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3. EL MISMO AIRE

Evan

—¿Qué, te vas ya? —pregunta Alexandra desde la cama. Se ajusta la sábana al pecho y se levanta hasta llegar frente a mí.

«Como si no hubiera visto mil veces ya su cuerpo desnudo», me digo con fastidio. Termino de acomodar mi pantalón y comienzo a colocarme la camisa sin responder a su pregunta.

—Siempre me haces esto, ¿cuándo vas a quedarte a dormir una noche conmigo?, me haces sentir como una cualquiera —me reprocha ganándose una mala mirada de mi parte.

—Ya deberías de estar acostumbrada —respondo de manera ambigua provocando un jadeo de su parte.

—¿Disculpa?

—Si siempre te hago lo mismo, no deberías de sorprenderte de que me vaya —me explico—. Sabes que puedes quedarte cuanto quieras, refréscate un poco y puedes usar lo que gustes de la cocina.

—Gracias, supongo —espeta cruzándose de brazos y no me río de su estúpido capricho solo porque me duele la cabeza, pero me parece innecesario, ya que ella sabe lo que tenemos, o, más bien, lo que no tenemos; así que todo reproche de su parte es un absurdo.

—Adiós —me digno a decir, pero ella se abalanza sobre mi pecho y comienza a acariciar mi rostro de esa forma melosa que detesto. Sujeto sus muñecas y, con mucho cuidado de no lastimarla, las retiro de mí.

—¿Cuándo volveré a verte? —pregunta haciendo un puchero espantoso que la hace ver ridícula frente a mis ojos.

—No lo sé, yo te busco. —Tomo mi saco y me coloco el reloj en la muñeca al tiempo que camino hasta la puerta de mi departamento. Su suspiro de derrota a mis espaldas me hace sonreír y salgo de la habitación tan vacío como llegué.

Aunque ya me he acostumbrado a sobrevivir de esta manera, mentiría si digo que no desearía volver a sentirme vivo como hace ya tanto tiempo que no lo hago. Que no quisiera volver a llenar el hueco que dejó en mi pecho… ella.

Y haga lo que haga, no hay un maldito día de mi vida en que no la piense, en que no recuerde a detalle cada segundo de lo ocurrido esa noche que desearía borrar de mi memoria para siempre.

Regreso a mi departamento de manera automática, como ya se me ha hecho costumbre, y voy directo a la ducha donde me esmero tratando de borrar el olor de Alexandra de mi piel.

Soy un cabrón, lo acepto y no me da vergüenza admitirlo. La uso para satisfacer mis necesidades sexuales, a ella y a tantas más, pero, quiénes son ellas para juzgarme cuando sé perfectamente que se benefician de mí, tanto como yo lo hago de ellas.

Son unas… son mujeres, en fin.

¿Qué se puede esperar de una mujer que se acuesta con uno y otro como si fuésemos un objeto de placer, como si por el hecho de ser hombres no corriera sangre por nuestras venas?

«Todas son iguales».

Restriego mi cuerpo con la esponja casi dolorosamente, hasta que el perfume de la chica se ha borrado por completo. Hasta que ya no siento sus manos como tentáculos desplazándose por cada rincón de mi anatomía.

Salgo de la ducha y me visto para dormir y poder descansar unas horas antes de tener que levantarme de nuevo. Mañana es un día importante pues tomaré por fin el control de la empresa de mi tío, quien no pudo sacarla a flote y muy amablemente me ofrecí a comprarla. Por supuesto, tengo planes para ella. Independizarme de las empresas de mi padre es uno de ellos y, llevarla a la cima de la industria publicitaria es otro.

Voy a la cama con la intención de dormir, pero, apenas toco la almohada y ahí está de nuevo, ese maldito recuerdo que no me deja vivir en paz. Esos ojos chocolates que me observan inundados en lágrimas. Una sola pregunta viene a mi mente como siempre: «¿De qué se arrepentirá más, de haberme engañado, o de que la haya descubierto haciéndolo?», me pregunto, notando el nudo que quiere formarse en mi garganta.

Sin respuesta, trato de empujar ese jodido pensamiento hasta el rincón más oscuro de mi cerebro y me obligo a dormir de una vez, convencido de que ella no merece ni un solo segundo más de mi tiempo.

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