, exploto, no me quedo con nada dentro—. Entonces, ¿ahora tengo que agradecerte estar así? —pregunto y señalo mi barriga de cinco meses—. Supongo que todo lo que pasó esa noche, también fue por mi bien, ¿es así? ¡Responde, madre! —exijo, con el rostro contorsionado por la furia, el dolor y la decepción.

—Mary, no...

—¡No! ¡Ya basta! Estoy cansada. Aburrida de que digas que todo está bien. Que algún día lo entenderé. Que solo cuando sea madre comprenderé los sacrificios que has hecho, pero no madre. ¡No! Lo que tú y mi padre me obligaron a soportar, no lo haría nunca con un hijo mío.

Mis gritos enardecidos me desgarran la garganta. Mi madre se encoge ante cada una de mis palabras y lágrimas comienzan a correr por sus mejillas. Pero no son sentidas. No son reales. No pueden serlo.

—Leo, madre. Leo, es lo único real que alguna vez he tenido. Tú sabías. Padre sabía. Pero me obligaron a romper todo lo bonito que había vivido. Rompieron mi burbuja. —Hago una pausa, los sollozos sentidos me dificultan el habla, pero no me rindo—. Siempre fui tu muñequita, tu adorno. Cumplía tus requerimientos, tus estrictos requisitos de etiqueta y cultura formal. Era la muestra y prueba fehaciente de que eres capaz de incentivar los valores de la alta sociedad. Pero todo eso, esa falsa amabilidad, falso cariño y orgullo maternal, acabó cuando me enamoré de él. —Con furia seco mis lágrimas, me alejo unos pasos de mi madre, sosteniendo fuerte el sobre que llevo entre mis manos.

Recordar los motivos por los que pretendo salir de la casa, llegan a mi mente otra vez. El sobre. El dichoso sobre color manila me da ganas de vomitar.

—¿Ves esto? —pregunto con calma y mi madre asiente—. Esta es mi carta de condena. Por fin seré libre otra vez, para que tú y mi padre hagan con mi futuro lo que les venga en gana.

Mi madre cierra los ojos. Baja su cabeza y jadea, en busca de oxígeno. Me asusto por unos segundos, por pensar que de la alteración le puede estar dando algo, pero se tranquiliza y reacciona nuevamente.

—Lo siento, Mary. Yo nunca quise nada de esto. Este sufrimiento que llevas contigo. Yo... —No puede continuar, porque su llanto regresa. Intenta mantener la compostura y, a duras penas, lo logra.

Todo esto me hace pensar que tal vez fui un poco dura con ella. Es mi madre y se supone que siempre velará por mi bienestar. Pero son tantas decepciones las que llevaba por dentro, que una vez fuera, ya no pude aguantar.

—Yo no comparto la opinión de tu padre. Nunca lo hice. Pero sabes cómo funciona esto. Ni tú, ni yo, tenemos voz ni voto. En esta casa, solo se acatan órdenes —confiesa y su voz es sufrida, pero resignada. Resultado de años y años de conformidad—. Yo entiendo cómo te sientes, pero comprende, no pude hacer nada en contra de esto.

Asiento en respuesta porque, a pesar de todo lo que acabo de reclamarle, sé que es así. Mi padre dispone y manda. No hay otra alternativa.

—Mi única oportunidad era esta —digo y alzo la mano donde llevo el sobre—. Ser su mujer fue lo que quise, desde la primera vez que me crucé con él. Ser suya, sin pretextos, sin dudas. Y él, sin conocer mis deseos, me complació. Me pidió ser su esposa y ese día fui la mujer más feliz del mundo. Porque él era mi mundo. La única persona que alguna vez me quiso con todos mis defectos, con todos mis traumas. Pero hasta eso me quitaron —añado, con dolor supurando en mi pecho.

—Mary, yo sé lo que pasó, pero entiende, no puedo hacer nada, tu padre...

—A mi padre no le importo —interrumpo, destruida por dentro—. Mi bienestar nunca ha sido su prioridad. Solo sus millones. Y resulta que yo se los aporto —termino, con ironía.

Otra vez toco mi pancita. Aunque mi embarazo no haya sido deseado, aunque al principio el asco y la depresión me hayan hecho pensar en provocar un aborto, mis principios me gritaron que no. No puedo quitarle la vida a una pequeña personita que crece dentro de mí. Ella, es mía, aunque haya sido el principal motivo de mis actuales angustias.

Aunque cada día llore la ausencia de Leo, el hombre de mi vida, aguantaré, soportaré todo. Día y noche. Porque mi pequeña lo merece. Ella no tiene la culpa de nada.

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