El aire frío de Toronto le golpeó el rostro cuando Isabella salió del taxi. El edificio de ladrillo rojo que el Grupo le asignó era discreto, casi invisible entre las estructuras más modernas que lo rodeaban. Muy acorde a alguien que intentaba pasar desapercibida. Subió las escaleras con paso rápido, sintiendo el peso de las llaves en su mano. El apartamento era funcional, casi estéril: muebles impersonales, paredes desnudas y una nevera vacía excepto por unos cuantos imanes de restaurantes. No había rastro de comodidad: La vida de Isabella Hamilton parecía muy triste, aunque para ser sincero, no era mejor que la de Elizabeth Turner, excepto por Emma.Dejó las llaves sobre la mesa y se detuvo frente a una laptop usada, repleta de stickers de labios sensuales y ciudades turísticas. Al abrirla, encontró un postit en la pantalla con las palabras: #candidato #EC y ella no supo qué hacer. Pasó horas intentando descifrarlo, hasta que el hambre la obligó a pedir comida. Mientras esperaba,
Verla allí, inmóvil y sorprendida, lo hizo vacilar. Pero cuando la arrastró contra su cuerpo, inhalando su aroma como un adicto, supo que no podía detenerse. Fue muy consciente de su tensión y su falta de respuesta, pero aun así, susurró contra sus labios:—Siento haberme comportado como un bastardo. —Consciente de lo huecas que sonaban sus palabras. No era cierto. Lo que sucedió no le provocaba arrepentimiento; decidió que la tendría, sin importar el precio y lo hizo. Pero la noche de la cena la tensión lo superó. Sobre todo, cuando confirmó que el auto de Walter seguía en la mansión. Debió obligarla a confesar que estuvo con él. Solo que no esperó que lo confrontara sobre su peor secreto.No pudo verla a la cara y hablar de lo que hizo años atrás. Sabía que debía, pero en ese momento ya no era un espejismo tenerla, y si era astuto, lograría convertirla en su reina de manera oficial. Para siempre. No, no iba a sacrificar ese avance por el pasado. Si Sara quería ser silenciada por h
Isabella estaba inquieta desde que dejó a Nathan esa mañana. Sentía como si cada gesto la delatara, como si su máscara se resquebrajara más con cada interacción con él. Había cometido un error al pensar que era capaz de jugar como una experta cuando apenas era una aprendiz. Ponerlo en alerta fue imprudente, y aunque no cedió ante Walter, en su interior sabía que había estado peligrosamente cerca. Walter no era sofisticado, pero su mirada atravesaba sus defensas con pasmosa facilidad. Y luego estaba Nathan; poder, dominio y placer personificados. —Estás loca, Isabella Hamilton —murmuró mientras recorría las calles de Toronto—. ¿Por qué lo hiciste, Liz? Porque esa fuiste tú —resopló, recordando a su antigua yo, aquella mujer herida y sin opciones que ahora parecía una desconocida.La audacia de pedirle a Nathan un lugar en su organización aún la desconcertaba, y más aún que accediera de inmediato. Sus palabras resonaban en su mente mientras entraba al café. La transparencia era impos
Las uñas de Isabella se clavaron en su hombro, y aunque no alzó la vista, Nathan supo de inmediato quién había desencadenado aquella reacción cuando la voz de Richard Crawford resonó en el salón. Vio a Amelia ponerse de pie e ir a saludarlo como si no lo hubiese visto en meses. La ira burbujeó en su interior. Él no había invitado a Crawford; esta cena era exclusivamente para que su familia conociera mejor a la mujer que había elegido. La negación silenciosa de su padre hacia Amelia y la sonrisa triunfal de esta última revelaron la verdad: ella había orquestado esta intrusión.Lo escuchó balbucear una disculpa, pero no era eso lo que importaba en ese momento, sino la mujer que parecía a punto de colapsar a su lado. Isabella permaneció inmóvil, pero el temblor en la copa de vino tinto delataba la tormenta bajo su máscara.—Ven conmigo —ordenó Nathan en voz baja, levantándose con una calma que no sentía. Sus dedos rodearon el codo de Isabella con firmeza, notando cómo su piel había ado
Isabella observaba el amanecer desde la orilla del embarcadero, mientras la neblina se arrastraba sobre el lago como un manto. El pecho le ardía, no solo por la carrera matutina, sino por el recuerdo de la intimidad que vio anoche entre Richard y Amelia.Tuvo que dominarse frente a ellos. Sobre todo, ante Nathan que la creía invencible, mientras cada fibra de su ser se desgarraba. La mezcla de dolor y odio se entrelazaba en su pecho con una amarga añoranza por los años desperdiciados con un hombre que ahora miraba a otra como nunca la miró a ella. Ver esa ternura en Richard removió la más densa oscuridad en su interior. No por desear ese amor ahora, sino por el eco del dolor de Elizabeth, aquella ingenua que nunca supo ver la verdad.Volvió trotando a la villa y la culpa la golpeó de lleno al encontrar una nota frente al desayuno preparado por el servicio. “Me encantó lo que me hiciste anoche. No puedo esperar para repetir. Te amo, reina. N.K.” Sí, se había entregado como nunca para
Nathan no sabía cómo romper el silencio que siguió a la confesión de Isabella. Ya tenían un buen rato, sentados en la tumbona, ella sobre él, explicando cada detalle lo mejor que podía. Mientras la escuchaba, trató de encontrar señales de manipulación, pero lo único que pudo ver fue vulnerabilidad en sus ojos. Todo encajaba con una precisión que lo enfermaba.—¿Desde cuándo te informaron de esto? —preguntó con una aspereza que no pretendía mostrar. —En Toronto. Lo de Sara parece… personal. Me ha insistido en lo peligroso que eres.—Lo soy.—Lo sé —sus uñas pintadas de rojo rozaron su brazo—. Pero eso es lo que me ha mantenido con vida.Él la observó, recordando a aquella Elizabeth que temblaba ante su presencia, tan diferente a esta mujer que ahora lo desafiaba con la mirada. El deseo de protegerla luchaba contra la necesidad de usarla en su propio juego.—Necesito ver a mi padre y tomar medidas —decidió después de un largo suspiro.—Nathan... Esto puede afectarme —dijo empujándolo o
Nathan observaba desde la ventana de su despacho el auto de Richard atravesando el portón de la villa y su nueva realidad se materializó en forma de una niña de siete años que le recordaba mucho a su madre.El sonido de tacones le indicó que Isabella bajaba a recibirlos y se obligó a quedarse donde estaba, controlando el impulso primitivo de marcar su territorio. Emma bajó como un torbellino de mechones dorados idénticos a los de Elizabeth y energía desbordada. Nathan contuvo el aliento cuando la vio correr hacia Isabella, que la recibió con los brazos abiertos. La risa de ambas llegó hasta su ventana y algo se removió en su interior al verlas reaccionar a la otra con una familiaridad impresionante.Richard las siguió con paso casual, saboreando la escena como si fuera lo que había estado esperando y Nathan apretó la mandíbula cuando lo vio inclinarse hacia Isabella, sus labios rozando su mejilla en un saludo que se prolongó más de lo necesario, sobre todo cuando acarició su brazo y
La risa de Emma flotó hasta la habitación, despertando a Isabella. Por un momento se quedó inmóvil, saboreando el sonido que durante meses solo había existido en sus sueños. Otro estallido de alegría la hizo incorporarse y caminar hasta la ventana.La escena en el jardín la dejó sin aliento. Nathan, vestido con ropa deportiva y una gorra que nunca le había visto, lanzaba una pelota al Husky, pero el perro, más interesado en el juego que en obedecer, zigzagueaba entre ellos provocando más risas. La luz matinal bañaba el cuadro de una domesticidad que le oprimió el pecho. Se tomó un momento para grabar esa imagen en su memoria: la sonrisa relajada de Nathan, la alegría desbordante de Emma, eran una postal perfecta de lo que podría haber sido, de lo que tal vez...—¡Más alto! —gritó su hija cuando el perro regresó con la pelota—. ¡Mira qué rápido es!Él la complació, y el Husky salió disparado en una mancha blanca. Isabella observó cómo su hija se acercaba a Nathan, tirando de su camise