4. Disparo Al Corazón

POV. Aleksander

Tomo por el cuello a ese hijo de perra, lo acribillo con la mirada, no lo suelto. Una de las cosas que detesto es que me desafíen, que rompan mis reglas y se nieguen a cumplirlas. 

—¡¿Es que no puedes seguir una sola maldita orden?! Mejor desaparece de mi vista o eres hombre muerto —lo libero de golpe, el idiota bueno para nada cae al suelo intentando recuperar el oxígeno —. ¿Sabes qué? Detente ahí.

Cambio de parecer sacando el arma. 

—No volveré a fallar, señor —habla rápido como un roedor asustado. 

—Por supuesto que no, hasta nunca, Steven —escupo disparándole directo en el pecho. 

Su muerte es rápida, se lo merecía. Odio aquel charco de sangre que se ha formado a su alrededor, así que llamo a Arkady para que limpie el desastre y se deshaga del cadáver. 

Me quedo furibundo, asestando golpes por todos lados. ¡Maldita sea! Con esto que ha salido mal, debo solucionarlo antes de volver a los Estados Unidos. Dejaré a cargo a Volkov, él único que está disponible y es capaz de hacer las cosas bien. 

Al poco tiempo ha llegado el soldato. Sabe qué hacer, no es menester que se lo explique. 

—¿Cómo fue el enfrentamiento? 

—Todo bajo control, señor. 

—Perfecto, saldré, debo tomar un vuelo a New York. 

—Señor... —llama, me giro antes de salir. 

—¿Qué? 

—Su padre Dimitri quiere hablar con usted, ahora está en la sala. 

—De acuerdo. —salgo de la oficina. 

Mi progenitor me espera cómodo en el sillón. Cruzo miradas con él. Haciendo un esfuerzo se pone en pie y esboza una sonrisa. 

—Padre, ¿no deberías estar en casa? 

—Según el doctor ya debería de estar bajo tierra. Mírame, esta maldita enfermedad no puede conmigo —suelta una exagerada carcajada. 

Mi padre Dimitri tiene un maldito cáncer, el doctor ha dicho que no le queda mucho, pero sigue respirando. Antes de que llegue su último aliento de vida me ha dejado a cargo de todo, por eso ahora soy el líder de la mafia rusa. 

Me siento frente a él. 

—Tengo todo en orden, no te preocupes. 

—No me preocupo, hijo. Sé que sabes hacer las cosas. No sé qué haría sin ti, porque Dominic es tan joven e inexperto, necesita que se le enseñe. 

—Dominic no quiere nada con la mafia, te lo ha dicho, es un niño de mamá —expreso serio.

—No me importa, si muero quiero que te encargues de él, sí o sí tiene que unirse al negocio familiar. No es cuestión de si quiere o no, Dominic debe hacerlo y punto. 

—Entendido. 

—¿Cómo salió lo de ayer? —cuestiona. 

—¿Oíste el disparo? —inquiero respirando hondo. 

—No ha sabido hacer el trabajo y acabaste con él. —ata en conclusión. 

—Sí, me conoces, detesto los errores. 

Asiente. 

—¿La chica está aquí? —quiere saber, sus ojos grises se iluminan. 

—Así es, ¿quieres verla? 

—No, si lo hago te aseguro que la mataré, prefiero que lo hagas tú. Aleksander, prométeme que la asesinarás. 

—Padre —lo miro con una sonrisa —. Me divertiré mucho con Luna, pero sus días están contados. 

—La perra de Elena sufrirá, ojalá siga aquí para apreciar su dolor. 

...

El viaje es agotador, llego a la empresa. Con mi imponente presencia el parloteo cesa, las risitas por algún chiste, el ambiente distendido se vuelve un silencio temeroso. Los empleados volvieron, cada uno, a su lugar de trabajo. 

Sí, yo el magnate he anulado todo ápice de alegría de sus caras. 

—Buenos días —saludo como suelo, frío y exagerando el formalismo. 

Todos corresponden en un saludo despavorido, a la espera de mi próximo accionar: el azote de la puerta de mi oficina. Lo que no hago en cuestión. Mi atención, casi feroz, se dirige hacia Henrie, el novato que hacía la suplencia en el área de marketing. No dejo de mirarlo de esa forma peligrosa e intimidante que a cualquiera pone a temblar. 

Como un buen observador, sé que los espectantes ya le ruegan al cielo por el joven que bajo mi profunda mirada, apenas parpadea. En un santiamén lo enfrento, todavía no digo una sola palabra, que no hablara significaba más peligro para ese idiota. 

—¿A ti quién te permitió suplir a Marcus, eh? —exijo mordiente. 

—S-señor...

—Como sea que te llames, en treinta minutos te quiero en mi oficina —demando. 

Cerca puedo escuchar el parloteo de ese par chismosas. No tienen vergüenza, debería de echarlas de mi empresa. 

—Es una bestia, nadie va a querer la vacante. 

—¿Qué dices? —susurra la otra. 

—Ya me escuchaste —responde obvia —. Todas terminan renunciando en menos de una semana, la próxima que supere los siete días debería de estar en el libro de récord Guinness

—¿Acaso han llamado por el puesto? 

—Así me dijo la recepcionista, ¿quién será la próxima víctima, eh? 

—La pobre no sabe lo que le espera, ya me compadezco de ella. 

Suficiente. Me acerco a ambas, las veo temblar con mi cercanía. Por dentro disfruto generar terror en las mujeres. Las dos me observan con los ojos abiertos desmesuradamente. 

—¿Es lo que hacen todo el día? —espeto con fiereza —. Dejen el cotilleo y pónganse a trabajar, si no renuncien de una vez. 

—Señor...

—Y-yo... volveré a mi puesto, con permiso. 

—No he dicho que puedes irte, Mackandal —clavo los ojos en la fémina cobarde —. Al primer error, estás despedida, ¿comprendes? 

—Sí, señor Konstantinov —emite cabizbaja —. ¿Puedo ir a mi puesto? 

—Sí, tú también vete Brickmann —señalo a la otra con la barbilla. 

—Bien, con permiso, jefe. 

Echo una mirada a mi alrededor, como imaginé, todos están al pendiente de lo que sucede. Demando con voz fuerte que empiecen a laborar, después me voy a la oficina cerrando de un portazo. Una vez en mi silla giratoria, hago una llamada. 

No me tranquiliza saber que pasará al menos una semana sin poder ver a Luna. Necesito comenzar a hacer todo lo que mi padre me pidió, me urge hacerle pagar a la ramera de mi madre su abandono, su infidelidad con ese maldito de Miller. 

—Luna —saboreo su nombre, creo que me he portado al margen, pero ya no seré condescendiente con ella. 

En cuanto vuelva a Rusia le daré la bienvenida que se merece. 

—Señor, Konstantinov —llaman y tocan a la puerta al mismo tiempo. 

¿Es que no puedo estar siquiera un segundo a solas? 

—Puede pasar, Greenwald —le doy el permiso a mi secretaria Grizela. 

La atractiva pelirroja se adentra y se esmera en picarme con su coquetería. Ella cree que muerdo el anzuelo, en realidad soy el que atrapa, a mí nadie me encarcela. Sus expresivos ojos verdosos no tardan en mirarme con dobles intenciones, bate las pestañas de forma seductora. Sus métodos son ridículos, un interludio pasado de moda que no me captura interés. El idilio que tuvimos debe quedarse en eso, una simple aventura, pero ella no lo supera. 

—Alek, te traje tu té favorito, creí que te vendría bien. ¿Cómo estás? —inquiere dejando la taza que contiene el líquido humeante, sobre mi escritorio. ¿Debería agradecerle?  —. Y aquí están los documentos, disculpa la tardanza, pero no estaría tan atareada si tuvieras una asistente también. 

Tiene razón, pero si se enfocara solo en trabajar, rendiría más. Vuelo los ojos sobre la bebida caliente. Doy un sorbo, está como me gusta, no hay duda de que quiere algo. Intuyo que busca lo de siempre: sexo y dinero o solo sexo. Grizela no deja de ser una cualquiera. Doy otro sorbo dándole un vistazo a los folios que ha traído. Al parecer tendré que quedarme hasta la noche revisando todo. 

Vuelvo a ella, no dice nada a la espera de que por fin yo le hable. 

—¿Qué quieres, Grizela? —voy directo al grano. Se muestra titubeante, he dado justo en el clavo, su nerviosismo es síntoma de que detrás de sus acciones existen intereses —. Habla o ahora o vete de una vez. 

—Yo... Aleksander estoy embarazada —suelta de golpe. 

La noticia me abruma, con la mandíbula floja y los ojos abiertos a más no poder me levanto de la silla. 

—¿Qué m****a estás diciendo, Grizela? —cuestiono incrédulo, la seguridad se ha extinguido de su ser, puedo apostar que en cualquier segundo se pondrá a llorar. No imagino lidiar con ello. Joder —. ¡Habla! ¿Es una broma?

—No, Alek —ni siquiera es capaz de mirarme. Se muestra temerosa, no puede disimularlo —. Yo tampoco me lo creía, te juro que me cuidé, siempre, pero estoy esperando un bebé. 

Se rompe en el llanto. 

No iré a abrazarla, su actuación me aturde. Me detengo a reflexionar, no me puedo transformar, ser un monstruo aquí. Pero no permitiré que ese bebé pise este mundo. Eso me ataría a esta aprovechada que de seguro planeó todo para obtener recompensas. 

—Grizela, intenta calmarte, siéntate. Todo tiene solución —aseguro. 

Ella toma asiento, poco a poco el lloriqueo impertinente se apacigua. 

—¿A qué te refieres? 

—Hablo de que vas a deshacerte del bebé, te daré el dinero y mantendremos esto entre los dos. ¿De acuerdo? 

—Pero...

—Sin peros —advierto con dureza —. Es lo que harás si quieres conservar tu empleo y una vida normal. 

Asiente lentamente.  

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