La mirada

La mansión Arriaga, con sus pasillos amplios y ventanales que dejaban entrar la luz del sol de manera impecable, parecía un lugar ideal para escapar del caos exterior, pero para Isabela, cada rincón de esa casa se sentía como una trampa, un espacio en el que la libertad era un concepto lejano. Había momentos en los que lograba olvidarse de la tensión constante, pero siempre había algo que lo rompía, algo que la regresaba a la cruel realidad.

Esa tarde, como tantas otras, Isabela decidió caminar por los jardines, con las flores que tanto amaba rodeándola, intentando encontrar en ellas un poco de paz. El sol ya comenzaba a bajar en el horizonte, y los colores cálidos del atardecer pintaban el cielo de tonos dorados. La brisa suave acariciaba su rostro mientras caminaba lentamente por los senderos de piedra.

De repente, la risa de Darío la alcanzó. Isabela levantó la vista y vio que él se acercaba hacia ella, con una sonrisa genuina en los labios, una sonrisa que hacía tiempo que ella no
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