Aterrizaron en Bariloche en una fresca tarde de lluvia y viento a fines de primavera. Como cualquier californiano con destino a la Patagonia, se apresuraron a ponerse sus chaquetas de invierno, guantes, bufandas, gorros. Y se encontraron con que en el aeropuerto todo el mundo iba en mangas cortas.
El viento los empujó hacia un costado cuando salieron para tomar un taxi.
—No podías fijarte en alguien que viviera en el Caribe, ¿no? —rezongó Sean, ayudando a Jo a subir al auto.
El taxi los llevó por una carretera flanqueada de pinos hasta la carretera principal paralela al lago, que se agitaba a la derecha, oscuro, inmenso en el atardecer, las luces de la ciudad encendiéndose allá adelante a lo largo de la orilla por muchos kilómetros.
Se registraron en el hotel pasadas las siete y Jo detuvo a Jim antes que entrara en su habitación.
—No te duermas. Sólo tenemos tie
De acuerdo a las tradiciones más arraigadas de la cultura barilochense, el autobús que debían tomar Silvia y Claudia para llegar a horario no pasó. Eso las obligó a esperar otros veinte minutos en aquel cruel combo patagónico de lluvia-viento-frío hasta que llegó el autobús siguiente, repleto como era de esperar y con tanta prisa por llegar al centro como una tortuga asmática. Cuando al fin se bajaron en la esquina del hotel de Jim, llevaban casi una hora de retraso. Se ajustaron las capuchas de sus chaquetas y se inclinaron hacia adelante, contra el viento, para subir por la callecita del bar. Claudia se detuvo bruscamente a mitad de camino, la bolsa con el pastel en precario equilibrio sobre sus manos enguantadas. —¡Las velitas! —exclamó—. ¡Me olvidé las velitas! Silvia apuntó un pulgar hacia atrás. —Yo me encargo. Vos andá, antes que la lluvia arruine la torta. Claudia continuó apresurada hacia el bar mientras Silvia desandaba camino, dirig
—¡Llegaste! —¡Al fin! —¡Estás empapada! —Tomate una cerveza así entrás en calor. Silvia lo vio de inmediato. Al otro lado del bar con Miyén, las manos en los bolsillos, la gorra negra ensombreciendo su cara. Ella se detuvo a saludar a los amigos que la rodeaban, aprovechando ese momento para rogarle a su corazón que dejara de latir como un tambor. Como si pudiera evitarlo. Él permanecía completamente inmóvil, observándola, como un fantasma de sí mismo. Sean y Jo estaban sentados a una mesa con su primo Leandro, Karim y un par más. Jo se incorporó de un salto al verla y se abrazaron riendo. Sean la saludó con un cabeceo, sin rastros de sonrisa, para variar. —¡Escuchá, Silvi! Era Back in Black de AC/DC. Sus amigos la empujaron con ellos hacia el espacio libre en el centro del bar. Silvia bailó y sacudió la cabeza con ellos un momento, y no tardó en retroceder y continuar hacia el otro lado del bar. Sentía los ojos de Sean taladrá
—¿Vamos? Jim alzó la vista y halló a Silvia poniéndose su chaqueta. Media docena de sus amigos también se abrigaban para salir. Jim no perdió tiempo en preguntas y fue por sus cosas. De regreso junto a su hermano, sonrió al ver su gesto interrogante. —Imagino que es hasta mañana —dijo—. Te llamo. —No te preocupes —terció Jo—. Cenaremos todos juntos mañana. Sean se mordió la lengua para no responder. Su hermano acababa de reunirse con su mujer, su novia estaba feliz de volver a ver a sus amigas. Lo que él pensara no tenía la menor importancia. Se limitó a asentir y vio a su hermano marcharse solo con media docena de desconocidos. Jim no tenía idea adónde iban, y prefería cortarse la lengua antes de preguntar. Si todavía importaba adónde lo llevaba Silvia, no debería haber dejado Los Ángeles. Los demás iban bien abrigados, la cabeza gacha para hurtar la cara al viento y a las espesas gotas heladas. Dejaron el bar en dirección opuesta al
Bajaron del autobús de medianoche a una ligera nevada que prometía espesarse, y Silvia tironeó de la manga de Jim para que cruzara la carretera con ella y Claudia. Jim estaba por preguntar por qué diablos todas las calles allí eran cuesta arriba, pero se distrajo contemplando la perezosa caída de los copos de nieve ahora que el viento había amainado. Tomó la mano de Silvia y la dejó guiarlo, sin prestar atención a lo que ella y su amiga susurraban en español.—¿Te estás vengando, que lo hiciste tomar el colectivo y ahora lo hacés caminar hasta la Roca Negra? —preguntaba Claudia divertida.—¿Qué? ¡No! Mirá: paró el viento y está lindo para caminar.—¿Me estás jodiendo? ¿Eso es lo que estás pensando en este momento?Claudia vio la sonrisa de su amiga y meneó la c
—¡Apurate que ya es tarde! —¡No encuentro una de mis zapatillas! —¿Qué hacés? ¡Jim está durmiendo! —¡Pero creo que la dejé en tu pieza! —¿Y qué hacen tus zapatillas en mi pieza? Dejá, ni importa. Tratá de no despertarlo. Jim se frotó la cara oyendo los susurros en el comedor. Las cortinas de la ventana estaban abiertas a un cielo gris y opaco sobre árboles cubiertos de nieve. A juzgar por la luz, había amanecido hacía rato, así que no podía ser tan temprano. El otro lado de la cama ya estaba frío. Un muchacho de veinte años, más alto que él, se asomó al dormitorio. Lo vio despierto y le dirigió una sonrisa apologética. —Hola, Jim —murmuró en inglés. Bajó la vista y se agachó a recoger algo muy contento—. ¡Acá está! —¡Bajá la voz! —lo regañó Silvia desde la cocina. El muchacho se fue con algo en su mano y cerró la puerta tras él. ¿Ése era el hermanito de Silvia? La forma en la que ella siempre hablaba de
Se hacía difícil acordarse de respirar mientras lo contemplaba. Jim no dormía, sólo descansaba, los ojos cerrados, una mano en el pecho. Y ella se esforzaba por mantener el equilibrio en aquella cuerda floja entre la fascinación y el miedo a este hombre tan real a su lado, desnudo, relajado, indefenso por propia elección. Ahora sabía que Jim había dicho la verdad. No se trataba de un capricho, ni un desafío ni un espejismo. Se lo había demostrado con una claridad meridiana que la había sacudido, y enfrentarlo la había dejado vacía por dentro. No quedaba nada. Todo había sido barrido a un lado por aquella comprensión, que se reía en la cara de cualquier otra idea, emoción, certeza, esperanza. Sólo podía admitir que Jim la amaba y la había dejado sin excusas. Entraba a trabajar en un par de horas y ni siquiera pensaba en moverse. Sus teléfonos permanecían apagados. Esa mañana, el mundo podía derrumbarse y no lograría distraerlos. La otra mano de Jim se
—¡Apresúrate, Jay! ¡Debo tomar el autobús en treinta minutos! —¿Qué? ¡Olvídalo! ¡Llama un taxi! —Si no sales de la ducha, ni un taxi espacial me llevará a la oficina a tiempo. —Ya voy, ya voy. Jim terminó de enjuagarse el cabello mientras Silvia llamaba un taxi. Un momento después la oyó entrar al baño. —¿Sabes? Me da pena tu hermano —comentó, peinándose frente al espejo. Jim entreabrió la cortina del baño lo indispensable para dirigirle una mirada interrogante. Sean podía provocar distintas reacciones, pero pena ciertamente no se contaba entre ellas. Silvia vio su expresión y asintió sonriendo. —Debe odiarme más que nunca, obligado a venir hasta aquí con ustedes. Él cerró la cortina con una risita irónica. —Nadie lo obligó a venir. —Tal vez, pero no iba a permitir que Jo cruzara el mundo sola contigo. —No me entendiste, mujer. Mi hermano no nos siguió hasta aquí, fue él quien nos trajo. —El sil
El auto se detuvo ante la entrada del hotel al mismo tiempo que Jo y los Robinson salían. Silvia se apeó y le indicó a Sean que ocupara su lugar en el asiento delantero, subiendo atrás con Jo y Jim, que se tragó una sonrisa al notar que Silvia evitaba enfrentar directamente a su hermano. Miyén condujo su auto fuera de la rotonda de vehículos del hotel, y tan pronto estuvieron en la calle, le dirigió una mirada fugaz a Sean y señaló con un cabeceo su teléfono, enchufado al tablero. —Elige —dijo, volviendo su atención al tránsito. Sean se tomó un momento para lanzar un puñetazo hacia atrás, con la vaga esperanza de que Jim dejara de clavarle las rodillas en los riñones. Luego examinó la lista de canciones. Jim y Jo rieron por lo bajo al escuchar el principio de When I’m Gone. Miyén siguió la letra sin tropiezos, asintiendo al ritmo de la música mientras conducía, hasta que atisbó por encima de su hombro hacia el asiento trasero. Jim se volvió sorprendid