Ese año el invierno irrumpió en la Patagonia como un ejército invasor, en las alas de vientos helados que alejaron todo vestigio de nubes, dejando que la temperatura se desplomara para mantenerse así durante meses. La escarcha no tardó en anidar en los rincones que el sol pálido y lejano no tocaba, las montañas se cubrieron con gruesos mantos blancos, los días se acortaron en lo que pareció un abrir y cerrar los ojos.
Como cada invierno, la vida social de Silvia se adoptó al clima riguroso. Era la época del año para reunirse en su casa con sus amigos más cercanos, en vez de encuentros numerosos en el bar.
Era la época de reforzar la red de afecto y contención que le había permitido pasar los últimos tres años, desde que conociera a Pat, jugando a la trapecista. La red que había evitado que acabara hecha puré en el suelo cada vez que los trapecios se desvanecían ante sus manos tendidas, en general después de un triple salto mortal.
Era la época de largos juego
Jo se sorprendió al ver regresar a Sean tan temprano. El médico a cargo de su rehabilitación lo había autorizado a que comenzara a practicar con la batería electrónica en su casa, y un par de semanas después Sean ya se sentía en condiciones de probar con sus tambores. De modo que había ido a lo de Jim, a ver cómo respondía su brazo a una batería de verdad por primera vez desde el accidente. Ella estaba en medio de una reunión de pre-producción con Fay y el resto de su equipo, de modo que Sean se limitó a saludar con un gesto desde la puerta de la sala y continuó hacia su estudio insonorizado. Jo no tardó en unírsele con una cerveza y una sonrisa. —Ves por qué te amo —sonrió Sean, interrumpiendo su práctica para aceptar la cerveza. —¿Qué ocurrió? ¿Jim no estaba? ¿No tenías tus llaves? Sean revoleó los ojos sin apartar la botella de sus labios. Jo acercó una banqueta para sentarse junto a él y ladeó la cabeza, observándolo. —¿Y por qué r
Mediaba octubre y la primavera recién lograba imponerse en la Patagonia, tras una larga querella de desalojo con el invierno. Silvia ayudaba a Miyén a corregir su última historia cuando vibró su teléfono. Los dos alzaron la vista hacia el reloj de la cocina. ¿Quién le escribiría un miércoles a la una de la mañana? —Esperemos que no haya pasado nada malo —murmuró tomando su teléfono—. Por suerte Tobías está en su pieza durmiendo. —Siempre tan optimista —se mofó Miyén, aunque se le borró la sonrisa al advertir la expresión de Silvia—. ¿Qué pasó? Ella lo enfrentó muy seria. —Jim actualizó el blog, y sea lo que sea, lo voy a ver ahora. Te aviso por si querés ir al baño o algo así. Miyén se incorporó resoplando. —Sí, buena idea. Voy a tu cuarto a leer. Avisame cuando termines. Silvia esperó a quedarse sola para buscar su tablet y abrir el Hey, Jay! La sorprendió encontrar dos publicaciones en lugar de una. Aquello era inusual. Jim había subido un p
Miyén la encontró con los brazos cruzados sobre la mesa y la cara oculta entre ellos, llorando como si su corazón estuviera por romperse en mil pedazos. Se sentó junto a ella y le rodeó los hombros con su brazo en silencio, pero Silvia no lograba calmarse.Vio la tablet y el video aún en pantalla, y decidió echarle un vistazo para saber a qué se enfrentaba. Se puso los auriculares y reprodujo el video, su brazo de nuevo en torno a los hombros de Silvia. Le llevó sólo un momento comenzar a maldecir entre dientes, tan pronto escuchó la letra.No puedo explicar cómo me sientoCuando no estás aquíNo puedo explicar lo que me pasa por la cabezaCuando no estás aquí.Y sin darme cuenta te perdí.Toma mi
El quinto día que la señora que limpiaba la casa de Jim llamó a Sean para avisarle que su hermano no la había dejado entrar, el mayor de los Robinson decidió que era momento de intervenir. Llamó a Jim, que sólo atendió para ladrarle que se fuera a la mierda y lo dejara en paz, y cortó. Bien, al menos estaba vivo, y en condiciones de usar el teléfono.Sean se tomó un día más para hacer acopio de paciencia, porque sabía que confirmar sus sospechas le provocaría una urgencia por asesinar a su hermano que lo costaría soslayar.Luego de convencerlos de arreglar y grabar esa canción nueva, otra para Silvia y ya iban, Jim había corrido a subirla al maldito blog que se obstinaba en mantener activo. Juraba que ella lo visitaba cada vez que él posteaba algo, las estadísticas no mentían. Y entonces se había sentado a esperar que
Jim apagó la luz y reclinó más su asiento, estirando las piernas bajo la mesa del televisor. Una azafata se había ofrecido a prepararle la cama, pero se había negado. No estaba allí para dormir cómodo en unos pijamas ridículos. Sus ojos se desviaron hacia la ventanilla. El continente entero se desplegaba allí abajo, a miles de metros, invisible en la noche sin luna. Y debían recorrerlo hasta su extremo más lejano. Dormitó un rato, un sueño poco profundo que no le proporcionó ningún descanso, y despertó para hallarse cubierto con una manta ligera. Alguna azafata había hecho lo mismo que solía hacer Silvia cuando lo encontraba dormido. Suspiró. ¿Qué demonios hacía en aquel vuelo directo Los Ángeles-Buenos Aires? Se había dejado arrastrar por Sean para evitar una pelea que habría terminado a puñetazos. Pero eso no cambiaba que aquel viaje era en vano. Conocía demasiado a Silvia para abrigar esperanzas. Podía pasar el resto de su vida sentado en su umbral y ella
La cabeza de Jo asomó por encima de la división entre los asientos.—¿Estás despierto?Un momento después palmeaba las piernas de Jim para que le hiciera lugar para sentarse, con una copa de champagne y su teléfono.—Aquí tienes —sonrió, dándole la copa a Jim.Él la sostuvo en silencio. Jo se estiró hacia su asiento para procurarse otra copa y una botella de champagne, que dejó en la mesa lateral.—¿Dónde obtuviste esa botella?—Me la dejaron porque era la única que estaba bebiendo champagne. —Jo le mostró su teléfono—. Sé dónde podemos hallar a Silvia.Jim asintió instándola a continuar. Sí, sabían el nombre de la ciudad donde vivía, y él tenía su número de teléfono y su nombre completo, hallarla no
Aterrizaron en Bariloche en una fresca tarde de lluvia y viento a fines de primavera. Como cualquier californiano con destino a la Patagonia, se apresuraron a ponerse sus chaquetas de invierno, guantes, bufandas, gorros. Y se encontraron con que en el aeropuerto todo el mundo iba en mangas cortas.El viento los empujó hacia un costado cuando salieron para tomar un taxi.—No podías fijarte en alguien que viviera en el Caribe, ¿no? —rezongó Sean, ayudando a Jo a subir al auto.El taxi los llevó por una carretera flanqueada de pinos hasta la carretera principal paralela al lago, que se agitaba a la derecha, oscuro, inmenso en el atardecer, las luces de la ciudad encendiéndose allá adelante a lo largo de la orilla por muchos kilómetros.Se registraron en el hotel pasadas las siete y Jo detuvo a Jim antes que entrara en su habitación.—No te duermas. Sólo tenemos tie
De acuerdo a las tradiciones más arraigadas de la cultura barilochense, el autobús que debían tomar Silvia y Claudia para llegar a horario no pasó. Eso las obligó a esperar otros veinte minutos en aquel cruel combo patagónico de lluvia-viento-frío hasta que llegó el autobús siguiente, repleto como era de esperar y con tanta prisa por llegar al centro como una tortuga asmática. Cuando al fin se bajaron en la esquina del hotel de Jim, llevaban casi una hora de retraso. Se ajustaron las capuchas de sus chaquetas y se inclinaron hacia adelante, contra el viento, para subir por la callecita del bar. Claudia se detuvo bruscamente a mitad de camino, la bolsa con el pastel en precario equilibrio sobre sus manos enguantadas. —¡Las velitas! —exclamó—. ¡Me olvidé las velitas! Silvia apuntó un pulgar hacia atrás. —Yo me encargo. Vos andá, antes que la lluvia arruine la torta. Claudia continuó apresurada hacia el bar mientras Silvia desandaba camino, dirig