Capítulo 4

—Estoy un poco cansado de todas esas habladurías que corren por ahí —imperó el joven hombre, haciendo un gesto despectivo con la mano.

—Muchacho, no hiciste nada y no debes de hacer caso de esas cosas —sugirió el otro, un hombre mayor.

—Eso lo sé, pero es agotador escuchar siempre las mismas cosas —El joven hombre bebió de la taza con café y, luego, miró por la ventana—. La culpa es solo de ella. Ella que lleva a sus amantes a su propia casa. Una vergüenza.

—Dicen que renunció al trabajo en ese bar —chismoseó el hombre mayor—. Seguramente no recibía buena paga con ese trabajo de camarera.

—¿Qué importa eso? —intervino el tercer hombre, otro mayor.

—Importa porque ahora los rumores se hicieron más fuertes y, lo peor, es que me involucran a mí —refutó el joven hombre.

—¿A ti, porque? —preguntó uno de los hombre mayores, uno canoso.

—Pues por lo obvio, ¿no? —El hombre joven entrecerró los ojos, bebió de la taza y, luego, añadió—: Todavía me relacionan con ella cuando, la realidad, hace mucho la dejé. No quiero saber nada de ella y definitivamente no volvería con ella, menos ahora que tiene mala reputación.

La conversación siguió y fue más de lo mismo. Santiago se encontraba en la misma cafetería que visitaba todos los días, ocupando la misma mesa y siendo atendido por el mismo camarero. Había pedido un expresso y dos churros, el dinero solo le alcanzaba para eso y debía conformarse hasta tener el siguiente cuadro listo.

Hacía, quizá, diez minutos que los mismos tres hombres —los cuales vio y oyó hace un par de largas semanas atrás— habían ingresado y se hallaban en una mesa a poca distancia de la suya. Por supuesto, la conversación de los tipos le llamó la atención porque estaba seguro de que escucharía sobre cierta muchacha que ocupaba una minúscula parte de su mente.

Y ahí estaba, bebiendo un expresso y garabateando en su cuaderno de dibujos. Había hecho la caricatura del camarero, posado en la barra mientras esperaba a que su compañero le trajese algo de la cocina. Sin embargo, Santiago ya no le prestaba tanta atención a la caricatura y, disimuladamente, comenzó a interesarse en la charla de los tres hombres. Era más divertido, según él.

—Me sorprende lo cuidada que está la casa —Agudizó los oídos, pero el lápiz seguía moviéndose por el cuaderno—. Debe de tener empleados que la ayuden. Una casa como esa no se mantiene sola.

—¿Y cómo es posible que tenga empleados? No, ahí hay algo raro.

—Una muchacha sin trabajo no puede costear empleados, a no ser que…

—Deben de pagar sus amantes, eso es más que seguro —Quiso reír, pero se contuvo. Estos hombres eran de los peor, pero claro, él no era menos—. Una muchacha que tenía un futuro brillante y ahora, ¡ja!, miren como acabó.

—Me da igual sus opiniones, no quiero saber nada de ella ni de su casa ni sus amantes —expresó, con desdén, el hombre joven—. Por mí, como si nunca la hubiese conocido.

—Pasé por allí el otro día —Quiso alzar la vista, pero se contuvo—. En coche, por supuesto, me sorprendió ver el jardín bastante decente. No muy cuidado, pero mantiene ese vasto verde y el césped bien cuidado. Ese trabajo no lo hace una muchacha.

La conversación continuó y la curiosidad aumentaba. Quería y debía descubrir dónde vivía la protagonista de la acalorada charla de estos hombres. Quizá le preguntaría al camarero e incluso estaba dispuesto a ofrecerle un billete extra por la información. Sí, haría eso.

(…)

Vaya suerte la suya. Su treta había resultado, no lamentó haber desechado un billete extra de 20. Según él, había valido la pena porque ahora se encontraba frente a la casa, dispuesto a conocer a la muchacha de dudosa reputación.

Se había armado un plan que lo descartó de inmediato cuando, una vez más, la suerte estaba de su parte. El enorme portón de rejas estaba abierto y, él, como si fuese dueño y señor, entró. Se sorprendió al ver el hermoso paisaje que ofrecía el inmenso vergel. Lo hechizó y quería… pintarlo. Realmente quería pintar ese jardín en un cuadro, estaba más que seguro que haría un excelente dinero.

Caminó, admirando cada detalle, siendo transportado por la magia que despertaba el jardín en él.

—Oiga, no necesitamos nada —¿Había algo mas mágico que la voz suave de una mujer? Tal vez, pero cuando oyó esa dulce voz, volteó en torno y, vaya, era… —. No queremos comprar nada. Es mejor que dé la vuelta y salga de la propiedad.

—Tiene usted un hermoso jardín —imperó. Dios, la chica era preciosa, más que preciosa, era bellísima—. No estoy vendiendo nada.

Se regocijó por dentro. Al fin tenía frente a él a la muchacha que estuvo en su mente desde hacía semanas. Al fin se podía deleitar viéndola, absorbiendo cada mínimo detalle de tan exquisita muchacha. Sin embargo, sus planes se esfumaron cuando la chica, muy altanera, lo echó de la propiedad. Trató de razonar y darle una explicación superficial e incluso le propuso que lo dejase pintar el jardín y darle una parte del pago que recibiría del cuadro, pero solo recibió negativas.

Ya había tratado con ese tipo de mujeres en el pasado y, claro, él no se daría por vencido tan fácilmente. Que una mujer pasase de él, no, no y no. Nunca dejaría que nadie estuviese por encima de él, hombre o mujer, le daba igual, y menos una muchacha con una reputación indecorosa. Había tocado un punto sensible y no estaba dispuesto, por ningún motivo, dar su brazo a torcer.

—¿Con respecto a lo que quiero? En eso nunca me equivoco, señorita —Su voz altanera, pero su rostro sereno. Era evidente que estaba haciendo enojar a la “señorita”, quiso reír… —. Cuando yo colocó la mirada en un paisaje y me fascina, nadie puede desalentarme a pincelarlo y exponerlo en un cuadro —Dio un paso hacia delante y, de nuevo, quiso echarse a reír cuando la chica dio uno hacia atrás—. Soy bien testarudo y nadie puede cambiarme.

—¿Qué está sucediendo aquí?

Oh, bueno, ahora sí la situación podría ir a su favor. Miró a la mujer, intuyó que debía de ser la que vivía con la muchachita; además, recordó a los hombres decir algo referente, pero nada de nombres. Que mas daba, daría la impresión de ser un pobre tipo que solo quería una oportunidad de trabajar en un cuadro. Haría su mejor actuación, eso seguro.

—Buenas tardes, señora —saludó, importándole nada que la muchachita ni le miraba porque estaba centrada en dicha mujer mayor como si estuviese pidiéndole ayuda silenciosamente—. Usted debe ser la dueña de la casa y necesito decirle que me encantaría venir a pintar un cuadro de su jardín. Por supuesto, como le dije a su hija, aquí presente, una vez venda el cuadro, le daré una parte.

Se alabó a sí mismo. Un buen pintor también podía ser un buen actor. Puso su mejor carita de chico humilde y miró con ojos misericordiosos a la mujer mayor.

«¡Bingo!, esta ya cayó», pensó cuando se percató del semblante de la mujer.

Oyó, sin darle interés, la protesta de la muchachita. Segundos después, la vio alejarse y, otra vez, quiso reír.

—Ahora, dígame, ¿quién es usted y qué necesita?

—Me llamo Santiago, soy pintor y ando buscando un paisaje que pintar —Hizo un gesto al caballete que colgaba en su hombro y otro al bolso de cuero maltratado—. Caminaba por aquí y vi este hermoso paisaje que merece ser pintando. Si usted me concede permiso para pintarlo desde aquella escalinata, yo encantado le daría parte del pago una vez venda el cuadro. Le doy mi palabra de caballero.

Cada palabra fue acompañada de un gesto humilde. Su rostro suave y ojos soñadores. Miró atento a la mujer que parecía dubitativa. Era el tipo de mujer sensiblera, de eso no había una pizca de duda y él se encargaría de venderle una imagen de buen samaritano.

—Soy la empleada —«Sí, ya lo sabía», pensó—. Me llamo Beatriz, pero me temo que no estoy autorizada en darle el permiso. Tiene que dárselo la señorita y, al parecer, ella ya le dijo que no.

—Para mí como si usted fuese la dueña, Beatriz —halagó, notando las mejillas ruborizadas de la mujer—. Entonces, ¿me da su permiso?

—Hablaré con mi señorita y veré qué puedo hacer —Él le regaló su mejor sonrisa de niño bueno, aunque de niño no tenía un solo pelo—. Sin embargo, no le prometo nada. Ahora, es mejor que se vaya.

—Está bien, regresaré mañana y espero que pueda ponerme a trabajar en el cuadro —imperó, con tono de voz dulce y soñador—. Soy buena persona, lo prometo, y se nota que usted también lo es.

—Mi señorita lo es también.

—Pues, no lo sé, a mi me dio la impresión de que no —Agachó la cabeza, dando mas énfasis en su actuación dolida—. Ella insinuó que soy un ladrón y yo jamás me he apropiado de nada que no fuese mío, palabrita.

—Ella pasó por una situación muy mala y aquí los ladrones abundan.

—¿Ladrones? —preguntó, irguiendo la cabeza y mirando sorprendido a la mujer.

—Todo se lo llevaron esos sinvergüenzas de los Brin —explicó la mujer—. Ladrones con elegancia, de traje y corbata.

—Oh, esos son los peores —objetó, serio—. Siento mucho por todo, aunque no sepa nada del asunto.

—Usted no tiene por qué sentirlo —Hizo un mohín en los labios—. Ahora, es mejor que se retire. Ya hablaré con mi señorita.

—Muchas gracias, es usted todo corazón —Sin descaro alguno, acortó los tres pasos y plantó un beso en la mejilla izquierda de la mujer—. Podría ser como mi madre.

Descolocada y ruborizada, la pobre mujer asintió y giró sobre sí, caminado de regreso a la casa. Por su parte, negó con la cabeza y se encaminó a la salida. Una vez fuera, soltó una risita burlesca.

—Puede que la dizque señorita sea más difícil, pero la empleada… —Alzó la mirada al cielo y sonrió lobuno—. Esa ya cayó —murmuró altanero.

Sí, volvería mañana y saldría con la suya. Él siempre salía con la suya.

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