Emily descorrió las cortinas de la alcoba con cuidado. El día estaba nublado, y una tenue luz grisácea se filtró por los crisAndrew, inundando la habitación con una atmósfera fría y melancólica.Dorelia parpadeó al notar que la oscuridad había desaparecido, y al fin abrió los ojos.—¿Cómo te encuentras? —le preguntó su hermana, sentada junto a ella en el borde de la cama.—¿Qué hora es? —respondió Dorelia.—Casi mediodía —dijo Emily con una sonrisa—. Has dormido doce horas seguidas, hermanita. Aunque después de lo ocurrido, no me extraña. Todos estábamos muy preocupados por ti, incluso tía Ágatha. No ha dejado de meter la nariz en nuestro dormitorio y en su frasco de sales —concluyó con una risita nerviosa.Dorelia apoyó las manos en el mullido colchón de plumas de ganso y se incorporó, recostándose sobre el cabecero de bronce. Alguien, probablemente, Maud, la había despojado de su vestido de gala y le había puesto el camisón que ahora llevaba. «Después de lo ocurrido», había dicho Em
William lo estaba esperando junto a la verja de los jardines traseros de Sheraton Park. A solo unas pocas yardas al frente, el bosque de olmos y robles cuyo nombre compartía con la mansión ancestral del conde, aparecía como un muro verde y frondoso, capaz de ocultar el rastro y la presencia de quien se internase en él, ya fuera por gusto, o por necesidad. —Al menos, no se puede negar que es puntual —dijo Edward—. Es un poco tarde para tener un encuentro de este tipo. Me alegro de no estar en Londres. —Yo también —respondió Andrew—. No perdamos tiempo, entonces.William parecía tener la misma urgencia. En cuanto los vio acercarse a lomos de sus caballos, inclinó la cabeza y les hizo una seña para que lo siguieran. —¿Quién es el otro? —preguntó Edward.Andrew observó la figura achaparrada del hombre, que llevaba un parche en el ojo, y se removió con una desagradable sensación sobre su montura. —Supongo que es su padrino. Un rufián de la misma calaña que William. Edward estudió el g
—¡Oh, Dios mío! ¿Dónde puede haberse metido? —dijo lady Sheanes, desfallecida en el sofá de su salón—. Mis sales, necesito mis sales. Emily, por primera vez, se encontraba tanto o más nerviosa que su tía. —No lo comprendo —dijo la muchacha—. No sé por qué se ha marchado de ese modo. Tiene que haber una explicación razonable para todo esto. —¡¿Una explicación razonable?! —aulló la dama—. Nada de lo que hace tu hermana es razonable, nunca lo ha sido y estoy segura de que ahora tampoco lo es. ¡Y pensar que esta mañana creía que la desgracia que había hecho caer sobre esta casa había llegado a su fin! ¡Lleva más de dos horas fuera! ¡Ni siquiera le ha importado dejarnos plantados en el almuerzo! Emily resopló. Las prioridades de su tía parecían tan absurdas como siempre. —¿Qué ocurrirá si a Su Excelencia se le ocurre venir a visitarnos y no la encuentra aquí? —dijo lady Sheanes—. Tendría que improvisar una excusa, y mucho me temo que no se me ocurre ninguna que no parezca ridícula. ¡¿
Dorelia estaba tiritando. Había salido de Hammond Hall sin ninguna prenda de abrigo, y el interior de la desvencijada cabaña era tan oscuro como frío. —Disculpe mis modales —dijo William, sentándose frente a ella en cuclillas—. Encenderé enseguida el fuego. Ah, también le quitaré esa sucia mordaza, así podremos tener una agradable conversación. La leña crepitó en el silencio de la noche. Dorelia trató de oír algún sonido que pudiera servirle para averiguar dónde la había llevado William. Dentro del carruaje, le había puesto una venda en los ojos, y solo hacía unos minutos que la había liberado de ella, pero también la había maniatado, y las cuerdas continuaban clavándose en sus doloridas muñecas. Antes de entrar en la cabaña, William despidió al siniestro hombre que había conducido el carruaje, el cual estaba segura de que no era un simple cochero. ¿Por qué la había traído hasta este lugar remoto? Jamás la encontrarían, y Dorelia no podía dejar de temblar al pensar en cuáles podían
El tranquilo pueblo de Kingston upon Thames nunca conoció una agitación similar. El juicio contra Trenton y la boda de Su Excelencia Andrew Hershey, quinto duque de Blackshield y su primo lord William Hemley, tercer conde de Warlet, con las señoritas Hamilton, congregó a centenares de curiosos provenientes de varias millas a la redonda y del mismo Londres. Andrew y Edward, al estar emparentados con la realeza, pudieron haber elegido la catedral de Saint Paul en la capital para celebrar el enlace, con la asistencia del propio monarca, George IV, y de la más alta nobleza de la Corte.Pero el acontecimiento habría conllevado un aparatoso escenario del que tanto ellos, como las jóvenes, desearon dejar a un lado y unirse en matrimonio en un entorno más íntimo y familiar, si es que eso era posible.Kingston había sido el lugar donde Andrew y Dorelia habían pasado sus años más felices, pero también los más terribles. Las suaves colinas que se inclinaban hacia el río y rodeaban la villa, ha
La historia de Andrew y Dorelia, alguna vez un matrimonio lleno de amor y risas, se ha visto empañada por cinco años de distanciamiento y rencor. La sombra de los celos y la inseguridad ha crecido entre ellos, amenazando con destruir lo que alguna vez fue un vínculo profundo.Andrew, atormentado por una profunda inseguridad derivada de una cicatriz en su rostro, percibe cada interacción de Dorelia con otros como una amenaza. Sus pensamientos se ven nublados por la sospecha, convencido de que ella coquetea con otros a sus espaldas, ignorando el amor genuino y profundo que ella siente por él.Dorelia, por su parte, se encuentra atrapada en una red de acusaciones y reproches infundados. Sus intentos por demostrar su amor y fidelidad son rechazados por Andrew, quien se hunde cada vez más en un abismo de desconfianza. La incomprensión y el dolor se convierten en el lenguaje cotidiano de su relación.Las consecuencias de este conflicto no solo afectan a la pareja, sino también a su hijo, qu
Andrew notó algo extraño en Dorelia, varias veces, había visto una extraña luz que emanaba su cuerpo. Él no podía explicar, a qué se debía esta iluminación corpórea. Cuando abrazaba a su hijo o cuando hacía una demostración de amor, esta luz se acrecentaba. Sin embargo, los celos lo acongojaban. Temía perder el amor de Dorelia. Su inseguridad era terrible. En tiempo pasado, él había experimentado con otras mujeres, este sentimiento, pero a ellas no las amaba, era solo atracción física.En este caso, estaba en juego, el amor de una mujer maravillosa. El gran amor de su vida. Eso representaba, perder la felicidad. A ella no le importaba su cicatriz horrible, tampoco se había casado con él por el dinero, pues ella pensaba que él era un desposeído. Lo amaba por lo que él era, no por lo que poseía. Dorelia no tenía el concepto preformado de posesión y posición de este mundo. Era un ser iluminado, con mucha evolución y mucho amor para dar.Era hermosa físicamente, demasiado y por eso, Andr
El amanecer se filtraba a través de las rendijas de las persianas, dibujando franjas doradas sobre el rostro de Dorelia. Dormía plácidamente, ajena al bullicio que se gestaba en la habitación contigua. Andrew, su esposo, se movía con sigilo, preparando una sorpresa que cambiaría el curso de su fin de semana.Cinco años habían pasado desde que se unieron en matrimonio, cinco años de amor, risas y complicidad. Pero la rutina, como una sombra persistente, había comenzado a colarse en su relación. Las responsabilidades del trabajo, los compromisos sociales y las tareas del hogar consumían su tiempo, dejando poco espacio para la espontaneidad y la aventura.Andrew, decidido a reavivar la llama de la pasión, había planeado una escapada sorpresa. Un fin de semana lejos del ajetreo de la ciudad, en un lugar donde solo existieran ellos dos. Con un toque pícaro, había dejado pistas sobre su destino en diferentes rincones de la casa: un mapa antiguo con un punto marcado en rojo, una foto de una