Jim regresó a su hotel más temprano que los días anteriores porque Silvia tenía algo que hacer antes de ir a trabajar. Intentaba decidir si se echaría una siesta antes del almuerzo en su habitación o junto a la piscina, cuando se encontró con Sean y Jo que salían del ascensor. Su cansancio no le impidió notar el pésimo humor de su hermano y la sonrisa radiante de la chica.
—¡Ya llegaste! ¡Excelente! —exclamó Jo al verlo—. ¡Podrás acompañar a Sean!
—¿Acompañar adónde? —preguntó Jim sorprendido.
—A pescar —gruñó Sean, triturando las palabras entre sus dientes apretados.
—Ve a cambiarte, que pasarán a recogerlos en quince minutos.
Jim no apartó la vista de su hermano, interrogante. La expresión de Sean al menear levemente la cabeza le
La lancha flotaba en las aguas mansas de la amplia bahía, rodeada por los densos bosques que trepaban por las montañas en ambas márgenes del lago. Jim se procuró dos cervezas de la hielera y regresó sin prisa a la popa, donde Sean se sentara decidido a no soltar la maldita caña hasta que atrapara una maldita trucha. El guía no había tardado en darse cuenta que a los gringos les interesaba la pesca tanto como a él la física cuántica. Había preparado sus cañas, les había enseñado lo básico y los había dejado a su aire a popa. Él permaneció a proa, intentando decidir cuál sería la mosca perfecta para aquella tarde increíble. Sean agradeció la cerveza con un gruñido. Jim se dejó caer en la silla de camping a su lado, con clara intenciones de echarse una siesta de una vez por todas. Sean no recordaba haberlo visto jamás tan tranquilo y satisfecho como durante esa última semana, y no lo engañaba. —Vendrá —dijo Jim, los brazos cruzados y el mentón apoyado en el pech
El jefe de Silvia sólo precisó verle la cara de empleada del mes al traerle mate.—¿Cuántos días? —suspiró.Su primo le hizo la misma pregunta quince minutos después, y protestó porque dos semanas eran poco tiempo para todo lo que él y Tobías habían planeado para la próxima vez que se quedaran solos en la Roca Negra.Esa tarde adelantó cuanto trabajo pudo, y al salir de la oficina caminó sin prisa por el boulevard de la costanera hacia la playa del centro. Tenía que pasar a buscar a Jim por su hotel en una hora, a sólo dos calles de la playa, y el atardecer prometía ser de antología.Bajó las escaleras de piedra y caminó por la playa de guijarros hasta la orilla, donde se sentó de cara al oeste. Entonces sacó la tablet para anotar las palabras que la habían rondado toda la tarde.
Un ringtone que Deborah no había escuchado en semanas la despertó el sábado a la madrugada. —Al fin —gruñó. A su lado, Sam la vio sentarse en la cama y prestar atención a lo que le decían, asintiendo para sí misma. —Envíame una foto de su pasaporte —dijo Deborah—. Te avisaré si preciso más información. Cortó un momento después y volvió a acostarse sin dejar el teléfono. Su expresión le hizo sospechar a Sam que sus planes de pasar el fin de semana en Los Cabos acababan de ser cancelados. —¿Precisa algún milagro? —preguntó. Ella meneó la cabeza. El teléfono vibró en su mano. Abrió lo que acababa de recibir y dejó el teléfono en la mesa de noche. —No, lo solucionaré con un par de llamadas —respondió, girándose hacia él—. Pero créeme que incendiaré la Secretaría de Estado con tal de volver a tener a ese imbécil molestándome. Al otro lado del mundo, Jim dejó el pasaporte de Silvia en la biblioteca y regresó a su dormitorio.
Buenos Aires era el infierno esperable de gente, calor, humedad y ruido que Silvia detestaba. Llegaron en el primer vuelo de la mañana proveniente de Bariloche, y Jim y Silvia se dirigieron directamente desde el aeropuerto a la embajada de Estados Unidos. Su plan era averiguar si ella precisaba renovar la visa que tramitara a principios del año anterior e iniciar los trámites que fueran necesarios. Una vez que supieran cuánto demorarían, buscarían alojamiento. Los planes de Silvia también incluían tratar de ver a su hermana antes de dejar el país.Jim la notó inusualmente callada, casi taciturna, pero evitó hacer comentarios al respecto. Se limitó a tomar su mano, sin soltarla durante el viaje en taxi ni al entrar a la embajada.Cuando se hallaron ante la mesa de entrada, Jim no le dio oportunidad de hablarle a la empleada.—Buenos días. Creo que nos están esp
Había algo perturbador en ver que el reloj retrocedía en vez de avanzar, conforme cruzaban husos horarios hacia el oeste. Especialmente porque con cada hora repetida de aquella noche interminable, Silvia sentía que perdía cuanto conocía y amaba, hasta quedar completamente sola para adentrarse en lo que los próximos diez días pudieran depararle.No la sorprendía sentirse así, ni el miedo irracional que le retorcía el estómago. Le hubiera gustado poder evitar su impulso instintivo de retrotraerse en su interior, pero era la única forma que conocía para reunir valor.Para peor, aquel asiento en primera la confinaba como si estuviera en un ataúd. Le permitía conectarse con todo el mundo fuera del avión, pero le ocultaba a Jim en el asiento vecino. Para verlo debía sacar los pies del hueco bajo el estante de la televisión, enderezarse en el asiento y
Deborah los aguardaba en LAX, para cerciorarse por sí misma que los Robinson habían regresado, y más que nada para tantear el humor de Jim. Un solo vistazo a las dos parejas le bastó para saber que la temporada de tormentas había terminado. Suspiró aliviada. No más estallidos de furia cada vez que le hablaba a Jim de un compromiso público que no podían cancelar. No más presión de la disquera para que volvieran a tocar en vivo, ahora que los doctores habían dado de alta a Sean. No más demos con baladas depresivas sobre corazones rotos. No más escándalos por las locuras bizarras de Jim borracho. Bien, al menos por las próximas dos semanas. Lo cual le daba a Deborah dos semanas para urdir algún plan magistral que extendiera la luna de miel hasta nuevo aviso. Su alegre bienvenida hizo que los hermanos intercambiaran una mirada desconfiada, aunque se limitaron a seguirla a su auto sin hacer preguntas. Deborah se sorprendió de que Jim no subiera con ella al
Jim salió de la ducha al tibio silencio del ocaso, disfrutando las gotas frescas que caían de su cabello sobre su pecho y su espalda, y que no precisaba apresurarse a vestirse para no morirse de pulmonía. Se sentía como nuevo tras una buena comida, sexo de calidad y una siesta de un par de horas. Silvia se había levantado mientras él estaba en el baño. Jim se dirigió escaleras abajo, adivinando dónde la hallaría. Y allí estaba, en el deck, el lugar que más le había llamado la atención tan pronto llegaran a su casa. No por la piscina, ni las cómodas reposeras, ni el barcito techado con paja, sino por la vista. Estaba en el extremo más alejado a la casa, los brazos cruzados sobre la baranda, de cara al sol que se hundía en el océano Pacífico, un cigarrillo entre sus dedos y el cabello suelto flotando en la brisa marina, que se llevaba los rastros de nieve en las montañas. Jim no se apresuró a salir. Se tomó un momento para contemplarla así y tomarle una foto de
El teléfono de Jim sonó a las nueve, media hora antes que la alarma. Silvia dormía contra su espalda, y Jim intentaba girarse sin despertarla cuando la mano de ella se deslizó bajo su brazo con el teléfono. —Gracias —murmuró él, y atendió con un gruñido malhumorado—. Vete al infierno, Deb. Ya sé que debo recogerte a las once. No vuelvas a llamar. —¿Sesión de fotos hoy? —preguntó Silvia adormilada cuando Jim cortó y arrojó el teléfono a la mesa de noche. Él tironeó de su mano para que le rodeara la cintura. —Sí, y si conozco a Steve, llevará todo el día. ¿Quieres venir? —Me encantaría. —Tal vez deberías insistir un poco para que te lleve conmigo. Jim empujó la mano de Silvia hacia abajo, sobresaltándose cuando ella la hizo resbalar en torno a su cadera para sujetarle el trasero. —Lo siento, es lo que tengo más cerca —rió Silvia contra su hombro. —Tendrás que esmerarte si pretendes conocer esa parte de mí, mujer.