Ep (05)

A la mañana siguiente llegó a la empresa como siempre lo hacía: en traje, con lentes oscuros, bajándose de uno de sus tantos coches negros (porque todos los que tenía eran de ese color). Al cruzar la puerta del lobby, todos los empleados se quedaban inmóviles viéndolo pasar; él no saludaba y se dirigía directamente al ascensor.

El ritual era siempre el mismo: su secretaria lo esperaba junto a los elevadores, con un anotador en la mano. El hombre intimidaba a todos, pero a ella especialmente. La mujer se apresuró a tocar el botón apenas lo vio cruzar; a Walker no le gustaba esperar. Subían solos, y ella aprovechaba para darle las novedades y recordarle las reuniones del día.

El ambiente dentro de esos pocos metros cuadrados era opresivo. Se paraba en la parte de atrás y la miraba de arriba abajo mientras ella hablaba. Le fascinaba ver cómo el cuerpo de ella apenas temblaba por su sola presencia, mientras una media sonrisa perturbadora se dibujaba en su cara. Ese era el poder que tenía y que ejercía sin consecuencias porque era el Jefe.

—Comunícame con Recursos Humanos cuando lleguemos —le dijo.

La mujer asintió.

Las puertas se abrieron en el último piso y ella salió para pararse a un costado, esperando que él pasara. Owen no terminó de llegar a su puerta cuando se volteó a mirarla.

—Esta noche, a las 9 —era una orden.

El anotador casi se le cayó de las manos. La secretaria del Director General sintió un frío correrle la espalda. Llevaba 7 meses asistiéndolo, de los cuales 6 lo hacía también en su cama. Eso era lo que no se sabía del intachable y exitoso hombre de negocios: él no usaba romanticismos, ni palabras bonitas y seductoras para obtener lo que quería, solo lo tomaba. Esa era su sombra.

Todos creían que el rotativo de secretarias que trabajaban para él se debía a que era un tipo exigente y demasiado duro; pero en realidad, el puesto venía con otros “deberes”. Cuando esos deberes lo aburrían, llamaba al gerente de Recursos Humanos y le decía que la dama en el puesto ya no estaba cumpliendo bien su trabajo y que la enviara a otra sucursal, a otro departamento de la empresa o, si ella lo prefería, la liquidara.

La herida que su exesposa le había dejado fue tan profunda que nunca más volvió a enamorarse. Terminó desarrollando ese apetito a manera de defensa: solo tomar y marcharse. La primera de sus secretarias que inició el juego simplemente se lanzó a sus brazos. Él lo continuó hasta que se dio cuenta de que la situación era perfecta: una secretaria que atendiese sus necesidades en la empresa y en la cama. Siempre las despachaba con dinero, y ellas se iban sin quejarse; era lo único que les interesaba, todas iguales.

Nunca había sido ese hombre retorcido hasta esa tarde en que, en medio de una junta, recibió la llamada de la guardería de su hija. La niña tenía fiebre y no podían comunicarse con la madre. Owen no volvió a entrar a la sala; no le importaron los gerentes, los jefes de sección, ni los accionistas. Simplemente se fue; y eso que todavía no ocupaba la Dirección General; era un empleado más, solo respaldado por ser el sobrino del dueño.

—Qué pena haberlo tenido que molestar, Sr. Walker, pero no pudimos contactar a su esposa —le explicaba una de las maestras.

—¿Qué le sucede a Eva?

—Su esposa la trajo esta mañana con fiebre, muy poca, pero con el correr del día fue aumentando. Íbamos a llevarla a urgencias si no podíamos comunicarnos con usted.

—No, la llevaré con su pediatra.

La llamó desde el coche camino al médico, pero tampoco le respondió. Afortunadamente, la niña no tenía nada serio. Pero eso no le quitó el enfado hacia Elena, por su negligencia. ¿Cómo podía ignorar una llamada de la guardería? ¿Qué tal si hubiese sido un accidente o algo peor?

Lo cierto era que ese comportamiento de su esposa llevaba un buen tiempo repitiéndose; excluía a la niña. Luego de la depresión postparto, todo se había derrumbado, incluso su propio matrimonio. Elena había recibido toda la ayuda de los médicos que él pudo conseguir, su contención y paciencia, el amor incondicional de un esposo atento y preocupado. Pero al parecer, nada había sido suficiente.

En su corta vida, Eva no conocía el calor de su madre. Owen atribuyó el desinterés a la depresión, y para aliviarla y asegurarse de que su hija estuviese atendida, la había anotado en una guardería. Todas las tardes salía puntual a las 5 de la tarde para recogerla.

Ahora regresaba con la paciencia al límite, la pequeña dormida en su silla y una enorme angustia. Pero eso no sería nada comparado con lo que estaba a punto de descubrir.

La casa estaba en silencio absoluto. ¿No estaba? Subió las escaleras para dejar a su hija en la cama, y entonces los escuchó: los sonidos, los quejidos, el ruido de las sábanas revolviéndose. Y cuando abrió la puerta, todo su mundo se vino abajo. Elena jadeaba debajo de un hombre, lo abrazaba por la espalda, su cara estaba transformada. Hacía mucho que él no la veía así. No pudo moverse o hablar, solo observarlos. Y ellos no se percataron de su presencia. La niña balbuceó en medias palabras y entre sueños: “Papá” y él se apresuró a cubrirle los ojos antes de que viera semejante escena.

—¡Owen! —fue el grito asustado que dio su esposa.

El tipo sobre ella finalmente se detuvo y lo miró por encima del hombro. Con su característica seriedad, Owen salió, cerró la puerta y dejó a la niña en su habitación antes de volver.

Elena lloraba e intentaba vestirse a toda prisa; el otro hombre, Thomas Olivier, su socio de aquel entonces, también se apresuraba a cubrirse.

—Tuve que ir por mi hija porque tenía fiebre —comenzó con la voz helada—. Ni siquiera respondiste la llamada, la llevaste enferma esta mañana.

—¡Owen, por favor! ¡Por favor, escúchame!

—¿Qué vas a decirme? ¡¿Por esto es que ignoras a mi hija?! —gritó apuntando a Thomas—. ¡¿Es lo que has estado haciendo en vez de ocuparte de ella?!

—¡Todo en la vida no es Eva!

—Owen... —intentó su socio.

—¡Yo te di una oportunidad en la compañía cuando nadie más quiso hacerlo! ¡Cuando tu propia familia te dio la espalda!

—Lo siento, amigo...

Elena se le paró enfrente, desafiante, semidesnuda y terminó de romperle el corazón.

—Lo amo —le dijo entre lágrimas—. Estoy enamorada de Thomas.

Owen pudo sentir cómo se le resquebrajaba el alma, cómo le temblaban apenas las rodillas, cómo una nube oscura comenzaba a cernirse sobre él.

—Bien, entonces lárgate con él —y ni siquiera le tembló la voz.

Y lo hizo, se fue con Thomas. El escándalo estuvo semanas en boca de todos; lo había dejado por su socio. Pero Owen se negó a entregarle la niña, tendría que matarlo antes de permitirle llevársela.

No le costó mucho conseguir la custodia total de Eva, su esposa no estaba interesada en ella como en el dinero que le correspondía. Owen se lo dio todo y más. Para él, estaba muerta. Elena se subió a un avión con Thomas y ambos desaparecieron.

Esa misma noche, en la soledad de su habitación, Owen se desplomó contra la pared, desahogando su dolor, la pena, y la angustia de un corazón roto y el abandono de una madre. Ese lugar quedaría cerrado para siempre. Fue todo el luto que le guardó, no podía darse el lujo de más, Eva lo necesitaba.

Y, sin embargo, la herida fue tan profunda, tan vil y ensañada, que todavía le sangraba.

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