¿QUE?

—¿Que te ha dicho qué?

—Pues eso, Ema, que no quiere que salga sin él.

—Miro hacia el techo.

—¿En serio? —pregunta sin poder creérselo.

—Y tan en serio.

Coloco delante de mí un vestido morado de raso con escote de pico, que está colgado en una percha. No tiene ningún adorno y a simple vista se ve un poco soso. Lo aparto y coloco otro de color crema con azul en la parte derecha. Haciendo una especie de estrella hasta la cintura. Tiene una sola manga, el otro hombro va completamente al descubierto.

—¿Y vas a hacerle caso?

—Ya le he dicho que sí —contesto como si nada, poniéndome ambos vestidos frente al espejo, la miro—. ¿Cuál me pongo?

—El crema es más bonito, además es mediodía. Y con este recogido que quieres hacerte —dice señalándome la revista de moda—, estoy segura de que irás espectacular.

Me pongo el vestido y termino de arreglarme mientras Ema me hace el recogido que vimos. Saco un pequeño adorno de la caja plateada que Gael trajo el otro día y, casualmente, tiene toques en color crema, por lo tanto, ya no tengo nada más que pensar.

—Entonces, ¿cada vez que salgamos lo tendremos pegado a nuestro trasero?

—Más o menos.

—¡Pues vaya! —Se fastidia.

Nos quedamos en silencio durante unos segundos. Parece concentrada en su tarea, pero sé que en el fondo está pensando algo y no sabe cómo decírmelo, hasta que, por fin, me observa de reojo y habla:

—Adri, te lo pregunté cuando volviste con él, pero… ¿estás segura de querer seguir con esta relación?

—Me casé con él en cuanto arreglamos lo nuestro, ¿cómo me haces esa pregunta? —Me molesto.

—No lo sé, simplemente veo que te estás dejando guiar por él. Todo lo que dice lo haces.

—Eso no es cierto —aseguro.

Enma pone mala cara, fijando su vista hacia otro punto que no sea yo. No volvemos a sacar el tema en la hora siguiente.

A una hora Gael entra en el apartamento, arreglado.

—¿Dónde te has cambiado? —pregunto sorprendida.

—En el trabajo, ¿dónde si no?

Enma me mira, pero enseguida quita sus ojos de mí, para mirar hacia otro lado. No le gusta gael, y sé que intenta evitarlo a toda costa. Creo que el amor es mutuo, porque cuando mi marido se fija en ella, no puede hacer otra cosa que mirarla con sumo desprecio.

—Ah.

—¿Ese es el vestido que vas a llevar? —Arquea una ceja.

Avanza hasta el tocador y recoge la otra caja, en esta ocasión de color verde, imaginó que cualquier detalle para regalarle a sus hermanas.

—Sí. ¿No te gusta?

—¿Tienes más opciones? —ironiza.

—Sí, este. —Levanto el vestido negro que he dejado, en la puerta del dormitorio, colgado.

Asiente y me mira de arriba abajo.

—Cámbiate. Te espero abajo. Cinco minutos —me advierte tajante.

—Pero si este es muy bonito, además, siempre voy de negro y…

—Cámbiate —repite.

Sale del apartamento dejándome con la palabra en la boca. Exhalo una gran bocanada de aire y consigo llenar mis pulmones. ¿Por qué demonios no le gusta mi vestido?

—Yo creo que me voy, ya sabes que no soy plato de buen gusto para tu marido.

—Lo sé y lo siento —me disculpo.

—No te preocupes, no es culpa tuya.

Le sonrío. Antes de salir por la puerta, se gira y me mira.

—Adri, a esto me refería.

Me señala mientras me cambio el vestido, tal y como me ha dicho.

Observo mi cuerpo durante un segundo. Lleva razón, ¿por qué carajos me estoy cambiando? Quito el vestido verde de mi cuerpo y vuelvo a ponerme el de color morado. Ema me sonríe y asiente satisfecha.

—Gracias.

—Eres mi mejor amiga, adri, no me las des. Se tú y yo seré feliz.

Sale del apartamento sin decir ni una sola palabra más. Recojo mi bolso y guardo en él mi celular, el cigarro y las llaves. A toda prisa, bajo las escaleras hasta llegar a la calle, donde Gael me espera apoyado en el capó de su lindo coche. En cuanto aparezco, arruga el entrecejo.

—¿Qué haces con ese vestido?

—No quiero ir de verde a una comida de mediodía, además, me pega con el adorno que me regalaste.

—Pero yo te he dicho…

Le corto.

—¿Quieres llegar tarde? —Arqueo una ceja.

—No.

—Pues entonces deja de discutir y vamos —añado tajante sentándome en mi asiento.

Arranca el coche y salimos a gran velocidad sin añadir nada más. Si llegamos tarde, la señora mary se enfadará, véase la ironía.

Treinta minutos después nos encontramos a las afueras de la ciudad, frente a una hermosa verja blanca, con una casa rodeada de jardines y flores silvestres. La vivienda consta de dos plantas: en la primera se encuentra el salón, la cocina, dos baños y dos dormitorios; y en la parte de arriba, seis habitaciones, otros tantos baños y dos despachos. Es una casa muy amplia, dado el caché y la posición económica que tienen los padres de gael. Bajamos del vehículo, y nos dirigimos hacia el interior. Está todo abarrotado de gente. Se nota que los padres de gael, raul y silvia jimenez, son personas muy conocidas en esta y muchas más ciudades, ya que amigos o «conocidos» no les faltan. El padre de mi marido es el dueño de una de las entidades bancarias más conocidas en todo el mundo, gael trabaja para él: tiene su propia sucursal en nuestra ciudad. Cuando nos ve, se dirige hacia nosotros.

—Buenas tardes, chicos.

—Padre —saluda gael.

—Señor jimenez —digo dándole la mano.

Aunque parezca mentira, ya que me conocen desde hace cinco años, los formalismos no han cambiado entre nosotros, ni siquiera el día de nuestra boda. Es más, el padre de gael apenas me dirige la palabra, a no ser que sea estrictamente necesario. Por no hablar de los formalismos que se traen entre ellos mismos. «Padre», ojalá estuviera mi papá vivo, para poder volver a decirle papá o papi, como solía hacer de manera cariñosa.

—Tu mamá está en la cocina con sus amigas, espero que pases una buena comida.

—Claro, iré a buscarla. Por cierto, ¿ha llegado ya?

—Sí, tu hermano anda hablando con todo el mundo. La gente está ilusionada de poder volver a verle. —Sonríe encantado con su comentario.

—Ya, claro —gruñe.

—No pongas esa cara, gael —le regaña.

Raul Jimenez es el típico hombre serio, un hombre de negocios en toda regla. Mide un metro ochenta, tiene los ojos marrones como los de gael, el cabello está completamente blanco, pero su fuerte y duro mentón, junto con las facciones de su cara, hace que siga siendo el hombre más respetable del planeta.

Mi marido suelta mi mano, se ajusta la chaqueta y da un paso hacia él. Le habla tan flojo que apenas puedo escucharlo.

—Padre…, es su hijo, no mi hermano —dice maliciosamente.

—No me des la fiesta, gael, por la cuenta que te trae —le advierte.

Sin más se da la vuelta y se marcha junto con el resto de invitados.

—Cariño, ve a la cocina a saludar a mi madre. Yo iré a hablar con el resto.

Asiento como de costumbre. Giro mis talones y me encamino hacia la cocina de mi querida suegra, intentando sacar la mejor de las sonrisas. Pero cuando estoy llegando, escucho una estridente carcajada que perfora mis oídos: la típica risa falsa y, encima, gritona… ¡No la soporto! Silvia Jimenez es una mujer pelirroja, con una estatura normal, un poco regordeta y con una cara de lagarta que no puede con ella. Se la ve mala persona a distancia. Es avariciosa, envidiosa y no soporta que nadie, nadie, nadie, quede por encima de ella nunca. Abro las puertas batientes de madera blanca, y paso; me encuentro a la señora jimenez y a cuatro de sus amigas, las cuales solo están con ella por el dinero que posee y la fama.

—¡Oh, querida Adri!

—Señora jimenez. —Hago una inclinación con la cabeza.

—Hola, adri, qué bien te veo, parece que los años no pasan por ti — comenta una amiga de mi suegra.

—Hola, señora Félix, tengo ventisiente años, no es para menos.

—La verdad es que sabe conservarse bien, silvia. Tienes suerte de tener a una nuera así de guapa, seguro que tiene a tu hijo embelesado —le comenta otra de las amigas, ya que a mí ni me mira.

—Sí, claro —contesta silvia con desgana—. ¿Quién quiere champán?

Cambiando de tema. No soporta que nadie le diga que otra mujer es más guapa que ella. Es insoportable. Menos mal que la veo poco. La boda fue un sufrimiento, al final, pusimos e hicimos todo como ella quiso. No nos dio lugar a réplica y, claro, como es la madre de gael, no pude llevarle la contra en ningún momento.

Reparte las copas de champán en la mano de cada una de sus amigas y la mía la deja en la isla que hay justo en el centro de la cocina. Me sonríe, con maldad, al tiempo que la apoya en el mármol. Lo está haciendo a posta. No muevo ni un músculo de mi cara, mientras tiene ese feo detalle conmigo.

—Se dice gracias, por lo menos, querida —me suelta yéndose hacia la cuadrilla de sus amigas.

—Gracias —respondo con un hilo de voz.

En ese momento tan incómodo las puertas de la cocina vuelven a abrirse y entran las alocadas gemelas jimenez, pegando voces eufóricas. Son dos gotas de agua. Tienen la tez morena, sumamente cuidada, su cabello castaño claro les llega a ambas hasta la cintura y sus ojos son exactamente iguales que los de gael.

Las tres usamos la misma talla, ya que nuestros cuerpos son prácticamente iguales; delgados pero moldeados. Santy es más como silvia: envidiosa e insoportable. Ed es más «buena», por así decirlo. Ella te escucha, te aconseja y no le da envidia ni una mosca que pase por su lado.

—¡Niñas! —les chilla silvia—. ¿Por qué narices pegáis esas voces?

—Tienes el gallinero revolucionado —comenta la señora Félix.

—rami, estás que te sales hoy, ¿eh? ¿Por qué no te callas un rato? —le reprende silvia.

La señora Félix, como yo la llamo, cierra la boca entre risas. Yo no puedo evitarlo y, cuando me mira de reojo, tengo que reírme también. Mi suegra nos mira a las dos y bufa exasperada.

—¡Contesta! —vuelve a vociferar a las gemelas.

Las dos se quedan en silencio, con una risa juguetona en sus caras infantiles. Tienen veintisiete años, pero son demasiado pequeñas de mentalidad, por así decirlo. Las dos se miran y sueltan una carcajada, lo que desespera más a su madre, que está a punto de echar fuego por la boca.

—¡Madre! No se enfade, es que… santy es muy tonta.

—¿Yo? ¡Dime que tú no has pensado lo mismo! —contesta santy riéndose sin parar.

—Bueno…, la verdad es que sí —responde entre carcajadas.

—¡¡Niñas!! —chilla esta vez más alto.

Un silencio se apodera de la cocina, y con él se van todas las risas anteriores y las miradas cómplices, dando paso a una señora jimenez cabreada a más no poder.

—Madre, nunca nos dijo que el hijo de padre fuera tan guapo —suelta de repente mary, en un susurro apenas audible.

Silvia torna su cara roja como un tomate y, dadas las circunstancias, creo que está a punto de estallar. Mira a una y después a otra, todo el mundo la observa a ella y nadie pierde detalle de lo mal que le ha sentado el comentario de su hija pequeña.

—Nunca, y cuando digo nunca, ¡es nunca!, vuelvas a hacer ningún comentario respecto a ese bastardo. ¿Me haber entendido? —escupe.

—Sí —afirman con timidez las dos al unísono.

—silvia, no regañes a las niñas, además, es tu hijastr… —Intenta apaciguar la situación la señora Félix.

—¡¡No!! —chilla fuera de sí—. No quiero que nadie más hable del tema.

Estamos haciendo una fiesta por su llegada, porque el señor Jimenez es su padre, ni más ni menos.

—Pero, madre… —intenta replicar mary.

—¡Ni madre ni leches! Ese desgraciado no es mi hijastro, ni mucho menos mi hijo. Fin de la discusión.

Me sorprende lo mal que lleva el tema. No entiendo el porqué, lo que sí sé es que mi marido habla igual de despectivo que ella. Nunca, en cuatro años, he oído hablar de este «hijo» del señor jimenez, y mucho menos le he visto.

Supongo que el hecho de que silvia no sea la madre influirá bastante, pero lo veo demasiado extremista para tratarlo como ella lo hace. Ni siquiera sé cómo se llama el susodicho. Me disculpo e inmediatamente salgo de la

cocina. No me gusta el ambiente que se ha creado y las gemelas me siguen, buscando una forma de huir de las garras de su madre.

—Creo que hubiera sido mejor no decir nada —comenta mary detrás de mí.

Me giro para mirarlas y ambas me observan. Mary es la primera en poner una cara triste, sin embargo, santy tiene la misma de siempre: fría y distante.

—¿Por qué nunca hablás de él? —me atrevo a preguntar.

—Es que no hay nada de qué hablar —me corta santy.

—Ah…

—¡No seas borde, santy! Adri no tiene la culpa de nada.

—Es algo que no se habla nunca y no tenemos por qué contárselo a nadie - le replica.

La gemela le pone los ojos en blanco y me mira.

—Padre tuvo un pequeño desliz con otra mujer hace muchos años, ni siquiera estábamos nosotras en creación —contempla a santy, que la observa con cara de reproche—, ni siquiera existía gael.

—Vaya, no tenía ni idea.

—No tenías por qué —contraataca santy.

Mary le da un manotazo, pero su hermana se suelta de su agarre y se va enfadada.

—¡Santy! —la llama—. Discúlpame, adri, voy a hablar con la cabezona de mi hermana.

—No te preocupes, ve.

Busco por el salón a gael, y no logro verlo por ninguna parte. Cansada de llevar más de quince minutos andando por todos los rincones de la casa, salgo al jardín, y me siento en el primer banco que hay. Los pies me están matando.

Saco el paquete de tabaco de mi pequeño bolso y, cuando elevo la cabeza, miro hacia la gran piscina que tengo delante.

Noto cómo el banco se hunde, giro mi cara para mirar de quién se trata y me quedo boquiabierta, a punto de sufrir un espantoso infarto.

—Hola, soy karla jimenez.

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