4.1 Saturno

Evan 

—James… ¿C-cómo estás? —saluda Sofía con nerviosismo y el sonrojo en sus mejillas podría parecerme adorable si no la odiara como lo hago.

—¿Qué carajos…? —Él voltea a verme, incrédulo de lo que sus ojos le muestran.

—Vamos, el personal nos espera. —Me levanto de la silla y atravieso la oficina hasta quedar lado a lado con ella.

Hago una señal a mi amigo para que se adelante y me quedo en mi lugar hasta que quedamos a solas.

—¿Se le ofrece algo más? —cuestiona robóticamente y sin mirarme.

—Sí —respondo secamente—. ¿cómo debo llamarte?, ¿sigues siendo González, o…? —Me enfoco en sus manos, confirmando que no haya un anillo en su dedo. Ella se da cuenta y baja la mirada avergonzada.

—Sí, sigo siendo González —me informa.

—Muy bien, señorita González será entonces —digo saliendo de la oficina sin darle mayor importancia, aunque en mi interior vibra el regocijo al saberla soltera todavía. «Y pensar que ahora llevarías mi apellido».

Sofía me sigue de cerca y entramos a la sala de juntas donde el resto de los empleados ya nos espera; me acomodo en mi sitio y comienzo con la reunión. Saludo como es debido, les informo sobre mi reciente adquisición de la empresa y la manera en que estaremos trabajando de ahora en adelante, pero, por más que intento ser profesional, el ver el contoneo de Sofía por toda la sala, sirviendo cafés y entregando documentos a los hombres que se la comen con la mirada, simplemente me vuelve loco.

La incomodidad se expande por mi cuerpo en forma de picazón y termino aflojando mi corbata en un intento inútil de sentirme menos asfixiado en su presencia.

«No lograré hacer esto», me digo.

La hermosa sonrisa que le brinda a uno de los malnacidos rabo verdes que la desnuda con la mirada es el detonante de todos mis demonios, y no logro contener más el impulso que me hace golpear la mesa con la palma de mi mano.

—¡Señorita González! —Todos los presentes se sobresaltan al escucharme, pero ella solo suspira profundamente y responde con sumisión:

—Sí, señor Preston. —Se acerca a mi lugar para recibir mis órdenes, mientras que yo pienso qué le diré para sacarla de la oficina y poder volver a funcionar con normalidad.

—Vaya a Mortons Steak y pida un filete mignon…

—A ¾, en salsa de champiñones, sin ajo y verduras salteadas —termina por mí, llamando la atención de todos en la sala.

—A eso le llamo eficiencia —dice uno de los hombres.

—Parece que llevan años trabajando juntos —exclama otro.

—No, ¿sabe qué?, mejor vaya a La Toscana y ordene su mejor pasta al pesto —cambio de idea solo por joderla.

—Pero, no te gusta… —Guarda silencio un segundo después al darse cuenta de lo personal que sonó esa afirmación y se limita a asentir con obediencia—. Como guste, señor.

Por fin se digna a salir de la sala y es hasta entonces que logro concentrarme en mi labor y terminar la reunión como estaba planeada.

Pasa una hora antes de que vuelva, pues, el restaurante al que la envié queda demasiado lejos de la empresa. Llega con la respiración acelerada y evidentemente agotada; entra a mi oficina, solo para darse cuenta de que ya he comido algo.

—Siento la demora, aquí está su comi… —Se detiene antes de colocar el platillo en mi escritorio al mirar los restos de mi almuerzo en el mismo lugar.

—Tardó demasiado —digo sin tomarle importancia y continúo tecleando en la computadora.

—Perdón, el restaurante está al otro lado de la ciudad.

—Sé dónde está ese restaurante —increpo con brusquedad—. Vaya a su puesto y espere mis órdenes.

—Como diga…, señor —espeta de mala gana, recoge los utensilios sucios que hay sobre la mesa y se da la vuelta para ir a su lugar, pero la detengo antes de que logre salir.

—Ah, y tira esa comida a la basura —le exijo—. Odio la salsa pesto.

La noche se asoma por el enorme ventanal de la oficina y las luces de la ciudad adornan el paisaje a lo lejos. Me he quedado un par de horas después del horario de salida para terminar de ponerme al corriente con los asuntos de la empresa.

El resto de la tarde lo pasé encerrado revisando contratos y estados financieros, por lo que a estas horas el cansancio se ha pronunciado en mi cuerpo como es de esperarse. Los hombros me duelen, los ojos me arden por haber pasado horas frente a la pantalla de la computadora y decido terminar por hoy la jornada.

Me levanto de la silla y estiro mi cuerpo con pereza, tomo mis pertenencias y salgo al pasillo encontrando a Sofía aún en su lugar.

—¿Qué hace todavía aquí?, hace horas que terminó su jornada —le informo.

No me pasa desapercibida la manera en que endereza su cuerpo tratando de esconder el cansancio, y un leve pinchazo de preocupación me atraviesa el pecho, pero se esfuma con la misma rapidez con la que llegó.

—Hago mi trabajo —responde de manera mecánica—. Me quedé por si necesitaba algo más.

Me reprendo mentalmente por no haberle avisado que me quedaría por más tiempo, pero no hago un drama por ello, en cambio digo:

—No se preocupe por las horas extras, le serán remuneradas conforme la ley. Ya puede ir a su casa.

—Gracias, señor.

«Su casa», repito en mi mente. Esa casa donde tantas veces la hice mía, la misma donde la encontré con otro.

«¿Seguirá viviendo ahí?, ¿vivirá sola?, ¿estará con él?». Tantas preguntas sin respuestas que se agolpan en mi cabeza y que no tengo el derecho de cuestionar.

—¿No se va? —indago al ver que no se mueve.

—S-sí, solo… debo ir al sanitario antes —responde de manera nerviosa, acomodando torpemente sus cosas en el bolso.

Me muero por preguntar de qué manera regresará, si viene en auto, o tomará un taxi, o el autobús… pero me muerdo la lengua recordando que eso no es de mi incumbencia y retomo mi camino después de decir un simple «Adiós».

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