4. SATURNO

Evan

—Con su permiso…, señor Preston —espeta Sofía cabizbaja y, muy a mi pesar, ignoro la opresión que se instala en mi pecho al verla humillarse ante mí.

No respondo y la dejo que salga de la oficina con la esperanza de no volver a verla en lo que resta del día, solo hasta que organice mis ideas y estos malditos sentimientos que se burlan de mi ego dolido, pero descarto la idea al escucharla llamar a la puerta unos minutos más tarde.

—Pasa —digo en contra de mi voluntad.

Entra de nuevo con algunos instrumentos de limpieza en sus manos. El vestido lo lleva mojado justo donde antes había una enorme mancha de café, como si hubiese estado tratando de desaparecerla con agua. Comienza a recoger la bandeja, los pedazos de la taza que se ha roto al estrellarse en el piso y el resto de los postres que yo no pedí en ningún momento.

Recuerdo que ella solía ser así, dedicada en su trabajo, servicial; siempre trataba de dar más de lo que se le pedía y por eso siempre fue venerada por sus superiores y compañeros.

Cuando no queda nada más qué recoger, empieza a tallar la mancha que se ha extendido por el suelo con el trapeador. No puedo dejar de mirarla y creo que lo siente, pues voltea hacia mí y maldigo el momento en el que tuve la fabulosa idea de comprar esta empresa, cuando sus ojos se cruzan con los míos y un escalofrío me sacude de pies a cabeza al ver los suyos enrojecidos y húmedos.

«Ha llorado», noto.

Baja la cabeza rápidamente y se concentra en la tarea en absoluto silencio.

Me enferma tenerla tan cerca, me mata el percibir su perfume que no ha cambiado desde que éramos… lo que se que hayamos sido. Ella una infiel, y yo un estúpido cornudo.

—¡Maldita sea! —exclamo conteniendo cuanto puedo la furia que me llena y me hace apretar las manos en puños sobre el escritorio—. ¿Acaso no hay empleados de limpieza que puedan hacer ese trabajo?

—S-sí, pero yo puedo hacerlo, fue mi culpa —dice como la mártir que pretende ser—, estoy por terminar.

—Apresúrate, necesito que hagas tu trabajo.

—Lo siento, esta mancha no sale…

—Deja ya la puta mancha y pide al encargado que lo haga, necesito unos documentos de manera urgente, ¿o acaso estás haciendo tiempo para no cumplir con tus obligaciones?

—Por supuesto que no —responde enderezando la postura y mostrando un poco del carácter que sé que tiene—. Dígame qué necesita y lo haré.

«Necesito que te largues, que me dejes en paz… Necesito que me expliques por qué lo hiciste. Necesito que regreses el tiempo y borres el pasado».  

—Pide que limpie alguien más, tú tráeme el balance administrativo de la agencia y organiza una reunión con los encargados de cada departamento, los veré en una hora —pido más calmado y sujeto el puente de mi nariz, tratando en vano de aminorar el dolor que comienza a taladrarme la cabeza.

—Como ordene, señor.

Sofía sale de la oficina e inhalo una profunda bocanada de aire, como si bajo su presencia no pudiera respirar. Me arrepiento un segundo después, cuando mis fosas nasales se llenan de su perfume con olor a jazmín que antes fue mi adoración y opto por entrar al baño y refrescarme un poco después de haber pasado un momento tan incómodo.

¿Cómo se supone que la olvide, si debo convivir con ella a diario?

Lavo mi rostro en repetidas ocasiones y salgo de nuevo al despacho cuando me siento un poco mejor. Me sorprendo al encontrar los documentos que he pedido en mi escritorio, pero no es eso lo que llama mi atención, sino el vaso con agua junto a un frasco de analgésicos, una taza de café humeante y una nota escrita a mano sobre una bandeja:

«“Si necesita algo más, no dude en llamarme, señor Preston”», leo el papel donde adjunta la extensión que dirige al teléfono de su escritorio. Arrugo la nota, la tiro a la basura con coraje y me dedico a revisar el informe que ha traído.

El café es una tentación a la que no logro resistirme y, aunque lucho haciendo acopio de toda la dignidad que me queda, me rindo al sentir de nuevo el dolor de cabeza punzante que me obliga a ingerir el analgésico también.

Por más que intento, no logro concentrarme; me la paso imaginando que en cualquier momento Sofía entrará de nuevo por esa puerta y algo fallará en mi armadura y no podré resistirme a ella.

—¡Maldita sea! ¿en qué jodido momento se me ocurrió comprar esta compañía? —pregunto a la soledad de mi oficina y, como si me hubiera escuchado, unos golpes en la puerta me ponen los vellos de punta al pensar que…

—¿Evan? —la voz de James me alivia desde afuera.

—Adelante.

—No está mal —declara cruzando la puerta. Suelta un silbido de admiración que me confunde y me apresuro a preguntar:

—¿Quién?

—¿Cómo que quién?, la oficina, no está mal.

—Claro, la oficina —murmuro sobando mis sienes aún con dolor—. ¿Acabas de llegar?

—Sí, espero que aún no comience la reunión —espeta tomando asiento frente a mí—. ¿Qué tienes? Estás pálido.

—He tenido una mañana… “interesante” —confieso haciendo comillas—. Ya te enterarás tú mismo.

—¿De qué?, dame un adelanto, ¿qué te tiene tan mal a esta hora de la mañana?

Un llamado desde afuera interrumpe nuestra conversación y dejo pasar a la mujer, solo para ver la cara de mi amigo al enterarse por él mismo del motivo de mi palidez.

—Señor, el personal ya lo espera en la sala de reuniones —avisa Sofía agachando la cabeza.

—¡¿Sofía?! —indaga James levantándose de la silla; ella eleva su rostro con espanto al notar que nuestro amigo en común se encuentra en el mismo sitio, y por un leve instante posa sus ojos en mí.

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