Bajaron del autobús de medianoche a una ligera nevada que prometía espesarse, y Silvia tironeó de la manga de Jim para que cruzara la carretera con ella y Claudia. Jim estaba por preguntar por qué diablos todas las calles allí eran cuesta arriba, pero se distrajo contemplando la perezosa caída de los copos de nieve ahora que el viento había amainado. Tomó la mano de Silvia y la dejó guiarlo, sin prestar atención a lo que ella y su amiga susurraban en español.
—¿Te estás vengando, que lo hiciste tomar el colectivo y ahora lo hacés caminar hasta la Roca Negra? —preguntaba Claudia divertida.
—¿Qué? ¡No! Mirá: paró el viento y está lindo para caminar.
—¿Me estás jodiendo? ¿Eso es lo que estás pensando en este momento?
Claudia vio la sonrisa de su amiga y meneó la c
—¡Apurate que ya es tarde! —¡No encuentro una de mis zapatillas! —¿Qué hacés? ¡Jim está durmiendo! —¡Pero creo que la dejé en tu pieza! —¿Y qué hacen tus zapatillas en mi pieza? Dejá, ni importa. Tratá de no despertarlo. Jim se frotó la cara oyendo los susurros en el comedor. Las cortinas de la ventana estaban abiertas a un cielo gris y opaco sobre árboles cubiertos de nieve. A juzgar por la luz, había amanecido hacía rato, así que no podía ser tan temprano. El otro lado de la cama ya estaba frío. Un muchacho de veinte años, más alto que él, se asomó al dormitorio. Lo vio despierto y le dirigió una sonrisa apologética. —Hola, Jim —murmuró en inglés. Bajó la vista y se agachó a recoger algo muy contento—. ¡Acá está! —¡Bajá la voz! —lo regañó Silvia desde la cocina. El muchacho se fue con algo en su mano y cerró la puerta tras él. ¿Ése era el hermanito de Silvia? La forma en la que ella siempre hablaba de
Se hacía difícil acordarse de respirar mientras lo contemplaba. Jim no dormía, sólo descansaba, los ojos cerrados, una mano en el pecho. Y ella se esforzaba por mantener el equilibrio en aquella cuerda floja entre la fascinación y el miedo a este hombre tan real a su lado, desnudo, relajado, indefenso por propia elección. Ahora sabía que Jim había dicho la verdad. No se trataba de un capricho, ni un desafío ni un espejismo. Se lo había demostrado con una claridad meridiana que la había sacudido, y enfrentarlo la había dejado vacía por dentro. No quedaba nada. Todo había sido barrido a un lado por aquella comprensión, que se reía en la cara de cualquier otra idea, emoción, certeza, esperanza. Sólo podía admitir que Jim la amaba y la había dejado sin excusas. Entraba a trabajar en un par de horas y ni siquiera pensaba en moverse. Sus teléfonos permanecían apagados. Esa mañana, el mundo podía derrumbarse y no lograría distraerlos. La otra mano de Jim se
—¡Apresúrate, Jay! ¡Debo tomar el autobús en treinta minutos! —¿Qué? ¡Olvídalo! ¡Llama un taxi! —Si no sales de la ducha, ni un taxi espacial me llevará a la oficina a tiempo. —Ya voy, ya voy. Jim terminó de enjuagarse el cabello mientras Silvia llamaba un taxi. Un momento después la oyó entrar al baño. —¿Sabes? Me da pena tu hermano —comentó, peinándose frente al espejo. Jim entreabrió la cortina del baño lo indispensable para dirigirle una mirada interrogante. Sean podía provocar distintas reacciones, pero pena ciertamente no se contaba entre ellas. Silvia vio su expresión y asintió sonriendo. —Debe odiarme más que nunca, obligado a venir hasta aquí con ustedes. Él cerró la cortina con una risita irónica. —Nadie lo obligó a venir. —Tal vez, pero no iba a permitir que Jo cruzara el mundo sola contigo. —No me entendiste, mujer. Mi hermano no nos siguió hasta aquí, fue él quien nos trajo. —El sil
El auto se detuvo ante la entrada del hotel al mismo tiempo que Jo y los Robinson salían. Silvia se apeó y le indicó a Sean que ocupara su lugar en el asiento delantero, subiendo atrás con Jo y Jim, que se tragó una sonrisa al notar que Silvia evitaba enfrentar directamente a su hermano. Miyén condujo su auto fuera de la rotonda de vehículos del hotel, y tan pronto estuvieron en la calle, le dirigió una mirada fugaz a Sean y señaló con un cabeceo su teléfono, enchufado al tablero. —Elige —dijo, volviendo su atención al tránsito. Sean se tomó un momento para lanzar un puñetazo hacia atrás, con la vaga esperanza de que Jim dejara de clavarle las rodillas en los riñones. Luego examinó la lista de canciones. Jim y Jo rieron por lo bajo al escuchar el principio de When I’m Gone. Miyén siguió la letra sin tropiezos, asintiendo al ritmo de la música mientras conducía, hasta que atisbó por encima de su hombro hacia el asiento trasero. Jim se volvió sorprendid
Costaba creerlo, tanto que se despertaba en medio de la noche para asegurarse que él estaba en verdad allí con ella, día a día, noche tras noche. Era tan diferente a cuanto vivieran juntos con anterioridad, a cuanto se hubiera atrevido a soñar alguna vez, que no podía evitar aquella sensación instintiva de atajarse por dentro, prepararse para lo que pudiera ocurrir, como despertarse y que él hubiera desaparecido. Y al mismo tiempo, no podía evitar sentir que aquello no significaba nada. Encontrarlo cada día al volver de trabajar, pasar el domingo de paseo con los tres extranjeros, las cenas familiares que ella y Jo preparaban mientras Tobías y los Robinson se peleaban por usar la consola. Las largas conversaciones con Jim, mirando siempre hacia atrás y nunca hacia adelante. Tener sexo por toda la casa tan pronto su hermano se iba. Decirse que se amaban cien veces por día. En realidad no eran más que dos semanas robadas al tiempo. Nada de eso duraría y ella lo s
—Y ahora estás en deuda conmigo. Silvia volvió a fruncir el ceño, desconfiada. Jim asintió sin dejar de sonreír. —Ahora es tu turno de regalarme una o dos semanas, y venir a ser mi compañera cotidiana en mi vida cotidiana. No aislados en medio de la nada, ni en la locura de una gira, ni vigilados a toda hora por tus amigos y hasta por tu maldito perro, sino en mi verdadera vida de todos los días. ¿No crees que ése sería el próximo paso más lógico? Le hubiera gustado reírse de la expresión de Silvia, que lo miraba como si no pudiera dar crédito a sus oídos. Se obligó a permanecer en silencio, sosteniendo su mirada incrédula, los dedos aún enredados en su cabello. Silvia cerró los ojos, respirando tan hondo como se lo permitía su corazón desbocado. Jim tenía razón. Por supuesto que para él ése era el próximo paso lógico. Pero con Pat todo había acabado en desastre cuando ella lo visitara en Norteamérica, año y medio después de c
Jim regresó a su hotel más temprano que los días anteriores porque Silvia tenía algo que hacer antes de ir a trabajar. Intentaba decidir si se echaría una siesta antes del almuerzo en su habitación o junto a la piscina, cuando se encontró con Sean y Jo que salían del ascensor. Su cansancio no le impidió notar el pésimo humor de su hermano y la sonrisa radiante de la chica.—¡Ya llegaste! ¡Excelente! —exclamó Jo al verlo—. ¡Podrás acompañar a Sean!—¿Acompañar adónde? —preguntó Jim sorprendido.—A pescar —gruñó Sean, triturando las palabras entre sus dientes apretados.—Ve a cambiarte, que pasarán a recogerlos en quince minutos.Jim no apartó la vista de su hermano, interrogante. La expresión de Sean al menear levemente la cabeza le
La lancha flotaba en las aguas mansas de la amplia bahía, rodeada por los densos bosques que trepaban por las montañas en ambas márgenes del lago. Jim se procuró dos cervezas de la hielera y regresó sin prisa a la popa, donde Sean se sentara decidido a no soltar la maldita caña hasta que atrapara una maldita trucha. El guía no había tardado en darse cuenta que a los gringos les interesaba la pesca tanto como a él la física cuántica. Había preparado sus cañas, les había enseñado lo básico y los había dejado a su aire a popa. Él permaneció a proa, intentando decidir cuál sería la mosca perfecta para aquella tarde increíble. Sean agradeció la cerveza con un gruñido. Jim se dejó caer en la silla de camping a su lado, con clara intenciones de echarse una siesta de una vez por todas. Sean no recordaba haberlo visto jamás tan tranquilo y satisfecho como durante esa última semana, y no lo engañaba. —Vendrá —dijo Jim, los brazos cruzados y el mentón apoyado en el pech