El comedor principal de la mansión Kingston brillaba bajo la luz de las arañas de cristal. Los candelabros proyectaban sombras danzantes sobre las paredes tapizadas y los pasillos cubiertos de alfombras carmesí por las que Isabella solía correr de niña junto a Amelia. Ahora, cada rincón guardaba fantasmas de su pasado que se negaba a reconocer.James Kingston les dio la bienvenida en el salón y sus ojos la recorrieron con apreciación apenas disimulada cuando ella entró del brazo de Nathan. La mano de su hijo se tensó sobre su cintura, apretando con fuerza.—Magnífica —murmuró James, levantándose para recibirlos—. Nathan, hijo, tu amiga es toda una belleza. Bienvenida. Isabella sintió la tensión en el brazo de su acompañante, pero mantuvo su sonrisa serena. James le besó la mano, demorándose un segundo más de lo necesario. El anillo en su dedo, antiguo y pesado, brilló bajo la luz. Isabella lo reconoció al instante: Nathan llevaba uno igual, con el escudo de la familia en el centro.—
Isabella salió de la mansión sintiendo que le faltaba el aire. Al despedirse de James, este se atrevió a darle un beso demasiado cerca de la comisura de sus labios, dejándola desconcertada. Con ello quedó claro quién había ganado esa noche. Entrelazó su brazo con el de Nathan, deseando que se la llevara pronto de ahí, y apenas escuchó que ambos planeaban una segunda cena antes de llegar al recibidor. Casi se sintió liberada de la presión al darse cuenta de que ya estaba a unos pasos de la salida, Recibió el abrigo de manos de Jeremy cuando las palabras equivocadas escaparon de sus labios.—Gracias por todo, Jer. Felicita a Rita por la cena. —La frase salió natural, una costumbre de su antigua vida.Pero en el instante en que notó la breve sorpresa en la mirada del mayordomo, comprendió lo que acababa de hacer. Mierda.—Nathan me contó tantas cosas sobre ustedes —improvisó, observando la sonrisa forzada de Jeremy que activó todas sus alarmas.Sin atreverse a mirar a Nathan, salió d
El aire frío de Toronto le golpeó el rostro cuando Isabella salió del taxi. El edificio de ladrillo rojo que el Grupo le asignó era discreto, casi invisible entre las estructuras más modernas que lo rodeaban. Muy acorde a alguien que intentaba pasar desapercibida. Subió las escaleras con paso rápido, sintiendo el peso de las llaves en su mano. El apartamento era funcional, casi estéril: muebles impersonales, paredes desnudas y una nevera vacía excepto por unos cuantos imanes de restaurantes. No había rastro de comodidad: La vida de Isabella Hamilton parecía muy triste, aunque para ser sincero, no era mejor que la de Elizabeth Turner, excepto por Emma.Dejó las llaves sobre la mesa y se detuvo frente a una laptop usada, repleta de stickers de labios sensuales y ciudades turísticas. Al abrirla, encontró un postit en la pantalla con las palabras: #candidato #EC y ella no supo qué hacer. Pasó horas intentando descifrarlo, hasta que el hambre la obligó a pedir comida. Mientras esperaba,
Verla allí, inmóvil y sorprendida, lo hizo vacilar. Pero cuando la arrastró contra su cuerpo, inhalando su aroma como un adicto, supo que no podía detenerse. Fue muy consciente de su tensión y su falta de respuesta, pero aun así, susurró contra sus labios:—Siento haberme comportado como un bastardo. —Consciente de lo huecas que sonaban sus palabras. No era cierto. Lo que sucedió no le provocaba arrepentimiento; decidió que la tendría, sin importar el precio y lo hizo. Pero la noche de la cena la tensión lo superó. Sobre todo, cuando confirmó que el auto de Walter seguía en la mansión. Debió obligarla a confesar que estuvo con él. Solo que no esperó que lo confrontara sobre su peor secreto.No pudo verla a la cara y hablar de lo que hizo años atrás. Sabía que debía, pero en ese momento ya no era un espejismo tenerla, y si era astuto, lograría convertirla en su reina de manera oficial. Para siempre. No, no iba a sacrificar ese avance por el pasado. Si Sara quería ser silenciada por h
Isabella estaba inquieta desde que dejó a Nathan esa mañana. Sentía como si cada gesto la delatara, como si su máscara se resquebrajara más con cada interacción con él. Había cometido un error al pensar que era capaz de jugar como una experta cuando apenas era una aprendiz. Ponerlo en alerta fue imprudente, y aunque no cedió ante Walter, en su interior sabía que había estado peligrosamente cerca. Walter no era sofisticado, pero su mirada atravesaba sus defensas con pasmosa facilidad. Y luego estaba Nathan; poder, dominio y placer personificados. —Estás loca, Isabella Hamilton —murmuró mientras recorría las calles de Toronto—. ¿Por qué lo hiciste, Liz? Porque esa fuiste tú —resopló, recordando a su antigua yo, aquella mujer herida y sin opciones que ahora parecía una desconocida.La audacia de pedirle a Nathan un lugar en su organización aún la desconcertaba, y más aún que accediera de inmediato. Sus palabras resonaban en su mente mientras entraba al café. La transparencia era impos
Las uñas de Isabella se clavaron en su hombro, y aunque no alzó la vista, Nathan supo de inmediato quién había desencadenado aquella reacción cuando la voz de Richard Crawford resonó en el salón. Vio a Amelia ponerse de pie e ir a saludarlo como si no lo hubiese visto en meses. La ira burbujeó en su interior. Él no había invitado a Crawford; esta cena era exclusivamente para que su familia conociera mejor a la mujer que había elegido. La negación silenciosa de su padre hacia Amelia y la sonrisa triunfal de esta última revelaron la verdad: ella había orquestado esta intrusión.Lo escuchó balbucear una disculpa, pero no era eso lo que importaba en ese momento, sino la mujer que parecía a punto de colapsar a su lado. Isabella permaneció inmóvil, pero el temblor en la copa de vino tinto delataba la tormenta bajo su máscara.—Ven conmigo —ordenó Nathan en voz baja, levantándose con una calma que no sentía. Sus dedos rodearon el codo de Isabella con firmeza, notando cómo su piel había ado
Isabella observaba el amanecer desde la orilla del embarcadero, mientras la neblina se arrastraba sobre el lago como un manto. El pecho le ardía, no solo por la carrera matutina, sino por el recuerdo de la intimidad que vio anoche entre Richard y Amelia.Tuvo que dominarse frente a ellos. Sobre todo, ante Nathan que la creía invencible, mientras cada fibra de su ser se desgarraba. La mezcla de dolor y odio se entrelazaba en su pecho con una amarga añoranza por los años desperdiciados con un hombre que ahora miraba a otra como nunca la miró a ella. Ver esa ternura en Richard removió la más densa oscuridad en su interior. No por desear ese amor ahora, sino por el eco del dolor de Elizabeth, aquella ingenua que nunca supo ver la verdad.Volvió trotando a la villa y la culpa la golpeó de lleno al encontrar una nota frente al desayuno preparado por el servicio. “Me encantó lo que me hiciste anoche. No puedo esperar para repetir. Te amo, reina. N.K.” Sí, se había entregado como nunca para
Nathan no sabía cómo romper el silencio que siguió a la confesión de Isabella. Ya tenían un buen rato, sentados en la tumbona, ella sobre él, explicando cada detalle lo mejor que podía. Mientras la escuchaba, trató de encontrar señales de manipulación, pero lo único que pudo ver fue vulnerabilidad en sus ojos. Todo encajaba con una precisión que lo enfermaba.—¿Desde cuándo te informaron de esto? —preguntó con una aspereza que no pretendía mostrar. —En Toronto. Lo de Sara parece… personal. Me ha insistido en lo peligroso que eres.—Lo soy.—Lo sé —sus uñas pintadas de rojo rozaron su brazo—. Pero eso es lo que me ha mantenido con vida.Él la observó, recordando a aquella Elizabeth que temblaba ante su presencia, tan diferente a esta mujer que ahora lo desafiaba con la mirada. El deseo de protegerla luchaba contra la necesidad de usarla en su propio juego.—Necesito ver a mi padre y tomar medidas —decidió después de un largo suspiro.—Nathan... Esto puede afectarme —dijo empujándolo o