El sol brillaba intensamente en el horizonte, pintando el cielo con tonos cálidos mientras Isabela se encontraba en la terraza de la cabaña, disfrutando de la brisa marina. Habían pasado unas horas desde que Leonardo salió a buscar algo para desayunar, y aunque el ambiente era sereno, su mente estaba lejos de estar en calma. La cercanía con Leonardo durante la noche anterior había removido sentimientos que ella intentaba ignorar. Pero su momento de introspección se interrumpió cuando el rugido de un motor llamó su atención. Miró hacia la playa y vio un vehículo que se detenía frente al hotel. De él bajó Camila, impecable como siempre, con un vestido blanco que ondeaba con el viento y unas gafas de sol que ocultaban sus intenciones. Su llegada fue como un golpe de realidad, un recordatorio de que el paraíso tenía un precio y de que Leonardo seguía siendo un hombre difícil de descifrar. Isabela sintió un nudo en el estómago mientras la veía avanzar con paso decidido hacia la recepció
El sol estaba en su punto más alto cuando Isabela salió de su habitación, lista para enfrentar otro día en el paraíso convertido en prisión. A pesar del paisaje idílico, las tensiones y las emociones no resueltas la tenían agotada. No había visto a Leonardo desde la cena de la noche anterior, y la idea de encontrárselo, sabiendo que Camila estaba cerca, le generaba una mezcla de ansiedad y tristeza. Sin embargo, lo que no esperaba era que Camila fuera directamente a buscarla. La encontró cerca del vestíbulo, observando distraídamente el mar que brillaba en el horizonte. —Isabela —la voz de Camila sonó como un látigo, rompiendo la tranquilidad del momento. Isabela se giró lentamente, notando de inmediato la expresión de triunfo en el rostro de Camila. Vestida impecablemente, con su usual porte de superioridad, Camila se acercó, dejando claro que tenía un propósito en mente. —¿Qué quieres, Camila? —preguntó Isabela, con un tono cansado pero firme. Camila se cruzó de brazos, su sonr
El aire salado del mar envolvía a Isabela mientras permanecía de pie en la cubierta del yate. Había dejado que el viento jugara con su cabello, permitiendo que el vaivén de las olas calmara la tormenta en su interior. Sin embargo, la calma que buscaba se rompió abruptamente cuando una llamada por radio resonó en la cabina principal. —A la tripulación del yate, detengan su curso inmediatamente. Esta es una orden directa de Leonardo Arriaga. Isabela se detuvo en seco. Su corazón se aceleró al escuchar el nombre de su esposo. ¿Qué estaba haciendo ahora? Se giró hacia el capitán, que había tomado la radio, evidentemente confundido. —Señor Arriaga, aquí el capitán del yate. ¿Puede confirmar la orden? La voz de Leonardo llegó clara, grave y autoritaria. —He dicho que detengan el yate. Ningún barco de la familia Arriaga sigue su curso sin mi autorización. El capitán miró a Isabela, esperando instrucciones. Ella entendió que la decisión recaía en sus manos, y no estaba dispuesta a ceder
El helicóptero aterrizó en un pequeño muelle donde el yate de la familia Arriaga había anclado. Isabela estaba sentada en la cubierta, su mente perdida en pensamientos, cuando escuchó el sonido de las hélices acercándose. Al levantar la vista, vio a Leonardo bajar con paso firme, sus ojos oscuros clavados en ella. —Isabela —llamó con voz grave, haciéndola girarse completamente hacia él. Ella se levantó, insegura de cómo recibirlo. Había algo en su mirada que mezclaba furia, preocupación y, quizá, algo más que no podía identificar. —¿Qué haces aquí? —preguntó, tratando de mantener su compostura. —Vine por ti. —Leonardo se acercó, dejando claro que no aceptaría una negativa como respuesta. Isabela retrocedió un paso, pero él la alcanzó, atrapando su muñeca con suavidad. —No puedes seguir huyendo. —¿Huyendo? —replicó ella con un destello de indignación en su mirada—. ¿Huir de qué, Leonardo? ¿De tu control? ¿De la manera en que me humillas constantemente? Leonardo apretó la mandíb
El sol apenas se alzaba sobre la villa cuando Camila decidió que era hora de dar el siguiente paso en su elaborado plan. Desde que había fingido su afección cardíaca, cada palabra y gesto de Leonardo estaban más atentos a ella, pero aún sentía que Isabela seguía ocupando un espacio que deseaba borrar por completo.Esa mañana, cuando Leonardo bajó al comedor, Camila ya lo esperaba sentada, vestida con una bata de seda blanca que acentuaba su figura. Su rostro estaba maquillado con sutileza, pero había añadido un toque de palidez, lo suficiente como para parecer frágil.—Buenos días, Leo —dijo con una sonrisa débil, llevándose una mano al pecho como si cualquier movimiento pudiera agotarla.Leonardo, con el ceño fruncido, dejó su portafolio en una silla y se acercó a ella.—¿Cómo te sientes hoy?—Un poco mejor, aunque no pude dormir bien. Creo que la presión de todo esto me está afectando más de lo que esperaba.Él asintió, preocupado, y tomó asiento frente a ella mientras servía café.
El día amaneció con una brisa fresca que no alcanzaba a calmar las tensiones en la Mansión Arriaga. Isabela despertó con el corazón pesado, su mente repasaba una y otra vez la imagen de Leonardo abandonándola en la isla para correr al lado de Camila. Aunque intentaba convencerse de que no debía importarle, el dolor seguía presente.Leonardo, por su parte, estaba en su despacho desde temprano. Sus pensamientos lo traicionaban: no podía sacarse de la cabeza a Isabela, su mirada desafiante y el modo en que había usado su apellido para defender su posición. Sin embargo, la situación con Camila y su "delicado estado de salud" lo tenía atrapado. Cada vez que intentaba alejarse, la culpa lo golpeaba como una tormenta.Camila apareció en la sala de estar, luciendo débil, con un leve rubor en las mejillas y una expresión que gritaba victimismo. Se apoyaba en el brazo de una de las mucamas, fingiendo dificultad para mantenerse en pie. Leonardo, al escuchar su nombre ser mencionado en el corredo
Leonardo entró al consultorio del doctor con pasos firmes, pero con el ceño fruncido. Aunque la preocupación por Camila seguía en su mente, había algo que no le cuadraba del todo. La actitud de ella, siempre tan teatral, lo mantenía en una constante duda. Sin embargo, si había algo que podía calmarlo era escuchar la versión profesional y directa del médico.—Señor Arriaga, gracias por venir —saludó el doctor Herrera, un hombre de mediana edad con una expresión seria que inspiraba confianza.—Doctor, no tengo mucho tiempo, así que prefiero ir directo al punto. ¿Qué está ocurriendo exactamente con Camila?El doctor asintió, tomando un expediente de su escritorio y abriéndolo.—La señorita Camila me informó que usted estaba al tanto de su afección cardíaca. Tras varios exámenes, hemos confirmado que su condición es delicada. Aunque no se encuentra en un estado crítico, sí requiere tratamiento inmediato.Leonardo cruzó los brazos, esperando más detalles.—¿Qué tipo de tratamiento?—Necesi
Leonardo Arriaga empujó las puertas del bar con una fuerza que reflejaba su estado de ánimo. Estaba perdido en un torbellino de emociones que no lograba controlar: el enojo con Camila, su incapacidad para alejarse de Isabela, y una confusión constante que le impedía pensar con claridad. Se dirigió directamente al barman y pidió un whisky doble. No era la primera vez que se refugiaba en el alcohol, pero esta noche la sensación era diferente. Bebió con rapidez, casi desesperación, como si el líquido ardiente pudiera silenciar las voces en su cabeza. —Otro —murmuró al terminar su vaso. El barman lo miró con cautela, pero obedeció. Las horas pasaron, y con cada trago, los pensamientos de Leonardo se volvieron más borrosos, menos coherentes. Sin embargo, una imagen permanecía fija en su mente: Isabela. Su rostro, sus ojos llenos de emociones que él nunca había logrado descifrar del todo, y la sensación de su piel bajo sus dedos. Intentó alejar esa imagen de su mente, pero era imposibl